El artista se destacó como cantautor
y dejó su marca también en la poesía, la pintura, la escultura y el cine.
Falleció como consecuencia de un infarto cerebral. Su familia ignora cómo podrá
organizarse su sepelio debido a las restricciones por el coronavirus.
Fueron cuatro años en los que se
mantuvo luchando por quedar de este lado de la vida, después de sufrir un
infarto en medio de una gira con la que celebraba sus cincuenta años de
trayectoria. Finalmente el cantautor español Luis Eduardo Aute falleció
este sábado en una clínica de Madrid, a los 76 años. Lo lloran hoy a ambos
lados del océano, en un mundo acaso anestesiado por una pandemia que
diariamente tira cifras de muerte en aumento. La relación que el trovador supo
establecer con el público argentino fue de una cercanía especial, desde los
tiempos en que sus canciones comenzaron a sonar por estas tierras casi
clandestinamente, en cassettes que pasaban de mano en mano, hasta que sus
discos se editaron localmente. Con el tiempo, temas como “Al alba”, “Rosas en
el mar”, “Pasaba por aquí” y “Una de dos” lo elevaron a la categoría de músico
de culto, un secreto guardado por muchos.
Con un infarto cerebral como causa
del deceso, su familia no pudo establecer aún si la muerte de Aute
estuvo ligada al coronavirus. Tras pasar por varios hospitales en estos
cuatro años -entre ellos uno cubano-, el cantante permanecía en su hogar al
cuidado de su familia. Se ignora cuándo y cómo podrá ser su
sepelio debido a las restricciones en toda la comunidad de Madrid para
la instalación de capillas ardientes, prohibidas a causa de la pandemia.
Luis Eduardo Aute era español, pero
había nacido en Filipinas. Además de músico y poeta, era también
cineasta, escultor y artista plástico, disciplinas todas en las que
mostraba una intensidad de trabajo reveladora de una personalidad. Basta ver su
film Un perro llamado dolor, dibujada y animada por él mismo, que
le llevó cinco años de obsesivo trabajo, presentada en el Festival de Cine de
Mar del Plata y exhibida en las salas locales en 2003. Allí Aute muestra,
cuadro por cuadro, sus dotes de artista plástico, en múltiples técnicas.
Y aunque su faceta más conocida y
por la que ganó más reconocimiento fue la de cantautor, si se le preguntaba con
cuál de sus oficios se quedaba, si lo obligaban, no lo dudaba: elegía
el cine. “Es el arte que sintetiza a todas las demás, y a su vez es
creadora de otro lenguaje”, aseguraba. El segundo lugar tampoco lo ocupaba la
música, sino la plástica. De hecho, contaba que en su casa no tenía un estudio
de grabación, sino uno de pintura. No solo eso: a esas salas, decía, las
odiaba: “Odio los estudios de grabación. Son salas quirúrgicas. No hay
vida allí. Me dan claustrofobia. Disfruto mucho escribiendo canciones, pero
cuando llega el tiempo de grabarlas... No es lo mío”, se reía.
“Lo de escribir canciones es
algo accidental. Podría vivir sin hacerlo, pero no podría vivir sin
pintar”, explicaba también. Y recordaba cómo se había ido dando todo: “Al
tiempo de empezar en esto me retiré porque quería pintar. Volví a grabar en el ’73
porque un amigo poeta escuchó mis canciones y prácticamente me obligó a
hacerlo. Grabé con la condición de no dar conciertos ni promocionarlos. Dije:
‘Simplemente voy al estudio y ustedes lo venden’. Así fue hasta 1978, cuando
salí a cantar en vivo. Fui muy feliz esos cinco años, cuando el único tiempo
que perdía con la música era grabar.”
La música fue, sin embargo, la que
llevó a Luis Eduardo Aute a trascender épocas y generaciones. Una serie de seis
CDs titulada Auterretratos repasa ya en su madurez esa
carrera. Aparecen hitos como “Anda”, “Las cuatro y diez”, “De alguna manera”
–conocida también en la interpretación de Mercedes Sosa--, “Sin tu latido”. Y,
nuevamente, “Al alba”, con toda la tragedia de su poesía, inspirada en los
últimos fusilamientos de la dictadura franquista. Canciones que suenan con su
carga de introspección, marcadas por la melancolía, dispuestas a describir
la amargura del mundo.
Aute se declaraba un pesimista en pie de guerra, más que
un escéptico que planta bandera blanca. “Si me preguntan si soy pesimista, digo
que no. El pesimista es quien se rinde y dice no hay nada que hacer, todo está
determinado, y yo no coincido con eso. Desesperanzado, en absoluto. Si fuese un
desesperanzado, no escribiría canciones”, se definía. La diferencia, sin
embargo, sonaba sutil en sus canciones, con esos diagnósticos de lo más
desencantados, algunos de ellos profundamente poéticos, como “La barbarie”.
Su mirada artística estuvo siempre
ligada a un compromiso ideológico que mantuvo arriba y abajo del
escenario. En sus meses finales de actividad artística, por ejemplo, lo
último que hizo, además de celebrar su medio siglo de carrera, fue participar,
en tiempos de una España cada vez más tomada por la derecha y las banderas
xenófobas, de conciertos solidarios para recaudar dinero para ayudar a los
refugiados sirios. Entre esos conciertos “soñados y especiales” de los que
había participado, él mencionaba especialmente el de aquel 25 de mayo
en Buenos Aires, en la Plaza de Mayo, en un escenario que ocupó junto a
colegas como Silvio Rodríguez.
De su Manila natal, donde vivió
hasta los 11 años, decía que tal vez le había quedado como herencia, además del
idioma inglés, una sensualidad distinta que volcaba en sus canciones.
“Supongo que esa dosis de sensualidad, en el caso de que exista, es algo que me
viene del trópico, y no de Europa. Será que me quedaron los colores, los olores
y los sabores de aquel lugar”, analizaba.
El fue quien le recomendó a Joaquín
Sabina que trajera sus canciones a la Argentina, después de su primer viaje a
Buenos Aires, a fines de los ‘80. “Me lo encontré en un bar y le dije: ‘Si tú
dibujas tu lugar ideal, te sale Buenos Aires, ese sitio está hecho para ti’”,
contaba.
Creía en el valor de la canción, en
su para qué: “Una canción es una búsqueda. Es una manera de intentar ser
más imaginativos, más libres, más seres humanos. Ese es su objetivo último. Si
con una canción o un puñado de canciones se puede lograr que alguien sea un
poquito más sensible, más inteligente, si se puede lograr que haya algún tipo
de reflexión sobre un tema, se habrá cumplido la misión del artista. Y eso es
bastante en estos tiempos de absoluta estupidez que estamos viviendo, en una
época que ya no es de pensamiento único, sino de pensamiento cero”, definía.
En el repaso por sus últimos
discos, aparece claramente esta convicción. Está, por ejemplo, Atenas
en llamas, que escribió tras una visita a una Grecia “obligada a vender
todo, mientras una Europa ‘generosa’ le da limosnas para que sobreviva”. Está
uno de sus últimos discos, al que llamó Intemperie, de 2010, que
hoy suena perturbador. Había surgido al pulso de una España a la que definía
“al filo del abismo”, de una Europa que por entonces le ofrecía “una sensación
de estar viviendo en la máxima precariedad, de incertidumbre, de abismo
constante, esta sensación de que en cualquier momento se derrumba toda la
estructura en la que estamos sostenidos”. Algo de aquello que advertía entonces
el cantautor, suena ahora escandalosamente premonitorio: “Intento reflejar un
poco esta sensación de que en cualquier momento se derrumba el techo
que nos protege, y nos quedamos todos a la intemperie”.