Vivimos un escenario político difícil y complicado. Difícil porque libramos una lucha democrática en condiciones no democráticas. Y complicado por dos hechos determinantes.
El primero es que la naturaleza autoritaria del
gobierno genera en sus beneficiarios, una fuerte resistencia a ceder un poder
ejercido para acumular privilegios e impunidades.
El segundo es la existencia en la oposición de
diferentes visiones y cálculos sobre el cambio, incluyendo a quienes
participaron en la exitosa celebración de las primarias del 22 de octubre.
El deber opositor es esclarecer este panorama, orientar a los ciudadanos sobre el objetivo principal y ayudar a que participen en la consecución de los medios necesarios para alcanzar ese objetivo. Adoptar decisiones sin confusiones.
Se trata de una situación política y existencial. Política
porque tiene que resolver un conflicto de poder entre los intereses del
gobierno y el 80% de la población que lo rechaza. Existencial porque la
continuación del presidente Maduro por seis años más, implica que a los
estratos C y D se les va a poner la papa más dura y los del E van a ser arrojados
por debajo de la línea de sobrevivencia. Las burbujas de bienestar no
resuelven, son puro maquillaje para atrapar votos.
Este es un momento en el cual los actores políticos y
sociales interesados en cambiar de modelo económico e institucional deben distinguir
entre el cambio deseable y el posible, luchar por acercarlos sin perder sentido
de realidad. Si predomina lo ideal sobre lo real imperara una política fundada
en ilusiones y en el desprecio de los logros intermedios a nombre de obtener lo
máximo y de una sola vez. En las condiciones de Venezuela eso no existe.
Ese sesgo voluntarista de la política nos tiene hoy
metidos en una indefinición y nos solicita una confianza que implica pasividad,
que ocasiona un vacío de campaña y permite que el plan de Maduro corra solo.
El deseo y la convicción de la gente en ir a votar por encima
de todo obstáculo hace que hoy resulte posible lo deseable: cambiar a Maduro
por un gobernante que le abra otro rumbo al país. Esa intuición de posibilidad
es el piso para construir mayoría sólida, unión para ganar y no una unidad que
se conciba como un requisito a priori.
Todo parece indicar que en la gente está en marcha un proceso
unitario superior, no porque se coloque por encima de los partidos sino porque
se sustenta en una aspiración colectiva que pueden compartir opositores y
chavistas: *vivir mejor.*
El objetivo, cambiar el gobernante, es un deseo que ya une a
venezolanos con diferentes afinidades políticas, desde simpatizantes de la
“revolución” a ciudadanos de a pié. Así que la definición descriptiva de
opositor podría ser la de cualquier venezolano que quiera votar para ganarle
electoralmente a Maduro. Eso debería bastar para rayar la cancha unitaria.
Esa clase de unidad nace de compartir el objetivo y la
disposición de conquistar la democracia por medios democráticos.
Pero, la situación se encarata porque una dirigencia
opositora está a un tris de sustituir el objetivo principal de salir de Maduro
por el objetivo secundario de fortalecer un liderazgo particular frente a
otros.
Se trata de un error inducido artificialmente porque todos
los datos de la realidad indican que el liderazgo de María Corina no está en
discusión. Pero la vía de su fortalecimiento pasa porque pueda *dejar de
actuar como una candidata desde afuera del proceso electoral* y decida asumir
la conducción del país descontento *para aumentar la votación por el cambio.*
Sectores opositores minoritarios amenazan con imponer un
clima que conduzca a la abstención sin llamar a la abstención.
Hay dos discursos extremistas que suscitan confusión y
desánimo: los grupos que concentran sus ataques contra el liderazgo de María
Corina y los grupos que viven para matar la posibilidad de que Manuel Rosales
sea candidato. Unos y otros actúan, así sea desde buenos motivos, para
ocasionar el peor desenlace para este proceso: ayudar a la derrota electoral
del 80% de la población.
Para esclarecer la situación y simplificarla hay que tener un
candidato antes del 20 de abril. Ese es el paso indispensable para consolidar
la sólida inclinación a votar y hacerlo por un cambio de gobierno que inicie un
modelo de transición que permita realizar el programa de cambios con
estabilidad.
Eso requiere un candidato que cuente con votos y que pueda
lograr acuerdos con los demás poderes públicos e instituciones del Estado para
llevar a cabo pacíficamente la alternancia gubernamental. A estos fines es
fundamental la capacidad de interlocución del candidato con el gobierno y con
la Fuerza Armada como garante del cumplimiento de la Constitución Nacional.
Se puede tener un juicio crítico sobre ese candidato o
aceptarlo con dudas, pero no hay que ponerse ningún pañuelo en la nariz para
respaldar al opositor que entre los inscritos, que es donde se le puede
escoger, aparezca como el mejor para ganarle a Maduro.
En este momento esa figura es Manuel Rosales. Es un
demócrata, un opositor partidario de una negociación con el poder, gobernador
del Estado con más votantes y miembro de uno de los partidos que como
integrante de la Plataforma Unitaria organizó las primarias.
Estuvo exiliado, preso, inhabilitado, ¿qué otros certificados
mostrarle a los que piden pureza?
Las acciones de María Corina para alimentar la esperanza
sobre su candidatura o la de la profesora Yoris no abonan a la efectividad de
la campaña electoral. No parece lógico mantener la incertidumbre hasta el 18 de
julio, a menos que se trate de un vuelvan caras.
Los partidos de la Plataforma Democrática deben darle a los
venezolanos una decisión antes del 20 de abril. Es un error apartar candidaturas que existen a nombre de candidaturas
que nunca van a existir en el actual proceso.