La parábola de la tragedia de América
Latina
La periodista peruano-norteamericana Marie Arana acaba de
publicar Bolívar, libertador de América (Debate), una biografía del líder
revolucionario que resulta más bolivariana de lo que podía esperarse, y traza
la lúcida parabóla de un joven perteneciente a una de las familias más ricas de
la elite de lo que luego sería Venezuela, que se convirtió en un luchador
trágico por la libertad.
Por Sergio Kiernan
Es imposible que un argentino lea una biografía de Bolívar
sin compararlo con San Martín. Es que en esto de los Libertadores hay un
Boca-River de los bravos. Entre el que vino del norte y el que salió del sur se
dividieron esta América, con México haciendo su guerra propia y el Caribe
esperando casi un siglo más. Un resultado de esta división es que los venezolanos,
por ejemplo, apenas escucharon hablar de nuestro correntino, y los chilenos a
gatas saben que existió el caraqueño. Pero resulta que los dos Libertadores
fueron más que distintos: San Martín y Bolívar resultan antimateria, y es un
milagro que la ciudad de Guayaquil no se haya desintegrado cuando se
encontraron por única vez.
La periodista peruano-norteamericana Marie Arana acaba de
publicar una biografía de Bolívar que es de lo más… bolivariana, cosa rara en
alguien criado en el Perú, país que hincha abiertamente por San Martín. El prócer que aparece aquí es
tremendamente conflictivo, ambicioso, creativo, indisciplinado, peleón,
mujeriego compulsivo, capaz de crueldades imperdonables y obsesivo con la causa
de la independencia. En 47 años, Bolívar parece que tuvo más de una
vida porque vivió una parábola notable, la de haber podido quedarse en ser un
Macri cualquiera, un chico cheto metido a cosas que le quedan grandes, y
terminar un luchador trágico por la libertad.
Los Bolívar eran una de las familias notables de la colonia
española que luego fue Venezuela, un lugar particularmente feudal y de mayoría
negra, criolla, mulata. Con algo de sangre noble, la familia era blanca, algo
que Arana remarca con tino porque es fundamental para entender cosas como que
los morenos, al principio, pelearon masivamente por los españoles contra una
elite local que sabían de memoria: los godos hacían promesas dudosas, pero los
patriotas venían a ser los dueños, los esclavistas, los capataces. Los
Bolívar eran también muy ricos, con un palacio en pleno centro, campos, minas,
lingotes e inversiones comerciales por medio país. La elite de la época era muy
pequeña, con lo que la familia estaba emparentada con la nata colonial. El
joven Simón, en un sentido, fue un lúcido traidor a su clase.
Y también uno inesperado, porque la infancia y adolescencia
del futuro héroe son de frivolidad y capricho, las de un chico que se rehúsa
siquiera a aprender a leer, es expulsado terminantemente de todo intento de
colegio y destruye mentalmente a sus tutores. Recién en la adolescencia y
después de aprenderse de memoria los antros de Caracas, el joven Simón empieza
a registrar su entorno, a pensar y leer. Ya es huérfano, con sus hermanas
casadas y sus familiares viviendo muy bien de la futura herencia del menor de
edad. Para dar una idea del nivel de privilegio de esta etapa, Simón viaja a
España, es presentado en la corte como un noblecito colonial y hasta juega al
badminton con el futuro Fernando VII, que le parece un boludo porque se
enfurece al perder un partido.
Este Bolívar joven también descubre la revolución con una
larga estadía en París, que entre otras cosas lo vacuna de por vida contra los
planes perfectos de gobierno. De vuelta a Madrid, se enamora y se casa, vuelve
a Venezuela y se queda inmediatamente viudo, porque su hermosa y frágil mujer,
apenas adolescente, no resiste las fiebres tropicales. Simón cae en una
depresión completa, un encierro desesperado que es también una maduración de
apuro, una suerte de espejo de que la vida no es diversión y sirvientes. El que
emerge de este desastre personal es finalmente un hombre.
Y ahí empieza la guerra de independencia, que allá en el
norte es de una crueldad extraordinaria. Un elemento de nuestra revolución
austral medio olvidado es que los españoles nunca pudieron reconquistar este
Río de la Plata. Guillermo Brown les negó la vía naval y Manuel Belgrano, un
cuadro político que se puso el uniforme, los frenó finalmente en Tucumán, con
lo que nos salvamos de la durísima represalia que le cayó a los “traidores al
rey” en otros pagos. En Venezuela y la Nueva Granada, los godos vuelven con
flota y ejército, arrasan ciudades, fusilan sistemáticamente a los prisioneros,
descuartizan a los líderes y habilitan masas de bandidos rurales que terminan
convirtiendo la guerra en una guerra civil. Bolívar, y esto es todavía una
mancha que se discute, se contagia y también ejecuta prisioneros españoles.
Todo se pierde y Simón, que todavía no es el líder de la
causa, logra escapar a Jamaica, de donde pasa a Haití, la isla negra e independiente,
que le da siete naves, mil fusiles y suficiente pólvora. La guerra es como una
marea que va y viene, con los españoles arrasando la tierra firme -confiscando
los bienes de los patriotas que escaparon, descuartizando a los que capturaron,
encadenando a mujeres en sus casas, quemando cultivos- y los patriotas
guerrilleando por la selva y desde la isla Margarita, el único territorio
propio que les quedaba. Bolívar, después de desviar la flota para recoger a su
amante Pepita, desembarca en la isla y declara la abolición de la esclavitud,
una jugada para solucionar la desesperante falta de tropas.
La campaña es nuevamente un desastre y por segunda vez el
Libertador huye después de que uno de sus generales casi lo asesina. El
problema de Bolívar es que en realidad no tiene generales sino caudillos
locales que prefieren tener su cuotita de poder y desobedecen toda orden.
Recién en 1817, después de mucho negociar y de fusilar a un irreductible, el
ejército empieza a crecer y disciplinarse, y comienza la larga marcha hacia
Caracas, Colombia y el sur. A todo esto, Arana cuenta la bronca de Bolívar,
que está aprendiendo el arte militar sobre la marcha, ante las noticias del
cruce de los Andes del ejército de San Martín. El venezolano quiere ser el
primero en llegar al premio mayor, Lima.
Al mismo tiempo que pierde batallas pero va generando un
ejército -que llegó a incluir miles de irlandeses e ingleses reclutados en
Londres- Bolívar llamó a un Congreso nacional. Aquí está la mayor diferencia
con nuestro Libertador: el venezolano no podía concebir la división de mando
entre la política y las armas, y mucho menos pensar en otro al frente. A su
Congreso le tomó apenas un día elegirlo presidente.
Ahí empezó en serio la guerra, con la gloria de Boyacá, que
liberó a Colombia, y la marcha al sur que culminó en la batalla de Ayacucho y
el fin del imperio español en Sudamérica. Y el espectacular fracaso del
congreso continental de Panamá, las guerras civiles, las traiciones constantes,
el disparate político. Bolívar había escrito una y otra vez que no estábamos
preparados para la democracia y que sólo se podía gobernar una América unida
con un presidente inteligente, honesto, heroico con mandato de por vida. El
problema es que el Libertador pensaba que el único candidato al puesto era él,
y en estos pagos nunca faltaron los que pensaran lo mismo.
Bolívar murió en 1830, enfermo, empobrecido, amargado por ver
a su Gran Colombia astillada en seis países. San Martín lo sobrevivió veinte
años en el exilio por negarse a hacer… de Bolívar. Fueron como dos polos de
nuestra batería, el indio flaco, alto y serio, y el aristócrata charlatán, buen
bailarín y mujeriego.
Tomado de Página 12 / Argentina.