Por Juan Forn - PAGINA 12
En 1994, Martha Argerich tenía que dar un concierto en Japón a dúo con Rostropovich y le propuso tocar, entre la primera y la segunda parte del concierto, una pieza muy breve, de menos de cinco minutos, obra de un compositor japonés desconocido. La extrema levedad y sencillez de la pieza dejó perplejo al exigente público japonés. Argerich explicó después que para ella era “música pura” y que la había descubierto a través de su discípula y protegida Akiko Ebi, quien acababa de grabar un disco entero con las breves piezas de ese compositor desconocido. Ebi había grabado aquel disco por influencia de su primera profesora de piano, Kumiko Tamura. La señorita Tamura había dejado de dar clases a niños virtuosos para dedicarse por entero a un único alumno, con el cual venía trabajando hacía más de quince años. El alumno en cuestión era autista, epiléptico y tenía serias dificultades motrices. Su nombre era Hikari Oé y los lectores de Japón estaban bastante familiarizados con él porque aparecía en todos los libros de su padre, el flamante Premio Nobel Kenzaburo Oé.
Hikari había
nacido en 1963 con una hidrocefalia tan tremenda que parecía tener dos
cabezas. Su única posibilidad de vida dependía de una operación muy
riesgosa y complicada que, en el mejor de los casos, lo dejaría con
daños cerebrales irreversibles. Los médicos preferían no operar y el
propio Kenzaburo era de la misma opinión, pero su esposa le dijo que
prefería suicidarse antes que dejar morir a su único hijo. Kenzaburo
debía partir a Hiroshima, para escribir un artículo sobre los médicos
que trataban a las víctimas de la radiación. Muchos de ellos padecían
los mismos síntomas que sus pacientes. Tenían, según Oé, más motivos que
nadie para dejarse morir y sin embargo perseveraban, logrando en
algunos casos resultados asombrosos. Kenzaburo volvió y le dijo a su
mujer que apoyaba su decisión. Hikari sobrevivió a la operación pero
quedó con lesiones cerebrales permanentes, epilepsia, problemas de
visión y limitaciones severas de movimiento y coordinación. Su autismo
era total hasta que la madre notó que su atención respondía al canto de
los pájaros. Kenzaburo consiguió un disco en que se oían diversos cantos
de aves y una voz masculina que los identificaba. Un año después,
mientras llevaba a su hijo en bicicleta por un parque cercano, Hikari
pronunció su primera palabra: “Avutarda”, dijo al oír el canto de un
pájaro. Había memorizado los setenta cantos distintos de aquel disco. Lo
mismo le pasaba con la música: cuando oía un fragmento de Mozart (la
música favorita de su madre) era capaz de identificarla al instante por
su número Kochel.
Así hace su
entrada la profesora Tamura en la vida de Hikari. Al principio se
limitaba a mostrarle melodías sencillas en el piano, que él pudiera
repetir con un dedo, pero el interés de Hikari por esas lecciones
(esperaba a su maestra en la puerta de la casa con un reloj despertador
en la mano) y sus sorprendentes progresos hicieron que la señorita
Tamura fuese abandonando sus otros alumnos y se dedicara por completo a
él. De a poco logró que cada uno de los dedos de Hikari trabajara en
forma separada y pudiera encarar progresiones armónicas. Luego le enseñó
solfeo y notación musical. Pero Hikari mostraba menos interés en
practicar piezas de Chopin o Bach que en sus propias improvisaciones.
La señorita
Tamura decidió entonces empezar a explorar junto a Hikari ese mundo de
sonidos que éI tenía adentro. Las sesiones frente al piano se hicieron
diarias y ocupaban toda la tarde, luego de que Hikari volviera de la
escuela especial donde hacía manualidades. Rara vez apelaba a la palabra
para comunicarse pero con un mero tarareo era capaz de expresar lo que
quería a sus padres y sus dos hermanos. Hikari y la señorita Tamura
trabajaron en ese lenguaje, con proverbial templanza japonesa, durante
diecisiete años. Hikari fue componiendo breves piezas en ese lenguaje,
que pulía y pulía con obsesión autista hasta lograr poner en ellas su
relación emocional y sensorial con el mundo, desde la muerte de un
maestro querido hasta un día en el campo con sus hermanos (así eran los
títulos de las composiciones). Un día, la señorita Tamura recibió en su
casa la visita de una ex alumna, la ya célebre Akiko Ebi. Cuando ésta le
preguntó a qué había dedicado todos esos años, la anciana la sentó al
piano y le mostró las piezas de Hikari, y el resto ya ha sido dicho.
En 1994
Kenzaburo ganó el Premio Nobel y en su discurso en Estocolmo anunció que
ya no escribiría más novelas, que no hacía falta. Porque desde 1963,
desde el regreso de aquel viaje a Hiroshima y de la operación a su hijo,
Kenzaburo había instalado a Hikari en el centro de su literatura: había
decidido darle una voz, ya que su hijo no podía tenerla. Hasta entonces
su escritura estaba orientada a las catástrofes de la historia japonesa
reciente: la guerra, la bomba atómica, el culto al emperador, al
militarismo, y sus consecuencias. A partir de entonces, el foco pasó a
la paternidad y su vínculo con Hikari. En 1964, luego de la operación de
su hijo, publicó Una cuestión personal. En 1966 fue aun más áspero:
Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura. A los que siguieron El grito
silencioso y luego Las aguas han invadido mi alma. La irrupción de la
música y de la profesora Tamura en la vida de Hikari se puede adivinar
en los títulos siguientes (Despertad, oh jóvenes de la nueva era, o Una
familia tranquila, o Carta a los años de nostalgia), pero casi no se la
menciona en sus páginas; es como si no tuviera lugar en la áspera
escritura de Kenzaburo: Hikari es sólo esa presencia constante en casa
de los Oé. Hasta que salió el disco de Akiko Ebi y Japón primero y el
mundo después descubrieron que Hikari tenía una voz propia: ya no
necesitaba que su padre hablara por él.
Para Kenzaburo,
darle una voz a Hikari consistió en realidad en cargar él con el
tormento, alivianarle las espaldas a su hijo. Cualquiera que haya leído
sus libros sabe lo duro e insobornable que ha sido siempre consigo
mismo, así como con su país. Cualquiera que escuche la música de Hikari
después de leer los libros de Kenzaburo entenderá al instante que, lo
que hizo el padre, efectivamente liberó las espaldas del hijo. Nabokov
decía que no se lee con la cabeza y tampoco se lee con el corazón: se
lee con la espalda, más precisamente con ese lugar entre los omóplatos
donde alguna vez tuvimos alas. La música de Hikari es así: entra por la
espalda. Apenas empieza, termina. Pero mientras dura es posible imaginar
esos otros momentos en casa de los Oé, esos que Kenzaburo no retrató en
sus libros, esos que hicieron posible que los Oé pudieran sobrevivir a
su locura, al grito silencioso (“Me horroriza pensar lo que hubiese sido
la vida de Hikari y la de su familia sin la música”, ha dicho el
padre).
Kenzaburo no
cumplió su promesa de no escribir más novelas; ya publicó tres. Hikari
sigue componiendo sus piezas breves; ya le hicieron tres discos. En casa
de los Oé, todos los días se parecen: en un rincón del living está
Kenzaburo escribiendo, en otro rincón está Hikari frente al piano y, en
el jardín, poblado de comederos de pájaros, se ve a la señora Oé
rellenando los cuencos con un sobrecito de semillas.
