¡Tengamos algo claro! Trump es el presidente de los
Estados Unidos y ama a su pa铆s, no a Venezuela.
No son pocos los ejemplos hist贸ricos que nos hablan de
liderazgos que han encarnado una tensi贸n profunda entre la legitimidad
simb贸lica y la impotencia pol铆tica.
Mar铆a Estuardo, fue considerada una reina sin trono y el
s铆mbolo de una causa religiosa perdida que representa con nitidez esa figura
del poder que espera su restituci贸n desde fuera, delegando su destino a la
intervenci贸n de una fuerza salvadora.
Su drama no reside solo en la derrota militar o la traici贸n
pol铆tica, sino en el desplazamiento del principio de acci贸n: el poder deja de
ser ejercicio y se convierte en expectativa (de esto habl茅 en otro post).
¿Por qu茅 lo que ocurre hoy me hizo recordar este episodio? Porque ambas Mar铆as pueden tener algo en com煤n:
Lo que alguna vez fue legitimidad para alcanzar el poder, se
transmut贸 en s煤plica a otros por incapacidad pol铆tica propia,
La forma de la espera —pol铆tica y teol贸gica— reaparece
similar en estos momentos de crisis nacional, cuando el poder se percibe como
usurpado y la comunidad se halla desgarrada entre la legitimidad y la
[in]eficacia para cambiar el poder.
Nada peor para un aspirante leg铆timo al poder que trasladar
la esperanza de liberaci贸n hacia una exterioridad: ya sea un ej茅rcito
extranjero, una potencia aliada o un acontecimiento providencial que vendr铆a a
restablecer el orden justo.
Cuando eso ocurre, y los antiguos lo ten铆an m谩s claro que
nosotros los modernos, la pol铆tica se suspende en el tiempo, y la acci贸n se
sustituye por el mito del rescate (idea que tambi茅n he tratado con
anterioridad).
Esto supone —y de hecho creo que ahora es as铆— una forma de
clausura del espacio pol铆tico a quien espera a que se le entregue el poder.
Es justo ah铆, donde aparece la fantas铆a de que el poder es
posible alcanzarlo a trav茅s de la restituci贸n por una instancia exterior, que
desaparece la experiencia del conflicto como motor de la libertad.
El poder simb贸lico, vac铆o por definici贸n en la democracia
(esto es una lectura lefortiana), se llena nuevamente con la figura del
salvador —ya no la reina ungida en nuestro caso hist贸rico, o con la figura
electa en nuestro caso actual— que es el l铆der de la potencia extranjera que
promete redenci贸n.
¡Tengamos algo claro! Trump es el presidente de los Estados
Unidos y ama a su pa铆s, no a Venezuela.
Cuando la estupidez del salvador externo se hace com煤n, se
pierde la dimensi贸n instituyente de lo pol铆tico.
Es decir, se pierde la capacidad de un pueblo de recrear sus
propias condiciones de legitimidad. Lo que supone a su vez, un fracaso
monumental para el desarrollo de la libertad de ese pueblo.
Durante estos largos meses de supuesta intervenci贸n inminente
se ha revelado una paradoja (o al menos as铆 lo veo): cuanto m谩s se idealiza la
intervenci贸n externa como v铆a de emancipaci贸n, m谩s abdica la posible soberan铆a
interior de instituir sentido.
Es decir, mientras m谩s esperamos que Trump nos resuelva los
problemas, m谩s nos alejamos de construir nuestro propio destino.
El cuerpo pol铆tico, en vez de confrontar su divisi贸n y asumir
el conflicto como fuente de libertad, se disuelve en la pasividad. Al igual que
le pas贸 a Mar铆a Estuardo, por no entender que el liderazgo que aguarda el
rescate termina prisionero de su propio s铆mbolo.
El poder, visto as铆, se convierte en signo puro, en figura
del deseo de restituci贸n. Y mientras se espera la irrupci贸n del salvador, la
historia sigue su curso: el pueblo, privado de experiencia pol铆tica, se vuelve
espectador de su propia tragedia.
La libertad, en cambio, solo puede renacer cuando la
esperanza se internaliza y la sociedad se reconoce a s铆 misma como fuente del
poder instituyente.
Tomado de la cuenta en X de Miguel Fontan.