Por Alexis
Rosas*
Jorge
Rodríguez tenía 11 años y su hermana Delcy 7, el 25 de julio de 1976, cuando su
padre fue asesinado por la Disip. Recuerdo ese día como si fuera hoy. Trabajaba
yo en Radio Continente y estábamos en la oficina de prensa de la PTJ, a donde
iba Tarek William Saab a que lo entrevistáramos como "defensor de los
derechos humanos", cuando supimos la noticia, por lo que con la urgencia
del caso nos fuimos al Ministerio del Interior, donde un nervioso Octavio
Lepage ofreció la rueda de prensa más larga que hubiésemos presenciado hasta
ese momento.
Recuerdo
haber grabado el casete por los dos lados y, como el hombre seguía hablando y
hablando sin decir nada, tuve que borrar el primer lado para recomenzar la
grabación.
Lepage estaba
empeñado, mientras fumaba un cigarro tras otro y bebía un vaso de agua tras
otro, en conducirnos por el camino culebrero que le interesaba al Gobierno, cuál
era el de desviar la atención de la noticia que habíamos ido a confirmar. Yo
era un imberbe reportero, pero, como empecé muy temprano en este oficio, tenía
la suficiente experiencia como para no dejarme confundir.
Lepage habló
y habló sobre la detención de Fortunato Herrera y David Nieves por el secuestro
del industrial William Frank Niehous, ocurrido durante el carnaval de ese año,
pero nada decía de Jorge Rodríguez. La táctica era simple: ocultar el crimen
con otra noticia importante, como era la detención de los dos dirigentes de
izquierda también vinculados al secuestro.
Cuando Lepage
se dio cuenta de que los periodistas no íbamos a caer en la trampa, admitió la
muerte del dirigente de la Liga Socialista, de 34 años, en los calabozos de la
Disip, aunque dijo que este había muerto de un infarto, lo cual no era ninguna
novedad porque todos los seres humanos morimos de infarto cuando se nos
paraliza el corazón, que es el motor que nos mueve, y a consecuencia de una
golpiza lo más probable es que eso ocurra en cualquier momento. Entonces Carlos
Andrés Pérez ordenó una investigación que culminó con la detención de los
culpables.
El caso
reciente del asesinato bajo torturas del capitán Acosta Arévalo es muy parecido
al de Jorge Rodríguez. Por lo que se hace incomprensible la actitud asumida por
Jorge Rodríguez hijo, al pretender justificar el crimen del oficial de la
Armada en el comunicado gubernamental donde anunciaba la investigación del
caso, porque esa nota casi no mencionaba el homicidio, sino los supuestos
delitos en que habría incurrido el militar. Era como si estuviera diciéndonos:
Sí, lo matamos, ¿pero verdad que lo merecía? Eso, ni más ni menos, es lo que ha
venido haciendo desde hace mucho tiempo el ministro: justificar lo
injustificable, inventar historias absurdas para implicar en ellas a dirigentes
opositores, muchos de estos presos injustamente. Fernando Albán es una historia
de crimen aún no resuelta. Oscura, como todo lo que se ventila en los
organismos de inseguridad del Estado.
El capitán
Acosta Arévalo fue golpeado con saña criminal en la Dgcim, que es el SIFA de
estos tiempos. Y fue golpeado porque no confesó el crimen que le imputaba el
régimen. ¡Carajo!, ¿les costaba mucho a los gendarmes asesinos preguntarse
siquiera si el oficial no tenía nada que confesar, simplemente porque era
inocente? Nada les costaba pensarlo, pero no lo hicieron, porque están ahí para
lograr que los inocentes confiesen crímenes no cometidos, mediante diabólicos
métodos de tortura, como ha sido denunciado ante la Corte Penal Internacional,
desvergonzadamente inerme a pesar de tantas pruebas que les han sido
consignadas.
Ahora el
régimen pretende hacernos creer que con la detención del teniente Antonio
Ascanio y el sargento 2° Estiben José Zárate, ambos de la GNB, está resuelto el
caso, cuando todos sabemos que esta es una política de Estado que no sólo debe
cesar de inmediato, sino que debe ser investigada a fondo por los organismos
internacionales porque aquí no hay condiciones para que se sepa la
verdad.
La fiscalía
está tratando de llevar el caso hacia el delito común, no hacia un crimen
cometido mediante torturas, que es un delito de lesa humanidad. El fiscal del
caso, siguiendo instrucciones de Tarek William Saab, imputó a los dos militares
detenidos sólo por homicidio preterintencional con causal, que es un delito
menor, porque ese delito presume que no hubo la intención de causar la muerte.
De esta manera, el gobierno de Maduro pretende escurrir el bulto bajo la
premisa de que se trató de un caso aislado de abuso de autoridad y no de una
política gubernamental, donde debe aplicarse el Protocolo de Minnesota de la
ONU, puesto que el militar asesinado estaba detenido bajo responsabilidad del
Estado. En Venezuela, como es público, notorio y comunicacional, los gendarmes
del régimen detienen a los ciudadanos, incluidos los diputados, a deshoras,
amparados en las sombras de la noche, sin orden judicial, y luego los meten en
mazmorras típicas de la Edad Media. Un ejemplo de este aserto es el caso del
diputado Juan Requesens, preso desde hace casi un año, imputado este lunes por
homicidio intencional calificado con alevosía en grado de frustración. La
justicia movida a conveniencia es una aberración. Sin duda.
Por eso, a
uno se le ocurre que en el caso de Acosta Arévalo los hermanos Rodriguez están
haciendo lo mismo que en 1976 los funcionarios de la Disip le hicieron a su padre,
en lugar de castigar ejemplarmente el crimen, porque ellos, de niños, lo
vivieron en carne propia.
Y a
propósito, ¿dónde están los dirigentes de izquierda, entre ellos el propio
fiscal Tarek William, que antes criticaban la tortura, que alardeaban de su
lucha en defensa de los derechos humanos? ¿Por qué callan? ¿Por qué no hacen lo
correcto antes de que el peso implacable de la Historia les cobre el silencio
escandaloso con que observan los acontecimientos que se suscitan
vertiginosamente a su alrededor?
¡Qué vaina!,
¿no?
*Periodista,
exgobernador del estado Anzoátegui.