Eric Nepomuceno
Página 12
Entre fines de julio y principios de agosto Eduardo Cunha despachó emisarios para sondear la Fiscalía General de la Unión. Quería saber si había buena disposición para establecer un acuerdo de “delación premiada”, que le aseguraría penas blandas, en caso de una condena que parecía y parece inevitable, a cambio de informaciones.
Cunha lo
desmintió con vehemencia durante todo el proceso que culminó con su
expulsión de la Cámara de Diputados, la suspensión definitiva de su
mandato (y los correspondientes fueros privilegiados) y su
inhabilitación política por ocho años.
Ahora, los procesos a
que respondía en el Supremo Tribunal Federal pasan a primera instancia.
Uno de ellos ya fue enviado al provinciano juez de primera instancia
Sergio Moro, firme admirador no confesado de los tribunales de la Santa
Inquisición: más que buscar justicia a la hora de juzgar, tiene la
obsesión de condenar.
Fulminado por
sus pares, abandonado por sus huestes, Cunha vuelve al llano intentando
aparentar la calma de un lago nórdico en invierno. Sabe que perdió casi
todo su poder en la Cámara de Diputados. Sabe que es un cadáver
político. Sabe que se transformó en símbolo máximo de podredumbre en un
sistema político podrido. Sabe que es la imagen lapidada de un corrupto
vulgar, de un bandolero desarmado.
Pero también sabe que lo
que sabe puede ser letal para un número incalculable de políticos de
todos los calibres, a empezar por su veterano aliado y cómplice Michel
Temer. Eximio maestro del chantaje, Cunha deja claro que se sintió
abandonado por traidores voraces.
Quedan, en ese
enredo, al menos dos preguntas básicas. La primera: ¿qué hará ahora,
cuando tanto él como su esposa, Claudia Cruz, están bajo la amenaza
concreta de prisión?
No hay mucho espacio
para negociación con los fiscales ávidos de aplausos de una opinión
pública entorpecida por los mismos medios hegemónicos de comunicación
que hasta hace pocos meses ignoraban olímpicamente los desmandes
colosales del bandolero-mor de la República. Y menos para intentar
alguna complacencia de la Corte Suprema.
Precavido, desde
hace al menos dos meses trata de seducir a los fiscales y a la Policía
Federal con la perspectiva de delatar. El eventual beneplácito de la
Justicia dependerá de lo que Cunha esté dispuesto a ofrecer.
Una primera
muestra surgió ayer, cuando en una entrevista del diario conservador O
Estado de S. Paulo (uno de los adalides del golpe institucional que
destituyó a la presidenta electa Dilma Rousseff y colocó en su lugar a
un Michel Temer que sigue buscando desesperadamente una legitimidad cada
vez más inviable) Cunha lanzó algunos contundentes disparos de alerta.
El blanco ha sido uno de los hombres fuertes de Temer, Wellington
Moreira Franco, encargado del muy jugoso tema de las privatizaciones. La
reacción de Moreira Franco fue intentar desclasificar a su acusador.
Bueno, Cunha es, efectivamente, un desclasificado ético y moral. Pero en
ese terreno, Moreira Franco es un imponente competidor: su integridad
tiene la consistencia de un consomé aguado. Cunha salpicó, de paso, a
otro monumento de polución ética y moral, el mismo Michel Temer.
¿Amenaza velada? No: mejor considerarlo una especie de advertencia.
La otra pregunta básica:
¿cómo ha sido posible que semejante creatura, cuya trayectoria fue
sólidamente pavimentada de robos, coimas, chantajes, haya reunido tanto
poder, a punto de haber sido el gatillo disparador de un golpe
institucional victorioso?
La respuesta es dura,
pero no hay salida: eso ocurrió gracias al ambiente degradado de la
política brasileña, al silencio cómplice de los medios de comunicación, a
la bovina pasividad de las cortes superiores de Justicia, a la inercia
de un sistema judicial tan perezoso como contaminado. A la
despolitización de un electorado que se deja conducir como rebaño de
terneros distraídos. Y, duro pero innegable, a la admisión, por parte
del PT, de aliarse a un partido como el PMDB, plagado de traidores como
Cunha, Temer y todo el resto de la pandilla.
Por décadas Cunha supo
buscar financiación para campañas electorales ajenas, armando una red de
deudores que luego transformaba en cómplices de sus negocios sin
escrúpulo.
Con un Congreso
en que existen nada menos que 28 partidos políticos, impera en Brasil un
engendro llamado “presidencialismo de coalición”. O sea, ningún
presidente logra gobernar sin aliarse para intentar una mayoría
parlamentaria. Ese escenario propicio a todo tipo de chantaje y de
negociaciones espurias sirve de pasto generoso para el apetito
desorbitado de bandoleros como Eduardo Cunha. Y sirvió para que Dilma,
el PT y Lula fuesen traicionados de manera vil.
Cunha fue, quizá, el más hábil e inteligente de toda una enorme
pandilla que ahora se reúne alrededor de Michel Temer. Cuando sus
servicios dejaron de ser necesarios, fue defenestrado por sus pares con
la frialdad de los chacales.
Sabe que perdió
casi todo su poder, pero que mantiene algo de su otrora olímpica
influencia, en especial sobre partidos pequeños e inexpresivos que,
reunidos, suman una bancada de casi 20 por ciento de la Cámara de
Diputados.
Vengativo e implacable, advirtió que no caería solo: caería disparando. Bueno, ya cayó. Ahora vendrán los disparos.