Opinión
La Gran Colombia
Una maldición parece pesar sobre quienes forjan proyectos sobrehumanos. Cuando Juan Jacobo Rousseau crea la figura mítica del Legislador, el fundador de pueblos, dice que éste debe resignarse a morir sin ver la culminación de sus sueños. Sembrará en un siglo, para una cosecha que se recogerá en los venideros. ¿Cuáles serán los últimos sueños de Francisco de Miranda en las bóvedas de la fortaleza de La Carraca de Cádiz? Un año antes de la muerte del Precursor, un exiliado a quien consumen la miseria pecuniaria y la fisiológica garrapatea una carta en Jamaica. Lo persiguen con igual saña acreedores y asesinos: uno de éstos se confunde y en la hamaca de su víctima apuñala en lugar suyo a su amigo Amestoy. Y sin embargo Simón Bolívar redacta, imperturbable: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria”.
Parecen
fanfarronadas de exiliado. En 1814 Bolívar había arengado a las huestes de
Urdaneta en Pamplona con una frase que se convierte en programa: “Para
nosotros, la patria es América”.
Poco más tarde el desterrado deja Jamaica, intenta varias veces la
invasión desde las Antillas, trajina Tierra Firme, domina Guayana y sigue fanáticamente
fiel a su plan estratégico: la Independencia americana sólo triunfará cuando
sea asumida como proyecto continental. Al establecer por fin un Cuartel General
en Angostura, el 12 de junio de 1818 escribe a las lejanas fuerzas patriotas de
Argentina: “¡Habitantes del Río de la Plata! La República de Venezuela, aunque
cubierta de luto, os ofrece su hermandad; y cuando cubierta de laureles haya
extinguido los últimos tiranos que profanan su suelo, entonces os convidará a
una sola sociedad, para que nuestra divisa sea Unidad en la América Meridional”.
El 15 de febrero de 1819 reúne un precario Congreso en la calurosa Angostura.
En el indisciplinado ejército cunden planes separatistas o secesionistas. Bolívar,
tesonero, insiste: “La reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un grande
Estado, ha sido el voto uniforme de los pueblos y gobiernos de estas Repúblicas”.
El 17 de diciembre de ese año el Congreso de Angostura sanciona la Ley
Fundamental de la República de Colombia, cuyo primer artículo pauta que “las
repúblicas de Venezuela y la Nueva Granada quedan desde este día reunidas en
una sola baxo el título glorioso de República de Colombia”. El territorio es el
que ocuparon antes la capitanía general de Venezuela y el virreinato del Nuevo
Reino de Granada; se divide en los departamentos de Venezuela, Quito y
Cundinamarca. Colombia, es el
nombre que dio Miranda a su desmesurado Incanato.
De
nuevo, parece una utopía. Pero con esta utopía en las alforjas el ejército
independentista cruza los Andes, fulmina los ejércitos de los virreyes,
consolida el territorio de la Gran Colombia y domina lo que fuera el virreinato
del Perú y luego serán las repúblicas de Perú y Bolivia. El antiguo exiliado
quizá cree por momentos que delira, como en su ascensión al Chimborazo. Bajo su
conducción se está consolidando
acaso “la más grande nación del mundo”, tanto por su extensión y riquezas como
por su libertad y gloria.
No
es sólo que un poder homogéneo domina una vastedad desmesurada: los ejércitos
que la liberan en sí mismos son ejemplos de integración. Antonio José de Sucre
expresa poco antes de la batalla de Ayacucho al secretario de Estado y de
Relaciones Exteriores del Perú “mi persuasión de que la causa americana es una
misma en todos los estados meridionales” (1 de febrero de 1823: De mi propia
mano; Biblioteca Ayacucho, 1981, p.97). En sus arengas antes de la batalla de
Ayacucho, dice del enemigo que “el número de sus hombres nada importa; somos
infinitamente más que ellos porque cada uno de vosotros representa aquí a Dios
Omnipotente con su justicia y a la América entera con la fuerza de su derecho y
de su indignación”. (De mi propia mano, p. 184). Y en efecto, en Ayacucho
consagra la Independencia de América comandando tropas de la Gran Colombia, hoy
dividida en Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela, y mandando huestes de las
Provincias Unidas de Sud América, hoy fraccionadas en Argentina, Bolivia,
Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. En el último año de su vida comparte con Bolívar
la angustia de conocer la conspiración que avanza para desintegrar la Gran
Colombia: “Adiós, mi General: ¡Cuánta pena tengo, y cuanto disgusto por los
disgustos de Vd! Un tumulto sobre otro, una novedad sobre otra, y las facciones
que se suceden despedazan a Colombia y el Corazón de Vd. ¡Qué triste época y qué
desgraciada patria!”(27 de diciembre de 1829: De propia mano, p.393). Y meses después
todavía escribe a Bolívar “de todos modos yo emprenderé mi marcha al día
siguiente de la última conferencia, pues ni quiero estar aquí dé cuenta de
tonto conversando, ni quiero firmar la disolución de Colombia” (Cúcuta, 15 de
abril de 1830: De propia mano, p. 399). La bala de un asesino le ahorra más
pesares.