Enrique Krauze / Tomado de Letras Libres*
La crisis que vive Venezuela no tiene culpables
externos. El chavismo despilfarró su riqueza en una fiesta que creía
interminable.
Por cien días que apenas conmovieron al mundo, los
venezolanos desplegaron la mayor manifestación democrática del siglo XXI.
Entre abril y julio de 2017, centenares de miles de personas recorrieron las
ciudades del país para protestar contra el autogolpe de Estado del Tribunal
Superior de Justicia (brazo ejecutor del presidente Nicolás Maduro), que
desconoció a la Asamblea Nacional electa el 6 de diciembre de 2015, único poder
independiente, de mayoría opositora, que queda en Venezuela. A pesar de la
represión de la Guardia Nacional Bolivariana (muy difundida en redes sociales,
y en la que hubo ciento veinte muertos, cientos de heridos, presos y casos
documentados de tortura), los manifestantes culminaron su protesta con un
plebiscito en el que más de 7,5 millones de personas (el 40% del total de
electores, el 25% de la población) pidieron la renovación constitucional de los
poderes públicos y rechazaron la convocatoria del Consejo Nacional Electoral
(otro órgano obediente a Maduro) para votar una Asamblea Nacional Constituyente
paralela, al gusto del Ejecutivo.
Su esfuerzo fue en vano. Tras una votación a todas luces
fraudulenta,1 la
Asamblea espuria se estableció. Con todos los poderes en sus manos, en el marco
de las más severas limitaciones a la libertad de expresión, con una oposición
dividida y desmoralizada (que ha anunciado que no participará en las próximas
elecciones presidenciales porque considera que carecen de condiciones
democráticas), Maduro está cerca de realizar el sueño del hombre que llamó su
mesías, Hugo Chávez: eternizar la “Revolución bolivariana”.
En los barrios pobres de Caracas, las redes sociales
recogieron otro drama: mujeres que pelean por una barra de mantequilla; madres
sin leche que comprar, dando inútilmente las tetas a sus niños; gente buscando
comida en la basura; anaqueles vacíos de alimentos y medicinas; hospitales sin
camillas, insumos, medicamentos o condiciones mínimas de higiene; médicos del
Hospital Universitario de Maracaibo operando a una paciente con la luz de un
celular; madres que dan a luz fuera del sanatorio. Al concluir el ciclo de
protestas, se volvió peligroso subir imágenes a las redes. La Asamblea paralela
–cuyos miembros han incitado al odio por veinte años– aprobó una “ley contra el
odio” que sancionará con prisión de hasta veinte años a quien lo “fomente,
promueva o incite”.
Las imágenes de la penuria coinciden con las estadísticas. El
de Venezuela es “un colapso sin precedentes”, al menos en el mundo occidental,
escribe Ricardo Hausmann, antiguo ministro venezolano de Planificación y actual
director del Center for International Development en la Universidad de Harvard.
En su estudio reciente, “Background and recent economic trends”,2 Hausmann
demuestra que el descenso del pib y el pib per cápita entre
2013 y 2017 (el 35% y el 40%, respectivamente) es más agudo que en la depresión
estadounidense de 1929 a 1933, y aun en la rusa, la cubana o la albana
posteriores a la caída del Muro de Berlín. La dimensión de la crisis se aprecia
en los indicadores sociales. En mayo de 2017, el salario mínimo (cuyo valor ha
caído un 75% en cinco años) podía comprar solo el 11,6% de la canasta de bienes
básicos, cinco veces menos que en la vecina Colombia. Más grave aún, durante el
mismo periodo, ese salario mínimo (medido en unidades calóricas de los
alimentos más baratos que puede comprar) cayó un 86%.3 En
2016, de acuerdo con una encuesta de 6.500 hogares, el 74% de la población
perdió cerca de nueve kilos en promedio. Según el organismo venezolano de la
salud, la mortalidad de los pacientes atendidos en hospitales se multiplicó
diez veces en el país y la de los recién nacidos en hospitales creció un 100%.
Mientras enfermedades largamente erradicadas como la malaria y aun la difteria
han reaparecido, aumentan los males emergentes como chikunguña, zika y dengue.
Para colmo, Caracas es la ciudad más peligrosa del mundo.
Se trata de una crisis humanitaria de enormes proporciones,
documentada detalladamente en hogares y hospitales por instituciones civiles
venezolanas e internacionales.4 Según
Feliciano Reyna, activista de Codevida, una de esas organizaciones, la
información servirá en el futuro para procesar al gobierno de Maduro en el
Tribunal Internacional de La Haya. “Lo que está pasando es deliberado”,
sostiene Reyna, apuntando a la negativa del gobierno a establecer un canal
neutral para la entrada de alimentos y medicinas. A sabiendas de que el salario
mínimo mensual es apenas suficiente para comprar cinco kilos de carne y nada
más, en sus apariciones públicas (y a veces bailando salsa) Maduro ha sugerido
la cría de conejos como remedio. Pero su solución para paliar el hambre es aún
más ingeniosa, porque liga la alimentación con la política.
Cerca del 70% de la población depende de las bolsas de
alimentos importados llamadas clap, siglas del Comité Local de
Abastecimiento y Producción encargado de distribuirlas conforme a un sistema de
tarjetas.5 En
las elecciones para la Asamblea paralela, el gobierno discurrió una renovación
de las tarjetas que coincidía en tiempo y espacio con los sitios de la
votación, logrando el efecto deseado de intimidar al votante que sentía que
podía perder su tarjeta si no votaba por los candidatos oficiales.
La paradoja es que esto le ocurre a la nación con las mayores
reservas petroleras del mundo. Pero es justo ahí, en el petróleo, donde se
localiza el epicentro del terremoto infligido por el régimen a pdvsa, la
empresa petrolera del Estado venezolano que concentra el 96% de las
exportaciones del país. El colapso y la caída del sector petrolero
venezolano ofrece un detallado diagnóstico del caso.6 Sus
autores, Ramón Espinasa y Carlos Sucre, especialistas afiliados a la
Universidad de Georgetown, parten de 1998, cuando tras un largo proceso de
profesionalización administrativa y técnica, actuando con autonomía gerencial y
remitiendo por ley sus utilidades al Banco Central, pdvsa producía
3,4 millones de barriles diarios (mmbd) con una planta de cuarenta mil
trabajadores y empleados. Las proyecciones para la primera década del
siglo xxi eran de 4,4 mmbd, pero, al llegar al poder, Hugo Chávez
tenía otros planes.
Desde el principio, Chávez intervino en la empresa designando
personal por motivos políticos, no técnicos, y comenzó a suministrar petróleo
subsidiado a países del Caribe políticamente afines con el régimen. En diciembre
de 2002, el personal de PDVSA inició una huelga que derivó en la
pérdida de autonomía de gestión, el desmantelamiento de los sistemas de control
financiero y el despido de 17.500 empleados, dos terceras partes de ellos
técnicos y profesionales. En los años siguientes PDVSA desvirtuó aún
más su sentido, convirtiéndose en un superministerio que distribuía alimentos,
construía viviendas, administraba las empresas nacionalizadas y expropiadas
(incluidas las vinculadas al petróleo) que después de 2007 abarcarían el grueso
de la infraestructura productiva: siderúrgicas, cementeras, bancos,
telefónicas, supermercados, fabricantes de alimentos, semillas, fertilizantes,
almacenes. En total, el régimen nacionalizó 1.400 empresas.
Durante el periodo de Chávez (1999-2013) la producción
de pdvsa cayó de 3,7 a 2,7 mmbd con una planta de 120.000
personas, el triple de 1998. Pero en la etapa de Maduro, con la misma planta,
la producción anda ya muy por debajo de los dos millones de barriles diarios y
disminuye mes a mes.7 Esta
caída cercana al 40% permaneció parcialmente oculta por el llamado “superciclo”
de los precios entre 2002 y 2014 (en julio de 2008 el barril llegó a los 147
dólares), pero también estos fueron desaprovechados por el régimen. En 2008, el
ministro de Economía Alí Rodríguez Araque sostenía que el barril llegaría a los
250 dólares. Esta fe en el alto precio del petróleo era una apuesta desorbitada
que el régimen perdió. Los efectos del colapso habrían sido menores si el
gobierno hubiera invertido de manera productiva y ahorrado al menos una parte
de sus ingresos, como dictaban las reglas originales de pdvsa. (Según
estudios, ese ahorro pudo ser de 223.000 millones de dólares.8)
No solo no lo hizo, sino que sextuplicó su deuda externa, lo que convirtió al
país en el más endeudado del mundo en proporción al pib: 172.000 millones
de dólares que representan el 152% del pib.
Además de esa deuda, ¿cuánto dinero ingresó en realidad a
Venezuela por la venta de petróleo entre 1998 y 2017? Sin subsidios internos y
externos, el ingreso total habría sido de 1,01 billones. Si se toma en cuenta
que la gasolina prácticamente se regala en Venezuela (provocando un jugoso
negocio de contrabando) y si se restan las ventas subsidiadas a Cuba y los
países del Caribe más las que amortizan la deuda con China, el ingreso neto del
periodo fue de 635.000 millones de dólares.9 ¿Dónde
quedaron todos esos ingresos (suma del ingreso neto y la deuda) que en conjunto
rondan los 800.000 millones? La pregunta torturará a generaciones de venezolanos.
Un exministro de Chávez, Jorge Giordani, ha proporcionado
parte de la respuesta: estima que 300.000 millones de dólares simplemente
fueron robados. Otra parte se despilfarró en proyectos faraónicos e
inconclusos, opacas entidades públicas, expropiaciones costosas e
improductivas, importaciones masivas que compensaban la falta de producción
interna o meramente suntuarias (500.000 autos solo en 2006), crecimiento
desbordado del empleo público, subsidios de toda clase, etcétera. Entre 1998 y
2013 –dato clave– el consumo creció un 60% pero la producción solo aumentó un
14%. La conclusión es clara: el verdadero drama de Venezuela no proviene de la
caída del precio del petróleo sino del derrumbe histórico de la producción
de PDVSA, cuyo patrón de deterioro y desmantelamiento se transfirió
intacto a las empresas nacionalizadas y expropiadas. Un ejemplo entre cientos:
en 2007 Venezuela exportaba el 85% del cemento que producía; hoy lo importa.
Algo similar ocurre en otros ramos: acero, teléfonos, supermercados, granjas de
toda índole, productoras de semillas, fertilizantes, ganadería, pesca,
transporte, construcción.
En una decisión al mismo tiempo asesina y suicida, en lugar
de revertir el estatismo de la Revolución bolivariana para compensar la caída
de ingresos petroleros, Maduro optó por imprimir billetes (la inflación
acumulada en 2017 fue de un 2.616%) y seguir atendiendo la deuda (cuyo monto
con respecto a las exportaciones es también el más alto del mundo, además del
más caro), estrangulando las importaciones per cápita de bienes y servicios,
que entre 2013 y 2017 cayeron un 75,6% (otro desplome sin precedentes a nivel
mundial desde 1960). El peso mayor de esta contracción ha recaído sobre los
sectores manufactureros, de construcción, comercio y transporte, pero el ahogo
al sector privado es generalizado y ha provocado la desinversión y el éxodo
masivo: entre 1996 y 2016 el número de empresas privadas descendió de 12.000 a
4.000.
En la versión oficial, la crisis se debe a una “guerra
económica” incitada por el imperio yanqui. Pero Estados Unidos ha sido siempre
el principal comprador de petróleo venezolano y prácticamente el único que
ahora paga en divisas: 477.000 millones de dólares de 1998 a la fecha. No hay
culpables externos del fracaso. El único responsable ha sido el régimen
chavista, que en la era de Chávez recibió una lluvia de recursos (inédita en la
historia latinoamericana y solo comparable con los productores del Medio
Oriente)10 y
los despilfarró en una fiesta interminable. Maduro no es el desdichado heredero
de Chávez. Su gobierno es la conclusión natural del chavismo, la cruda después
de la fiesta. En palabras de Feliciano Reyna, el régimen no es más que “un
proyecto militarista, exorbitantemente corrupto, cuyo objetivo es el control
político de la población venezolana a la que se está infligiendo un inmenso
daño”.
Nada de esto estaba en el horizonte a fines de 2007 cuando
comencé a visitar con frecuencia Venezuela. Caracas era la nueva meca de la
izquierda europea, latinoamericana y estadounidense que a lo largo del
siglo xx había puesto sus esperanzas utópicas en la URSS, China,
Cuba, Yugoslavia, Nicaragua y ahora ponía su fe en la Revolución bolivariana.
Medios de prestigio11 publicaban
reportajes favorables a Chávez. Algunos mencionaban el riesgo del culto a la
personalidad, pero sucumbían a él. En sus apariciones públicas –escribió Alma Guillermo
Prieto, de modo sucinto– Chávez “es indudablemente fascinante y por momentos
entrañable”. A pesar de las limitaciones crecientes a la libertad de expresión
y la reciente expropiación de Radio Caracas Televisión (la antigua estación
independiente), autores reconocidos como Tariq Ali y Noam Chomsky declaraban
que Venezuela era el país más democrático de América Latina –aunque Chomsky sí
condenó posteriormente el régimen y el caudillismo–. Siendo ellos mismos
indulgentes con Cuba, no objetaban la deriva de Venezuela hacia el modelo
cubano. Celebraban, con razón, el descenso en los niveles de pobreza que el
régimen había logrado con su política redistributiva, pero no veían el daño que
el gobierno causaba a pdvsa y a toda la planta productiva que Chávez
estaba en vías de destruir, sentando desde entonces las bases del inmenso
menoscabo que hoy padece la población, en particular la más pobre. Esta buena
prensa internacional desdeñó las voces críticas (maestros y estudiantes de
universidades públicas, antiguos guerrilleros, periodistas, empresarios,
líderes religiosos y sindicales, académicos, militares retirados) que advertían
lo que vendría. Una de esas voces era la de Ramón Espinasa, que a mediados de
2008 me advirtió: “el derrumbe viene aun si el precio no baja de manera
sustancial, porque la inercia de gastar más y más es indetenible. La situación
actual es esa: los precios caerán hasta cierto nivel, el gobierno no podrá
parar el gasto y la producción no se recuperará: su caída es inexorable. De
modo que es cuestión de tiempo: la tormenta perfecta viene”. Pero todavía
quedaban cuatro años de bonanza, y Chávez los usaría para gastar más que nunca,
llevando los déficits públicos a un 10%. Luego del colapso de los precios y con
Maduro en la presidencia, entre 2013 y 2015 los déficits llegaron al 20%.12
Chávez era el alma de la fiesta. Basado en su inmensa
popularidad, convocó un referéndum que se llevaría a cabo el 2 de diciembre de
2007, en el que proponía decenas de modificaciones constitucionales para
consolidar el Estado socialista venezolano: reelegirse de forma indefinida,
acotar la propiedad privada, introducir una “nueva geometría política”
(un gerrymandering, en el término estadounidense), consolidar a su
alrededor un ejército paralelo, suprimir la autonomía del Banco Central,
manejar desde la presidencia (de modo directo y discrecional) las reservas
internacionales, establecer un “poder popular” basado en comunas.
Era sí o no a todo, pero para su sorpresa los votantes
dijeron no. “Disfruten su victoria de mierda”, dijo, prometiendo sacar
adelante su proyecto por la vía de decretos. Punto por punto, a lo largo de
nueve años, su gobierno y el de su sucesor han cumplido esa promesa.
Se trataba de crear un país federado con Cuba. Desde su
juventud Chávez había vivido intoxicado por la versión heroica de la historia
(su clásico era El papel del individuo en la historia, de Plejánov)
aplicada a Venezuela, y a sí mismo. Se sentía el heredero histórico de Bolívar.
Pero su meca era Cuba y su “padre espiritual”, Castro. Tras un viaje a la isla,
antes de ser electo presidente, declaró su admiración: “Fidel es como el todo.”
En una conferencia de 1999 en la Universidad de La Habana, Chávez profetizó:
“Venezuela va [...] hacia el mismo mar hacia dónde va el pueblo cubano, mar de
felicidad, de verdadera justicia social, de paz.” Al enfermar Castro en 2006,
contra la opinión de sus asesores más experimentados, Chávez aceleró su
proyecto revolucionario.
Para Cuba, que desde 1959 había codiciado el acceso
preferencial al petróleo venezolano, la sociedad con Chávez resultó de un
beneficio económico inobjetable. En su mejor momento, en 2013, Venezuela tenía
el 44% del intercambio comercial de bienes de Cuba, financiaba el 45% del
déficit de dicho comercio, compraba alrededor de siete mil millones de dólares
en servicios profesionales cubanos (lo cual encubría un fuerte subsidio), suministraba
el 65% de las necesidades de petróleo de la isla, así como crudo para refinar
en la planta de Cienfuegos construida con inversiones de Caracas; en su
totalidad, la relación económica con Venezuela representaba alrededor del 15%
del pib de Cuba.13 Aconsejado
por Castro, en una especie de transferencia de la estructura educativa y de
salud cubana, en 2003 Chávez instituyó las “misiones” educativas y de salud,
confiándolas a cuarenta mil cubanos que atendían directamente a la población
pobre. Los críticos señalaban el abandono de la estructura hospitalaria
(centenares de hospitales y miles de puestos de atención ambulantes), el
reparto demagógico de títulos, la competencia desleal a los productores y,
desde luego, el carácter político de la operación porque, con las misiones,
Chávez cobraba su munificencia con sometimiento. Ahora las misiones son un
membrete, pero permanece intacto el aparato de inteligencia cubano.
Para convertirse en el líder del socialismo del
siglo xxi, para heredar a Castro y ser él mismo “como un todo”, Chávez
necesitaba permanecer en el poder hasta 2030, en el doscientos aniversario de
la muerte de Bolívar. Pero se trataba de una apuesta más, y la perdió. Afectado
de cáncer, tras largos y misteriosos tratamientos en La Habana, Chávez murió en
Caracas el 5 de marzo de 2013, poco antes del derrumbe de los precios
petroleros que arrastraría también el proyecto confiado al hombre elegido por
él para heredarlo, Nicolás Maduro.
Patria o muerte, la novela de Alberto Barrera Tyszka,14 es
el perfecto testimonio del gozne entre el chavismo y el madurismo. Transcurre
mientras el comandante agoniza. Su título proviene del saludo obligatorio
instituido por Chávez a las fuerzas armadas en 2007: “Patria, socialismo o
muerte”. Por quince años –rasgo esencial del populismo– nadie en Venezuela
hablaba más que de Chávez: su última ocurrencia, declaración o medida. Su
enfermedad alimentó aún más esa omnipresencia. Desde la incertidumbre de
aquellos meses, los atribulados personajes de la novela apenas tienen vida
interior. Uno de ellos, el oncólogo retirado Miguel Sanabria, “creía que la
política los había intoxicado y que todos, de alguna manera, estaban
contaminados, condenados a la intensidad de tomar partido, de vivir en la
urgencia de estar a favor o en contra de un gobierno”. En cambio, para su hermano
Antonio, “la Revolución era una droga dura, una suerte de estimulante
ideológico, una manera de regresar a la juventud”.
Autor de una excelente biografía de Chávez y experimentado
guionista, Barrera ha escrito su novela con el suspenso y ritmo de una serie
televisiva. Miguel recibe de su sobrino Vladimir (hijo de Antonio, que ha
acompañado a Chávez en La Habana) una caja con un teléfono que debe resguardar
sin ver los videos que contiene. Pero más que el terror de ser descubierto por
los cubanos, la tortura para Miguel es el diálogo de sordos con Antonio. El
contrapunto entre los hermanos representa la polarización de Venezuela,
producto del odio ideológico (y casi teológico) sembrado a toda hora por Chávez
y sus voceros en los medios e internet. Miguel pone frente a Antonio un cúmulo
de datos objetivos: los alimentos que se pudren en los puertos, las ligas de
los políticos con el narco, la resurrección del viejo militarismo. Nada lo
convence. Los males son herencia del capitalismo, obra de los gringos y la
oligarquía. La conciliación es imposible porque para Antonio la Revolución es
impermeable a la crítica, una fe cuyas promesas siempre podrán cumplirse en un
futuro prorrogable. Descreer de esa fe era ser un “escuálido”, epíteto acuñado
por Chávez para descalificar a sus críticos. Miguel era un “escuálido”.
Cuba es el Big Brother del libro: “en un acto de sorprendente
sumisión –dice el narrador– el gobierno había cedido a funcionarios cubanos el
manejo del sistema nacional de identificación, así como la administración y el
control de los registros mercantiles y de las notarías públicas. Se decía [...]
que en casi todos los ministerios, incluyendo la Fuerza Armada, se contaba
también con la presencia de asesores cubanos”. Así lo comprobaría otro
personaje, Fredy Lecuna, un periodista que toma riesgos inverosímiles para
escribir una novela sobre la agonía de Chávez, solo para terminar escribiendo
el libro que los espías cubanos (que lo han seguido de principio a fin) le
ordenan y pagan.
Las mejores páginas exploran los sentimientos colectivos de
gratitud hacia Chávez. Una mujer humilde le explica a Madeleine, una periodista
estadounidense experta en Max Weber, que ha ido a Venezuela a estudiar in
situ el carisma:
Chávez me cambió la vida [...] pero de acá, de la cabeza. Me
cambió la forma de pensar, de mirar, de mirarme a mí misma. ¿Que qué me ha
dado? Tú dices, ¿en concreto? Cómo te digo. Es que nosotros no teníamos nada,
no éramos nadie; o mejor dicho: nosotros sentíamos que no éramos nadie, que no
teníamos valor, que no importábamos. Y eso fue lo que cambió Chávez. Eso fue lo
que nos dio.
El comandante era uno de ellos, hablaba con ellos y por
ellos. “Chávez me enseñó a ser yo y a no tener vergüenza.”
Pero el vínculo tenía también una evidente intención política:
apelaba a la religiosidad natural de un pueblo proclive a la fe, la magia y la
santería, para manipularlo. Chávez había llevado a extremos escatológicos su
identificación con Bolívar al grado de abrir su sarcófago, descubrir sus huesos,
ordenar un retrato a partir del ADN, y revelar a un Bolívar no criollo
sino mulato, como Chávez. Pero, en su agonía, la identificación con el prócer
histórico era insuficiente. Había que apuntar más alto.
Madeleine lograría ver a Chávez de lejos, en la última visita
del líder a Sabaneta, su pueblo natal. Ahí comprobaría que el carisma es
inseparable de lo que Barrera llama “los carismados”, que escuchan
arrobados a un Chávez moribundo en quien ven al redentor reencarnado: “Dame
vida, Cristo, dame tu corona, dame tu cruz, dame tus espinas, yo sangro pero
dame vida, no me lleves todavía porque tengo muchas cosas por hacer.”
Finalmente, el oncólogo Sanabria se atreve a ver las imágenes
del celular que resguarda. Son imágenes de Chávez llorando, pidiendo que no lo
dejen morir. ¿Por qué la secrecía?, le pregunta Madeleine. “Porque los dioses
no tienen cuerpo. Los dioses no gritan de dolor, no sangran por el culo, no
lloran. Los dioses no suplican que los salven. Los dioses nunca agonizan.”
El encargado de que el dios no muriera nunca ha sido Nicolás
Maduro. “Sacerdote del chavismo”, lo llama el periodista venezolano Roger
Santodomingo, autor de una breve biografía –más bien un reportaje– publicada en
2013 a partir de un par de entrevistas realizadas años antes.15 Nacido
en 1962, Maduro recordaba a detalle las escenas de “brutalidad policiaca” que
presenció de niño. De joven –además de roquero y beisbolista– mantuvo vínculos
con organizaciones de izquierda gracias a las cuales en 1986 pasó meses en Cuba
estudiando marxismo-leninismo. Por algún tiempo fue chofer de Metrobús. Aunque
en 1993 visitó a Chávez en la prisión, no pertenecía al círculo cercano y pasó
casi inadvertido como diputado de la Asamblea. Su vertiginoso ascenso ocurrió a
partir de 2006, cuando Chávez lo nombró ministro de Relaciones Exteriores.
Rodeado de figuras mayores de las que procuraba liberarse o de militares
coetáneos de los que desconfiaba, Chávez necesitaba acercarse a los jóvenes y
terminó por reconocer en Maduro a su devoto incondicional. En su gestión
diplomática –desplegada en los años de bonanza petrolera– consolidó las
alianzas del régimen con los países sudamericanos afines, Nicaragua, Bolivia,
Ecuador, Argentina. Pero fue la intimidad con Chávez durante su enfermedad lo
que impulsó su carrera hasta la presidencia.
Maduro tuvo un mesías anterior a Chávez. Era Sai Baba, hasta
cuyo ashram Prashanti Nilayam o “Morada de Paz” en la India
peregrinó con su esposa Cilia Flores, lo que implicaba “una travesía aérea de
veinte horas de ida y veinte de vuelta”. Su apego a Sai Baba –que fue gran
amigo, admirador y beneficiario del dictador ugandés Idi Amin– explica su uso
frecuente de una túnica color naranja, su saludo a la usanza india con las
manos juntas frente al rostro y la supersticiosa convicción de una fuerza
superior que lo protege. Sin renunciar a esa devoción, Maduro la transfirió a
Chávez. Siendo ya vicepresidente y ministro de Relaciones Exteriores, se volvió
su vocero, su apóstol. Y, tras su muerte, se erigió en el san Pedro de la
iglesia chavista. Con tal manto de santidad, se entiende por qué las
revelaciones de la BBC sobre la pedofilia y corrupción de Sai Baba no
lo inquietaron, como tampoco la brutalidad policiaca multiplicada de su régimen
contra los jóvenes.
“Yo soy Chávez”, dijo Maduro, poco antes de la muerte del
comandante. Pero, aunque hablara como Chávez, no era Chávez. El régimen ha
perdido cualquier aura religiosa. Es una dictadura que ha declarado una guerra
de desgaste y empobrecimiento contra su propio pueblo, forzando su sumisión o
su exilio (cerca de dos millones de venezolanos han emigrado en veinte años),
en espera de ganar una nueva apuesta: el alza del precio del petróleo. En las
elecciones de 2018, que adelantó para abril, el régimen prohibió la
participación de los principales líderes de la oposición. Es la historia de un
fraude anunciado.
A lo largo de la historia venezolana, llena de guerras
civiles y tiranías, los militares han intervenido para introducir cambios
radicales. Ocurrió en 1945, cuando entregaron el poder a los civiles y abrieron
paso a un breve ensayo de democracia (1945-1948) que prefiguró la etapa de un
bipartidismo (1959-1999), que a la distancia tuvo más aciertos que errores,
pero cuyo orden se derrumbó para dar paso a la República bolivariana que hoy
está en quiebra.
Ahora, incluso esa salida es improbable. “Los militares –me
explica Miguel Henrique Otero, director de El Nacional, antiguo
periódico que sobrevive con precariedad– están divididos en diversos grupos,
unos manejan las empresas públicas, otros tienen vínculos con el narco, otros
están en cargos públicos. En 2002 había setenta generales en Venezuela, ahora
son mil doscientos, más que en la OTAN. La tropa gana poco, y en ella
cunde la violencia y la deserción. En el ejército no parece haber ya incentivos
morales o, si los hay en los mandos medios, quienes los abrigan viven
atemorizados por el espionaje cubano. Venezuela se ha vuelto un protectorado de
Cuba.” Recientemente, hay que agregar, un militar de la Guardia Nacional
Bolivariana, represor de los manifestantes en las protestas del 2017, fue
nombrado director de pdvsa.
Aunque el régimen parece tener todo bajo control, el costo
humano y material de su propio fracaso puede sepultarlo. “Si la economía se
queda como está nos morimos”, afirma Hausmann. No exagera: si la producción
petrolera no se recupera, aun con un eventual ascenso de los precios, Venezuela
está condenada a la hiperinflación, de la cual ninguna nación (o solo Zimbabue)
ha salido viva. Y aunque el libreto cubano (control mediante la escasez) se
siga aplicando al pie de la letra, en condiciones extremas de hambre y
enfermedad no puede descartarse un estallido social de enormes proporciones.
¿Hay una salida posible? Venezuela podría recuperarse con un
cambio de régimen económico que, permitiendo de inmediato la ayuda humanitaria
mundial para alimentos y medicinas, negociase una quita sustancial al monto de
la deuda, una amplia moratoria al pago de la misma, y con los recursos
resultantes comenzara a abrir la compuerta de las importaciones para revivir la
producción interna. Y, para ser creíble, este cambio económico tendría que acompañarse
con un cambio de régimen político que garantice elecciones soberanas, libere a
todos los presos políticos y reconozca a la Asamblea Nacional como la única
legítima.
Maduro se negará a esta vía (su único propósito es permanecer
en el poder a toda costa), pero el abismo en que ha caído Venezuela es tan
grande que con certeza contaría con una solidaridad casi universal. Por
desgracia, Estados Unidos, que podría propiciar ese desenlace, pasa ahora por
una alucinación colectiva entre carismático y carismados no
muy distinta a la del chavismo. A pesar de la solidaridad de los principales
países latinoamericanos y europeos, Venezuela está tan sola como la mujer que
languidece en uno de los dantescos hospitales de Venezuela: “Un país tan rico,
teníamos todo y lo destruyeron. Y lo que falta.”
*Una versión de este texto apareció
originalmente en la New York Review of Books.
1 El software de
Smartmatic, la compañía que proveyó el soporte para la elección, dio este
dictamen.
2 “Background
and recent economic trends”, el reporte de julio del Harvard’s Center for
International Development.
3 El
salario mínimo mensual en diciembre fue de casi dos dólares.
4 Entre
ellas la Organización Mundial de la Salud, el alto comisionado estadounidense
de Derechos Humanos, Cáritas Venezuela, Médicos por la Salud y el Observatorio
Venezolano de la Salud.
5 Un
paquete típico de clap contiene pequeñas porciones de pasta, arroz,
leche en polvo y atún enlatado.
6 Concluido
en agosto de 2017, este ensayo permanece por el momento inédito.
7 Estrictamente,
la producción de petróleo por parte de pdvsa es actualmente de solo
800 mil barriles diarios (mbd). El resto viene de empresas externas con
quienes pdvsa mantiene acuerdos. Véase Francisco Monaldi, Venezuela’s
oil: Massive resources, dismal performance, Center for Energy Studies, Rice
University’s Baker Institute, mayo de 2017.
8 Francisco
Toro, “Venezuelan collapse has nothing to do with falling oil prices”:
http://on.ft.com/2D0kynC
9 Espinasa
y Sucre, p. 79.
10 Francisco
Monaldi, op. cit.
11 La bbc, The
Guardian, The New Yorker, entre otros.
12 Monaldi, op.
cit.
13 Carmelo
Mesa-Lago, “Cuba vivirá una grave crisis si termina la ayuda venezolana”, El
País, 9 de diciembre de 2015.
14 Alberto
Barrera Tyszka, Patria o muerte, Barcelona, Tusquets, 2016.
15 Roger
Santodomingo: De verde a Maduro. El sucesor de Hugo Chávez, Bogotá,
Debate, 2013.