Por Elías Pino Iturrieta | Blog
de Elías Pino Iturrieta
Estamos en 17 de agosto de 1898. Desde París, Georges Clemenceau escribe al
conde de Aunay: “Habría un medio de asombrar al universo, haciendo algo
totalmente nuevo: la República, por ejemplo”. La afirmación, que debe
sorprender por la fecha de su escritura y por el lugar desde el cual se remite,
orienta hacia la historicidad y hacia la trascendencia del fenómeno aludido.
No
se trata de algo que está esperando su debut para sorpresa del mundo, pero que
ha encontrado trabas para su establecimiento. De allí la posibilidad de
plantearlo como una alternativa del futuro, como una necesidad de finales del
siglo XIX, es decir, como si se estuviera ante un asunto inédito.
Las palabras contrastan con otras
muy remotas de Tito Livio. En Los orígenes de Roma,
especie de historia oficial de los logros de la república en la antigüedad,
llega a decir que “el tema es viejo y trillado”. Quiere advertir, en
consecuencia, que ya no vale la pena su tratamiento, o que puede conducir al
tedio. Livio no podía saber que el contenido predilecto de sus páginas tendría
largo camino, hasta el punto de hacer que un estadista francés que reflexionaba
en las proximidades del siglo XX lo sintiera todavía como una probabilidad,
como un hecho susceptible de muchos esfuerzos y de océanos de tinta.
¿Sentimos cosas semejantes en la Venezuela de nuestros días, sobre un
asunto tan caro a los hombres desde los tiempos antiguos? No ha formado parte
de las polémicas habituales, ni siquiera en algún debate aislado que pudo tener
resonancia, me parece. Alguna vez se planteó con intensidad en la Academia
Nacional de la Historia, pero no circuló más allá de sus salones. Quizá apenas
los ensayos de Germán Carrera Damas hayan trajinado la parcela. El trabajo de
los partidos políticos, la voz de los líderes y la mayoría de las letras que
han circulado sobre los negocios públicos que ahora pasan por uno de sus
capítulos más dignos de análisis, o más llamados a provocar la angustia
colectiva, no han ponderado el suceso. Una memoria somera de las prioridades del
discurso predominante permite observar cómo ha privilegiado el punto primordial
de la pérdida de la democracia, sin sentir que tal pérdida depende de un
menoscabo anterior en cuyo centro se encuentra la desaparición del
republicanismo.
Ni siquiera el hecho de que la república se sometiera a un nuevo bautismo
que la convirtió en “Bolivariana”, es decir, en breviario de una interpretación
tendenciosa de lo que había sido a través del tiempo, condujo a la alarma. Tal
vez se haya sentido que el asunto carecía de relevancia porque no se
interrumpía la historia en términos formales debido a la imposición de una
monarquía, o de hábitos de mando y obediencia semejantes a los coloniales. O
porque se mantenían en el papel las pautas de administración asomadas a partir
de 1811 y reiteradas en las normas liberales de 1830, acopladas a lo que
plantearon los padres fundadores durante las guerras de Independencia o a
partir de la desintegración de Colombia. Chávez no se coronó, como tampoco lo
hicieron antes el viejo Páez, los hermanos Monagas, Guzmán Blanco, Juan Vicente
Gómez o Marcos Pérez Jiménez. No se rodearon de cortes principescas, ni
vistieron de púrpura, ausencia de trapos y símbolos a través de la cual se
sugería la permanencia del libreto fundacional de sociabilidad.
Pero, ¿por qué no se coronaron? Debido a la existencia previa de una lucha
por el establecimiento de los valores republicanos, llevada a cabo en épocas
cronológicamente diferenciadas que condujeron a una condena del personalismo y
de la arbitrariedad en atención a las solicitudes de cada tiempo histórico.
Como se colige de un conjunto de esfuerzos y de pensamientos que parte de los
discursos de Livio y continúa explorando senderos en los desafíos de
Clemenceau, se trata de un esfuerzo extendido por el mundo occidental que no ha
llegado a desembocaduras generales y estables, de un reto susceptible de los
añadidos y los retoques que cada época y cada contorno solicitan.
Por lo que concierne a Venezuela, se origina en las propuestas de la
Independencia, concretadas en la Constitución de 1811 y en numerosos textos de
entonces que buscan un arraigo más profundo a partir de 1830 para llegar a la
actualidad dando tumbos en la dirección correcta, esto es, buscando
concordancia con los principios propuestos y jurados a partir de la victoria
contra el absolutismo español.
Para describir el asunto de manera
sencilla, el filósofo y politólogo Andrés Rosler nos alivia el rompecabezas a
través de su test para detectar republicanos. Escribe en Razones públicas, un libro de 1968: “En efecto, de te fabula narratur, si usted está en
contra de la dominación, no tolera la corrupción, desconfía de la unanimidad y
de la apatía cívicas, piensa que la ley está por encima incluso de los líderes
más encumbrados, se preocupa por su patria mas no soporta el chauvinismo, y
cree, por consiguiente, que el cesarismo es el enemigo natural de la república,
entonces usted es republicano aunque usted no lo sepa”.
Rosler ofrece un compendio capaz de responder sobre conductas y talantes
establecidos y defraudados en una evolución del discurso político, divulgado
desde sus orígenes romanos y sometidos a una diversidad de expresiones que
llegan hasta la actualidad. Pero no refiere a individuos democráticos, sino a
ciudadanos, a sujetos virtuosos que congenian con unos valores desde los cuales
proyectan una manera específica de vivir en sociedad. Esa manera específica
puede incluir, por ejemplo, la cohabitación dentro de administraciones
monárquicas. Se supone, entonces, que para ser demócrata, o democrático, uno
antes ha de ser republicano, aún cuando permita que sus gobernantes lleven
corona.
Esa “narración que habla de ti” y en la cual se sostiene el test de Kosler
no solo conduce al entendimiento de todo lo que se ha escrito sobre la
república, sino también a los esfuerzos de diferentes sociedades para lograrla,
de diferentes patrias, si no queremos alejarnos de las palabras del autor. En
el fondo se trata de establecer la libertad en el seno de espacios disímiles,
después de pregonar la altura de sus metas y la superioridad de sus ventajas.
El establecimiento de la libertad en un sistema capaz de resguardarla y de
ponerla en concordancia con las necesidades de generaciones sucesivas, produce
un conjunto de conductas individuales, de explicaciones, de descripciones, de
contradicciones y regulaciones que forman una tradición de naturaleza política
en cuyo seno se logra, después de compromisos y sacrificios cuya característica
no es necesariamente la permanencia, ni siquiera el largo plazo, que puedan
existir y desaparecer unas repúblicas tan peculiares como la de Florencia
durante el Renacimiento o como la francesa del siglo XVIII, unidas por el
objetivo esencial de evitar el predominio de potestades personales y
arbitrarias en la administración de la sociedad. O como la venezolana en
algunos tramos de los siglos XIX y XX, para que a la hora del aterrizaje no nos
quedemos fuera de la pista y podamos despegar de nuevo cuando el tiempo lo
permita.
Ahora conviene una cita de
Tocqueville, que produzca un vínculo del republicanismo venezolano con el autor
de quien hacemos memoria y a quien rendimos homenaje aquí. Según escribe
Tocqueville en su análisis sobre La democracia en América: “En
la constitución de todos los pueblos, sin que importe cual fuera la naturaleza
de la misma, se llega a un punto donde el legislador está obligado a depender
del buen sentido y de la virtud de los ciudadanos”. Sin la existencia de la
virtud de cada cual, había asomado mucho antes Livio, el destino de los códigos
republicanos y la república misma están condenados a la fragilidad y a la
desaparición. La república requiere de un destinatario devenido actor, de un
receptor y agente a quien se debe que ella exista y prevalezca.
Si tal premisa tiene sentido, el problema de la república en Venezuela
cuando se anuncia su nacimiento parece insoluble. Pensada para la primera
década del siglo XIX, se remite a un conglomerado sin relaciones con ella, a un
conjunto de individuos formados en la cultura colonial que desconocen, en
términos mayoritarios, ideas y hábitos distintos a los de un régimen
absolutista.
El plan de la república en ciernes debe provocar un tránsito, este sí
inédito de veras, del vasallaje a la ciudadanía, de la falta de la virtud
individual encarecida por los clásicos a su florecimiento como cosa corriente,
del sinsentido al “buen sentido”. Si ni siquiera los promotores del cambio
político son todos republicanos cabales, o pioneros convencidos de una novísima
forma de administrar los negocios públicos que conduzca al predominio de la
libertad, como planteaban los modelos que seguían –los Estados Unidos y
Francia, en especial– se puede augurar un ensayo precario que no será capaz de
divorciarse de la tradición contra la cual se ha levantado.
Pero lo hace, según se puede comprobar en el ensayo de cohabitación
establecido después de la desaparición de Colombia. El descalabro de la
sociedad estamental, la mengua física de la aristocracia que había iniciado la
contienda, la división y la debilidad del clero, la aparición de actores sin
presencia hasta la fecha, el comercio de libros y de gentes venidas del
extranjero, la multiplicación de la actividad periodística, las diferencias
establecidas entonces entre el militarismo y el civilismo, la obligación de
pensar en proyectos de fomento material para salir del atolladero que es la
herencia de la guerra, se conjugan para concluir en el testimonio de una manera
diversa de vivir en cuya cúpula se establecen los principios republicanos en
boga.
No se quedan en el aire esos principios. Comienzan a cobrar vida en las
formas de gobernar y en las costumbres de la gente, no solo para lograr cambios
fundamentales de cohabitación sino también para dejar un credo y un legado sin
el cual no se puede explicar la historia posterior. Ensayo sin redondez,
seguramente, pero evidencia de una variación de la sociedad a través de la cual
sabemos que los amagos antecedentes del republicanismo no pasaron en vano.
Son muchas causas, pues, grandes y pequeñas, las que conducen a esta
primera evidencia de republicanismo llamada a perdurar, pero dentro de ellas
conviene detenerse en la obra de un pensador mayor de la Independencia.
Desde 1811, la comunidad de
impresores de Filadelfia se ha interesado en la divulgación de libros
relacionados con la revolución hispanoamericana. Ha tratado de seleccionar a
los autores de mayor trascendencia, entre los cuales figuran fray Servando
Teresa de Mier, Manuel Lorenzo de Vidaurre, Vicente Rocafuerte y Manuel Torres.
En 1817, el impresor John Furtel agrega al repertorio El triunfo de la libertad sobre el despotismo, Réplica de los hebreos después del cautiverio de Babilonia y Homilía del Cardenal Chiaramonti, escritas por el
venezolano Juan Germán Roscio.
Como ha demostrado el colega
Rafael Rojas en Las repúblicas de aire, obra de
2009, Filadelfia es entonces un importante foco de ilustración que se convierte
en plataforma ideológica para los exiliados del sur del continente. Las páginas
que salen de sus talleres circulan después en Londres, Madrid, La Habana,
Veracruz y Buenos Aires, como parte de la lucha de ideas que se desarrolla
mientras ocurren las batallas campales. Roscio está ahora en la vanguardia de
la contienda, junto con las cabezas más lúcidas del republicanismo nuestro que
se abre paso.
Aparte de sus trabajos en la
redacción de la Constitución de 1811, de sus artículos en la Gaceta de Caracas y en el Correo del Orinoco, o de las funciones públicas que
ejerce, lo fundamental de la obra de Roscio radica en su empeño por la
formación de individuos capaces de participar en un designio republicano de
manera consciente. Para dar los primeros pasos en Venezuela sobre el cometido,
se hunde en un asunto que fuera quizá el más espinoso de la época: las
relaciones entre la religión imperante y los planes de modernidad en la parcela
política.
Escoge un tema envolvente, un
asunto panorámico del cual nadie podía escapar, si se considera la influencia
todavía apabullante de la cultura colonial. Hurga en una vivencia capaz de
tocar las fibras de todos los individuos formados en el vasallaje, para usar
una herramienta de análisis a través de la cual podía cada cual llegar a
conclusiones provenientes de su albedrío sin provocar desenlaces calamitosos, sin
descender a las candelas del infierno. En realidad no trabaja un tema que solo
concierne a los venezolanos, sino también a todos los vecinos del imperio
hispánico determinados desde antiguo por un mismo aprendizaje. De allí la
trascendencia de El triunfo de la libertad sobre el
despotismo. De allí se edición en Filadelfia.
Roscio hace una lectura diversa y desafiante de las Sagradas Escrituras,
con el objeto de demostrar que han sido manipuladas por las autoridades del
imperio, religiosas y seculares, tras un plan hegemónico e injusto. Los textos
bíblicos permanecen como autoridad, debido a que no reniega de sus contenidos,
pero son sometidos a una crítica susceptible de llegar a conclusiones distintas
a las predominantes hasta la fecha. Es el insólito Lutero tropical que nadie
descubre entonces, el reformador de las explicaciones tradicionales que apenas
se asoma sin el ánimo de provocar perturbaciones de envergadura, aunque las
quiere provocar, no en balde parangona la autoridad de la Biblia con la autoridad
de lo que pueda pensar quien visite sus páginas como lo hizo el hábil maestro
desde su candil.
Como la intención del texto debió, antes de su publicación, formar parte de
los comentarios de los compañeros ilustrados, o de las polémicas provocadas por
la posibilidad de establecer la tolerancia de religiones en la nación naciente,
de una pugna inevitable y no pocas veces soterrada frente a los prejuicios;
como el autor debía ser ya la encarnación del ciudadano que debía convertirse
en pilar del nuevo sistema, su propuesta vuela a Filadelfia para permanecer en
la sensibilidad de quienes la convierten en realidad más tarde.
La obra de Roscio forma parte de una tradición subestimada, de un empeño
que apenas se valora en nuestros días, de una búsqueda de virtud y “buen
sentido” que no anima de veras la lucha contra la dictadura dominante. Pero, si
sentimos que pertenece a una historia que ya hicimos en términos de excelencia,
según la medida de los tiempos, que tiene conexiones con el propósito de las
obras mayores de la cultura occidental, que es “una narración que habla de ti”
y que, por lo tanto, merece continuidad, quizá podamos repetir pronto entre
todos una carta como la escrita por Clemenceau en 1898.