Por José Naranjo
El capitán Traoré se despoja del
apoyo francés y se lanza a la ofensiva contra los grupos yihadistas
Doce de
la noche en Bobo-Diulasso. Cientos de jóvenes, la mayor parte en uniforme,
desfilan por una de sus avenidas. El impacto de sus botas sobre el asfalto y el
murmullo de sus conversaciones resuenan a su paso. Son soldados y Voluntarios
para la Defensa de la Patria (VDP) –civiles reclutados para luchar contra los
grupos armados yihadistas que actúan en el país– que van de maniobras. En los
maquis aledaños, los últimos insomnes apuran sus cervezas y los observan en
silencio, con una mezcla de asombro y orgullo. Burkina Faso es hoy un país que
libra una guerra por su propia supervivencia.
Varias compañías de autobuses hacen la ruta entre Bobo-Diulasso y la capital, Uagadugú, uniendo a las dos principales ciudades del país. Sin embargo, cada vez son más personas, sobre todo los extranjeros blancos, las que cogen el avión. Es la penúltima carretera transitable del país, pero los yihadistas y bandidos que asaltan los caminos no están lejos. Ya ha habido algún incidente. El impacto de esta inseguridad es enorme. En el norte, el este y el oeste del país los ataques, atentados y asesinatos son el pan de cada día. Burkina está bajo asedio.
«Nunca
habíamos vivido algo así, es nuestro gran desafío histórico», asegura Daouda
Diallo, activista por los derechos humanos. Hay dos millones de personas, el
1o % de la población, desplazadas por la violencia y acosadas por la
inseguridad alimentaria; dos terceras partes del territorio están fuera del
control del Estado; ciudades como Djibo se encuentran sometidas a bloqueo y hay
una total incertidumbre sobre el futuro. Desde hace más de un año, la casa de
Fatoumata Zerbo, junto a uno de los mercados de Bobo, se ha convertido en un
improvisado campo de refugiados para tres familias que llegaron huyendo desde
Gorom-Gorom, en el norte del país. «No podía dejar que se quedaran en la calle,
pero siguen viniendo y ya no tengo hueco para más», asegura esta viuda.
Malí, en
el origen
La
violencia comenzó en 2015 y llegó desde la vecina Malí. El contagio de la
insurgencia yihadista se extendió como una mancha de aceite y prosperó a lomos
de la pobreza extrema y las injusticias sufridas por buena parte de la
población. Decenas de jóvenes, sobre todo de las zonas rurales, se afiliaron a
grupos armados bajo el sello de Al Qaeda, a quienes consideran, por la fuerza o
el convencimiento, una alternativa que se adapta mejor a su realidad que un
Estado corrupto e incapaz de cubrir sus necesidades. Durante años, el ruido de
toda esa violencia llegó con sordina a una capital donde las élites políticas
estaban más ocupadas en sus luchas de poder que en mirar de frente a un
monstruo que crecía extramuros.
El
fracaso del Gobierno burkinés, su descarnado desdén, era aún más doloroso
porque venía de la mano de una presencia militar francesa que tampoco
contribuyó a arreglar el problema. Derrota tras derrota, la bestia fue
creciendo y el hartazgo ciudadano buscó culpables. En enero de 2022, el
teniente coronel Paul-Henri Damiba dio el soplido que faltaba, en forma de
golpe de Estado, para tumbar la casa de paja. Pero las cosas siguieron más o menos
igual. A esas alturas, la crisis era tan profunda, los grupos armados se habían
hecho tan fuertes, que Burkina Faso pedía a gritos un cambio acorde a la
dimensión del problema. El tiempo de los mencheviques había pasado hasta que
llegó el capitán Ibrahim Traoré y mandó parar.
Viernes
por la noche. Vestido con su ropa militar, el nuevo hombre fuerte de Burkina
Faso aparece en todas las televisiones del país en su primera entrevista desde
su llegada al poder en septiembre de 2022. Las calles se vacían, todos están
pegados al aparato. El militar, de solo 34 años, habla con solemnidad y
transmite confianza. El mensaje del capitán Traoré es claro. «Hemos venido para
reconquistar el país. Ha llegado el momento». Habla de operaciones castrenses
en curso, de refuerzos, de una juventud comprometida con su país, de soberanía
y de una guerra necesaria e inminente. Las comparaciones con el capitán Thomas
Sankara, el revolucionario Che Guevara africano convertido en un mito –su misma
edad al llegar al poder, el mismo rango militar, o un idéntico fervor popular–,
son inevitables.
«Mira el
Índice de Desarrollo Humano. ¿Qué nos ha aportado Francia en todo este tiempo?
Seguimos estando entre los países más pobres del mundo y todos nuestros
recursos están en sus manos. Y los militares franceses, ¿qué hacen?». Yéli
Monique Kam, coordinadora del movimiento ciudadano M30 Naaba Wogbo, se hace las
mismas preguntas que decenas de miles de burkineses. La misma presión popular
que mantiene al capitán Traoré en el poder frente al malestar de la jerarquía
militar le empuja a adoptar medidas como la expulsión del país del embajador
francés y de los 400 soldados galos acantonados en la base de Kamboinsin.
Mientras
Burkina Faso se desconecta de la antigua potencia colonial, Rusia emerge como
el nuevo gran aliado militar. Ya posicionado como el principal vendedor de
armas del continente, Moscú está enfrascado en una vasta operación de seducción
que guiña el ojo al continente africano. El sentimiento antifrancés –y, por
extensión, antieuropeo y antioccidental– pone la alfombra roja al nuevo socio.
A hombros de cierta nostalgia de una Unión Soviética que apoyó los movimientos
de liberación africanos, el Kremlim busca tanto romper el aislamiento
internacional que le imponen Europa y Estados Unidos tras la invasión de
Ucrania como nuevos mercados y preciados recursos.
¿Seguirá
Burkina Faso el camino marcado por Malí y acabará contratando a mercenarios de
la polémica Wagner para reforzar su combate? En Occidente obsesiona esta
pregunta, de momento sin respuesta. Lo que sí es una certeza es la escalada de
un conflicto en el que ya se libran batallas encarnizadas, al igual que el
altísimo precio que está pagando la población civil.
Tomado de MUNDO NEGRO / España.