El 18 de julio de 1936 estalló un conflictó bélico que derivó en la dictadura de Francisco Franco, quien mantendría el poder hasta su muerte cuatro décadas después. Un nuevo libro analiza este hecho histórico, que todavía repercute fuertemente en la vida de los españoles
En 1936 disputaban el poder quienes defendían la democracia republicana
y quienes ansiaban el regreso de la monarquía o la implantación de una
dictadura militar. También lo hacían quienes ya habían probado el sabor
de la revolución, renegaban del parlamentarismo y aborrecían todo lo que
tuviera que ver con las clases privilegiadas. Pero en ese año
tormentoso no solo tomaba cuerpo la lucha de clases; lo que se
avecinaba, además, era el enfrentamiento entre religiosos y laicos,
nacionalistas de distinto cuño, españoles de derecha y de izquierda y,
dentro de estos últimos, las desavenencias (que llegarían a ser
sangrientas) entre socialistas, comunistas, comunistas disidentes y
anarquistas.
En rigor de verdad, no había dos Españas sino tres. Quizás más.
Un abigarrado y complejo mapa ideológico, donde se podían distinguir al menos tres grandes proyectos políticos en pugna. Eran los mismos que, desde la década del veinte, venían poniendo en jaque a toda Europa. Se los conoce como "las tres erres": reforma, reacción, revolución. En otros términos: los sectores reformistas, que proponían la construcción de un Estado democrático capaz de conciliar la economía capitalista con la colaboración de clases, se enfrentaban con los partidarios de una reacción que estableciese un Estado autoritario, orientado a suprimir toda disputa de clase e instalar una dura disciplina social. Contraponiéndose a estas dos posturas estaban los revolucionarios, que clamaban por la destrucción del sistema capitalista y su sustitución por un régimen comunista o, del lado de los anarquistas, por un modelo libertario y colectivista.
Un abigarrado y complejo mapa ideológico, donde se podían distinguir al menos tres grandes proyectos políticos en pugna. Eran los mismos que, desde la década del veinte, venían poniendo en jaque a toda Europa. Se los conoce como "las tres erres": reforma, reacción, revolución. En otros términos: los sectores reformistas, que proponían la construcción de un Estado democrático capaz de conciliar la economía capitalista con la colaboración de clases, se enfrentaban con los partidarios de una reacción que estableciese un Estado autoritario, orientado a suprimir toda disputa de clase e instalar una dura disciplina social. Contraponiéndose a estas dos posturas estaban los revolucionarios, que clamaban por la destrucción del sistema capitalista y su sustitución por un régimen comunista o, del lado de los anarquistas, por un modelo libertario y colectivista.
En el caso español, la guerra que estalló en el verano de 1936 produjo
el colapso del Estado republicano, lo que derivaría en una situación
abiertamente revolucionaria. Uno de los objetivos de los sublevados
contra el gobierno republicano era eliminar toda posibilidad de
ejercicio revolucionario en territorio español. La gran paradoja: el
alzamiento terminaría detonando aquello que quería evitar.
¿Anticipaban algo de esto los hombres que, unos seis meses antes, se
disponían a encarar un nuevo ciclo de gobierno? Por lo pronto, el clima
social no se mostraba precisamente plácido. Las agrupaciones de
izquierda que nutrían el Frente Popular habían ganado las elecciones por
muy poco margen con respecto a la coalición de derechas a la que se
habían enfrentado (una diferencia de menos del 2%); no obstante, el
entusiasmo era mayúsculo. Los sectores de la derecha contemplaban,
espantados, los festejos que colmaban las calles y las multitudes que,
sin esperar la sanción del prometido decreto de amnistía, tomaban las
cárceles y liberaban a los presos políticos.
Manuel Azaña, ungido presidente de la República, conformó un gabinete a
todas luces moderado: solo miembros de partidos republicanos; ningún
representante del PSOE o cualquier otra agrupación de izquierda. Sin
embargo, y pese a este evidente –al menos en lo que hacía a la gestión
estatal– hacerse a un lado de los sectores más radicalizados del Frente
Popular, "los políticos de la derecha reaccionaron como si los
bolcheviques se hubiesen apoderado del gobierno de España", mientras la
Iglesia "hacía un llamado a la España católica para que cumpliese su
destino histórico y salvara a la nación de los peligros del laicismo y
el socialismo", describe el historiador británico Antony Beevor.
En este contexto el gobierno intentaba, básicamente, retomar la senda
del "bienio reformista": se concedió oficialmente la amnistía para los
presos de octubre de 1934, se reestructuraron los mandos militares
(intentando alejar de Madrid a los cuadros sospechosos de golpismo;
entre ellos, Francisco Franco, quien fue enviado como comandante general
a las islas Canarias), se reanudaron los trabajos del Instituto de
Reforma Agraria y se reabrió el Parlamento catalán.
Pero la convulsión social no daba tregua.
El 19 de febrero, a poco de conocerse los resultados de las elecciones,
comenzó un intenso ciclo de huelgas. Obreros y jornaleros reclamaban la
reincorporación de los despedidos durante el "bienio negro". Pedían
también la recuperación salarial, la nacionalización de los medios de
transporte, mejoras en las condiciones de trabajo. Cualquier
reivindicación coyuntural derivaba rápidamente en huelga política.
La violencia comenzó a impregnar la vida de todos los días. La mayoría
de las juventudes políticas se entrenaba en el uso de armas,
prácticamente a la vista de todos. Lo hacían los sectores de izquierda,
entre ellos, el PSOE. También los grupos de derecha.
Los carlistas, monárquicos que no defendían el regreso de Alfonso XIII,
sino el de un descendiente de otra rama de la dinastía de los Borbones,
habían creado su propia fuerza de choque: los requetés. También
llamados "boinas rojas" –por el gorro que caracterizaba su uniforme–, se
habían hecho fuertes en Navarra y allí hacían sus prácticas de combate.
Por esos días también asomaba al convulso escenario político la Falange
Española, minúscula agrupación de derecha surgida en 1933, destinada a
tener un enorme protagonismo en los tiempos por venir. Creada por José
Antonio Primo de Rivera (hijo del antiguo dictador) e inspirada en el
fascio italiano, supo atraer las simpatías de muchos literatos y jóvenes
aristócratas, imbuidos del fervor revolucionario de la época, pero
visceralmente refractarios a las prácticas izquierdistas.
"Siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la
civilización." Esta frase de Oswald Spengler, filósofo e historiador
alemán, autor de La decadencia de Occidente, era una de las favoritas de
José Antonio y sus seguidores, cultores del militarismo y cierta lírica
exaltación de la violencia. Solían reunirse en los mismos bares de la
calle Alcalá donde recalaban incipientes y elegantes escritores de
izquierda. De mesa a mesa partían las provocaciones jocosas, los
contrapuntos retóricos, quizás algún insulto. La ríspida aceleración de
los tiempos políticos pronto iba a transformar aquellos amables
enfrentamientos entre copas en discusiones de trinchera a trinchera,
fusil contra fusil.
De hecho, en los meses calientes de la primavera y el verano de 1936,
la Falange ya se había convertido en una agresiva fuerza de choque: era
frecuentes sus sangrientos ataques callejeros a obreros, militantes de
izquierda e incluso republicanos liberales. Dos respetados políticos, el
socialista moderado Luis Jiménez de Asúa y el socialista por entonces
radicalizado Francisco Largo Caballero, fueron víctimas –y azorados
sobrevivientes– de sendos atentados promovidos por una Falange cada vez
más audaz.
La conflictividad social se desmadraba y la percepción general era que
el gobierno apenas si podía contener o seguir el ritmo de los
acontecimientos. El 12 de julio esta sensación entró en zona crítica.
Ese día, un grupo de falangistas asesinó al teniente José del Castillo,
integrante de la Guardia de Asalto. Las razones por las que la Falange
podría detestar a Castillo eran varias: no solo la Guardia de Asalto era
una fuerza creada por el gobierno republicano y había participado en la
represión de algunos disturbios protagonizados por los falangistas;
también se decía que Castillo estaba colaborando con la formación
militar de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), integradas por
socialistas y comunistas.
La reacción no se hizo esperar. Al día siguiente, un grupo de guardias
de asalto se presentó en la casa de José Calvo Sotelo, ex ministro de
Hacienda del dictador Primo de Rivera y cuadro de la extrema derecha
que, desde su escaño en las Cortes, venía sosteniendo encendidos
discursos contra el sistema republicano e incitando a la sublevación
militar. A Calvo Sotelo se le aplicó un "paseo", término que se haría
tristemente célebre y frecuente durante la guerra: obligado a subir a un
vehículo, fue llevado a las afueras de la ciudad y asesinado a tiros.
El cuerpo amaneció abandonado en un descampado.
El asesinato de Calvo Sotelo convulsionó a todo el arco conservador. Su
entierro se convirtió en una inmensa manifestación política de las
derechas; su muerte, en la gran justificación para un alzamiento militar
que, de todos modos, ya tenía fecha y se venía planificando desde el
mismo día en que el Frente Popular accedió al poder.
El mismo Francisco Franco, especialmente odiado por la izquierda por su
papel en la represión de 1934, no se tomó demasiado tiempo tras
conocerse los resultados de aquellas elecciones: cauteloso pero
contundente, sugirió la posibilidad de un golpe de Estado a las
autoridades de la gestión derrotada por las urnas. Su propuesta fue
desoída. Poco tiempo después, el antiguo combatiente del Rif sería
enviado a las islas Canarias por el gobierno de Azaña, que estaba
relativamente al tanto de los movimientos conspirativos.
Poco efecto tuvo esa suerte de destierro simbólico. En paralelo al
ofrecimiento de Franco, se sucedían los encuentros más o menos secretos
entre representantes de sectores monárquicos, la Falange de José Antonio
Primo de Rivera y algunos referentes del Ejército. Los conspiradores
establecieron vías de diálogo con Italia, cuyo gobierno accedió a
prestarles ayuda material, armas y dinero. El general Sanjurjo, en el
exilio tras el fracasado levantamiento de 1932, viajó a Alemania en
busca de contactos y apoyo.
El plan era que Franco se trasladase de Canarias a Marruecos y, una vez
allí, se pusiera al frente del consolidado Ejército de África. Mientras
tanto, los conspiradores evaluaban a generales y oficiales,
estableciendo quiénes daban señales de una futura fidelidad al gobierno
legal y quiénes podrían ser potenciales golpistas. Se fijaron las
fechas: 18, 19 y 20 de julio. En esos tres días se tomarían ciudades y
zonas clave para obtener el control de todo el país. Franco sublevaría
Marruecos; Manuel Goded, Cataluña; Gonzalo Queipo de Llano, Sevilla;
Emilio Mola, Navarra. Otros militares se ocuparían de Zaragoza,
Valladolid, Madrid, Valencia.
La preparación del golpe era un secreto a voces; toda España lo
esperaba. Sin embargo, la dirigencia republicana, presa de una
inexplicable inercia, oscilaba entre los intentos por disuadir a los
sectores ligados a la conspiración, la confianza en que la mayor parte
del Ejército se mantendría leal a la República y una inquietante
dificultad para calibrar el nivel de peligro en el que realmente se
encontraba. Obreros y militantes tomaban sus propias medidas: muchas de
las armas que tras la represión de 1934 se habían preservado celosamente
de las requisas oficiales fueron sacadas de sus escondites.
Y llegó el día.
El 18 de julio, tras tomar Marruecos, el levantamiento militar se
extendió al resto de las localidades previstas. Pero algo no salió como
estaba planificado. En el minucioso armado del alzamiento, los
conspiradores no habían contemplado la posibilidad de una resistencia
efectiva. Que la hubo y, más que efectiva, fue feroz. En prácticamente
todas las ciudades, el alzamiento se encontró con una multitud de
civiles enardecidos, dispuestos, por la diversidad de razones que fuera,
a defender a "su" República. La sangre manó, abundante. La dinamita
reemplazó la carencia de armas. Hubo hasta actos suicidas: a falta de
cañones, camiones cargados de explosivos se estrellaban contra las
guarniciones sublevadas.
La resolución rápida, el simple "paseo" de Marruecos a Madrid, no habían acontecido. Aunque maltrecho, el gobierno legal de España seguía en pie. A fines de julio, ya no cabían dudas: el golpe de Estado había fracasado. Lo que se iniciaba era una guerra civil.
La resolución rápida, el simple "paseo" de Marruecos a Madrid, no habían acontecido. Aunque maltrecho, el gobierno legal de España seguía en pie. A fines de julio, ya no cabían dudas: el golpe de Estado había fracasado. Lo que se iniciaba era una guerra civil.
La primera reacción de las organizaciones obreras fue decretar la
huelga general, tomar las calles y pedir armas a un gobierno que seguía
debatiéndose entre la incredulidad, la necesidad de detener la avanzada
golpista y el temor a la escalada revolucionaria que sin duda se
desataría si las poderosas centrales gremiales, la CNT anarquista y la
UGT socialista, se armaban.
Marruecos, Baleares, Valladolid, Burgos, Oviedo, Zaragoza y Sevilla
habían caído en manos de los sublevados, quienes pasarían a llamarse
"los nacionales" (por su defensa de una España única, católica y enemiga
del "marxismo extranjerizante"). Barcelona, Madrid, Valencia, Málaga y
Bilbao resistían, del lado de los que de aquí en adelante serían
denominados por sus enemigos "los rojos": todos los que quedaban del
lado de la República, desde los anarquistas más extremos hasta el más
moderado de los liberales, considerados, en su conjunto, "marxistas,
ateos y enemigos de la civilización occidental".
Inesperadamente, la Armada se había revelado, casi en su conjunto,
"roja": cuando sonaron los primeros llamados al alzamiento, los marinos
no acataron las órdenes de sus superiores, a quienes redujeron, y se
manifestaron leales a la República. Ese fue el primer dolor de cabeza
del alzamiento: Franco, que contaba con la flota de la Armada, se vio
repentinamente varado en África. Ya había alistado a la Legión fuerzas
marroquíes que por esos días constituían la fuerza de combate terrestre
más entrenada de España. Pero no tenía barcos con que trasladar a esa
gran carta "nacional" al continente. La sublevación, sin el aporte de
las aguerridas tropas africanas, perdía tiempo y empuje. Al cabo de unos
días, llegó la solución. El 29 de julio, diez flamantes aviones de
transporte alemanes y doce italianos aterrizaron en Marruecos. Alemania e
Italia, en lo que sería su primera acción de ayuda evidente al
levantamiento militar, habían enviado la dotación de unidades de
transporte que, finalmente, permitiría el cruce entre Marruecos y el sur
de España.
Mientras tanto, en Madrid, el gobierno republicano también dilapidaba
un tiempo precioso. El Ejecutivo se tomó dos días de cavilaciones hasta
aceptar la gravedad de los hechos. Al cabo de ese tiempo, disolvió el
Ejército por decreto, abrió los arsenales de armas y los puso a
disposición de las organizaciones obreras. Fue el primer paso hacia la
formación de las míticas milicias populares de la guerra civil. Algunos
historiadores aventuran que, de haberse tomado esa medida mucho antes,
los posicionamientos iniciales hubieran sido distintos, lo que incluso
podría haber modificado el curso del conflicto. Lo cierto es que
cuarenta y ocho horas después de producirse el alzamiento, España estaba
virtualmente partida en dos, en una suerte de momentáneo equilibrio de
fuerzas.
Y seguían ocurriendo hechos destinados a marcar a fuego el carácter de la contienda.
Y seguían ocurriendo hechos destinados a marcar a fuego el carácter de la contienda.
Del lado "nacional", Sanjurjo, el militar en quien los sublevados
confiaban poner la dirección de todos sus futuros movimientos, había
muerto en un accidente aéreo, justamente cuando intentaba regresar a
territorio español desde Portugal. Su lugar a la cabeza de la rebelión
pasaría a ser ocupado por Francisco Franco.
Del lado "rojo" se iniciaba una etapa de enorme conflictividad, signada
por la carencia de ejército propio, la necesidad urgente de organizar
una respuesta bélica frente a los sublevados y la tarea casi imposible
de poner de acuerdo a quienes insistían en defender las instituciones
democráticas y quienes querían dar inicio inmediato a la revolución
social.
El
artículo es una versión condensada del capítulo "Estalla la guerra" del
flamante libro "Todo lo que necesitás saber sobre la Guerra Civil
Española", de Diana Fernández Irusta (Paidós)