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23 febrero, 2016

"Raza" ¿el mal del siglo XIX que llevamos a flor de piel?

Ricardo Azuaje 
En Venezuela hay diferencias más profundas y peligrosas que las económicas y sociales, de esas que pueden destruir países, sociedades enteras ¿hay alguien tratando de buscar la reconciliación, de unirnos en la nación de iguales que creímos ser?

TUQUIS, monos, cholos, negros de mierda, sudacas, caliches, venecos, mico (mi comandante); niches, moros, gallegos (en forma despectiva y para referirse a todos los españoles, incluyendo portugueses); cachifas, perras, indios, quemones, rapaiz (cuando lo pronuncia un GN), culís, catira o gringa (para referirse a todas las venezolanas de piel clara). ¿La mala cosa habrá empezado con el nombre del país? Aquí algunas reflexiones hechas por un peruanito escuálido, oligarca apátrida y miembro resentido de la derecha fascista y del recontraespionaje.(...)

Con Monte Ávila Editores tuve la suerte de viajar un par de veces a la Feria del Libro de Frankfurt, eran los noventa, Rafael Arráiz Lucca era el presidente y Silda Cordoliani mi jefa en la gerencia editorial. En mi primer viaje me tocó ir con Rubi Guerra y Gustavo Luis Carrera, entonces presidente de Fundalibro (que luego se convertiría en el CENAL). No se preocupen, esta historia, como gran parte de la literatura venezolana, no pasará del aeropuerto.
Cuando estábamos a punto de abordar, un guardia nacional me pidió el pasaporte, luego la cédula, y empezó a preguntar cómo había obtenido los papeles. La cosa no me sorprendió porque no era la primera vez que me hacían esa pregunta y me daban trato de “peruanito”. La novedad era que me lo hicieran saliendo del país y no tratando de regresar. El vuelo estaba por salir, y el tipo empeñado en no devolverme los documentos; Rubi tuvo que ir por Carrera, que ya había entrado al avión, y éste imponer su autoridad para que me dejaran en paz y no perdiese el vuelo. Antes, en el forcejeo verbal, estuve a punto de ponerme racista y aludir al aspecto afrodescendiente del guardia, con alguna barbaridad al estilo de “¿Sabes cómo es la vaina? Los míos estaban aquí mucho antes de que a los tuyos los trajesen”. Una estupidez, porque en mi familia también hay herencia africana, pero este país, como nos han hecho recordar con frecuencia los últimos dieciséis años, tiene el siglo XIX a flor de piel, como un herpes, con tendencia a brotar cuando hay algo de tensión.
Déjenme que les cuente, limeños, mi peruanidad es de tal magnitud que la única vez que viajé a Lima, en el aeropuerto me pidieron amablemente que llenase los papeles de migración como ciudadano peruano; mostré el pasaporte venezolano y aun así insistieron hasta un punto en que la cosa comenzó a ponerse rara y terminé por llenar la planilla como “peruanito” de retorno y sin sillón Voltaire. Curioso, ¿no? que en Suramérica tener aspecto amerindio te garantice trato de extranjero indeseado, incluso en tu país.
La cosa no era sólo conmigo. En los ochenta trabajé con los bomberos forestales de Yuruaní, en su mayoría pemón y makuchi (y un patamona), y cada vez que iban a un curso en Caracas y tenían algún desagradable encuentro con la PM o la GN terminaban recibiendo trato de ecuatorianos, colombianos o peruanos. Malos tratos.

Esto quizás va a pasar por echonería, pero tiene que ver con el punto. En los 90 yo bromeaba con esto, decía que era una especie de Zelig tercermundista: en la India, en un extraordinario lugar llamado Fatehpur Sikri un policía local que escoltaba a unos “chivos” me dio un empujón claramente destinado a un nativo para que me apartase; durante una breve estadía en Israel tanto policías como otros ciudadanos armados no me quitaron la vista de encima en ningún momento (y ya en ese viaje me habían comentado que podía pasar por egipcio); y en Alemania refugiados tamiles y de Indonesia no dejaban de sonreírme y hablarme en sus respectivos idiomas, pues aparentemente podía ser oriundo de Sri Lanka, o de Kalimantan. Definitivamente, debo tener algún tatuaje en el aura con una flechita y la frase “para encender, oprima aquí”.
Cuando volví a la sabana, en el 2000, de nuevo me encontré con el trato despectivo de los criollos hacia los indígenas, que quizás se atenuó un poco —aunque no ha desaparecido— gracias al carácter reivindicativo por parte del chavismo de los derechos de los pueblos indígenas, y a una mayor presencia de éstos en la vida económica, política y cultural del municipio. Pero no ha desaparecido, y apenas escarbas un poco lo ves aflorar con fuerza y resentimiento.
La última vez que volví a sentirme como en Maiquetía fue el 18 de febrero de 2014. Me encontraba atrapado en la Gran Caracas, es decir, en Guarenas, por un problema con la transmisión de la camioneta que me obligó a quedarme en el centro un par de meses, coincidiendo con todo el drama de “La Salida”, que tuvo su segundo pico después de la manifestación del 12 de febrero, el día de la entrega de Leopoldo López en Chacaíto. Dado mi desacuerdo con la orden de detención y mi exceso de tiempo libre no dudé en asistir, aunque no iba a ir vestido de blanco como pedían en la convocatoria.
Es la manifestación más grande en la que he estado, y eso que en los setenta y ochenta participé en un montón, algunas con carácter nacional como la marcha contra el Artículo Quinto de la Ley de Nacionalización del Petróleo, que llevó a Caracas a estudiantes de todo el país. Supongo que esta semana habrá distintas reseñas sobre este evento y la ironía, o paradoja, del discurso de López mientras se sujetaba de la estatua de José Martí, con la barrera de policías y militares que impedía el paso al reino tiránico de Jorge Rodríguez —también conocido como Municipio Libertador— como telón de fondo; pero lo que quiero contar va por otro lado. En algún momento, un poco antes del paso veloz de López y su comitiva, quedé muy cerca de la brecha que se le abrió en la multitud, yo trataba de tomar fotos con mi telefonito rojo, un modesto “vergatario” que todavía uso, y de pronto noté que de vez en cuando era yo el fotografiado, a veces de un modo abierto, es decir, para que notara que estaban fotografiándome.
Entendí enseguida que me creían infiltrado, tal vez por mi aspecto un poco descuidado, por tener el pelo demasiado largo o por no cuadrar con el perfil de la militancia de Voluntad Popular o Primero Justicia. Me hicieron sentir como sospechoso, como el “peruanito” de la marcha. Me guardé el malestar, y ni siquiera lo mencioné en Facebook cuando puse las pocas fotos que pude tomar con un pequeño comentario. Y de hecho dejé pasar varios días antes de compartirlo con Maite, ya de vuelta en la sabana con el presupuesto familiar de 2014 destruido por un simpático mecánico de Guatire.
Y de golpe me viene el recuerdo de mi profesora de castellano de segundo año, Alida de Rodríguez, del liceo Valentín Espinal, de Maracay, que una mañana de los setenta nos dijo que no había nada más hermoso y perfecto que un mestizo y que todos los venezolanos teníamos el raro privilegio de serlo. Creí durante mucho tiempo que se trataba de un sentimiento nacional, pero me equivoqué.
Chávez sacudió fantasmas, despertó taras y sombras de la venezolanidad que siguen sin resolverse; diferencias más profundas y peligrosas que las económicas y sociales, de aquellas que pueden destruir países, sociedades enteras; y no sé si habrá alguien trabajando en dirección contraria, buscando una reconciliación con justicia, tratando de unirnos en esa nación de iguales que alguna vez creímos ser.