Recientemente
se ha celebrado la Tercera Conferencia Internacional sobre la Financiación para
el Desarrollo en la capital de Etiopía, Addis Abeba. La reunión se llevó a cabo
en un momento en que los países en desarrollo y los mercados emergentes han
demostrado su capacidad de absorber grandes cantidades de dinero de manera
productiva. De hecho, las tareas que estos países están emprendiendo —como
inversiones en infraestructura (carreteras, electricidad, puertos, y mucho más),
la construcción de ciudades que un día van a llegar a ser el hogar de miles de
millones de personas y el cambio hacia una economía verde— son realmente
enormes.
Al
mismo tiempo, no falta dinero a la espera de que se le dé un uso productivo.
Hace apenas unos años, Ben Bernanke, el entonces presidente de la Reserva
Federal de Estados Unidos, habló de un exceso de ahorro mundial. Y, no
obstante, los proyectos de inversión con alta rentabilidad social no salían
adelante por falta de fondos. Eso sigue siendo cierto hoy en día. El problema,
tanto entonces como ahora, fue y es que los mercados financieros globales, en
vez de cumplir con su objetivo de realizar una intermediación eficiente entre
el ahorro y las oportunidades de inversión, asignan mal el capital y crean
riesgo.
Hay
otra ironía más. La mayoría de los proyectos de inversión que necesita el mundo
emergente son a largo plazo, al igual que lo son gran parte de los ahorros
disponibles —es decir, los billones de dólares y euros que se encuentran en
cuentas de jubilación, fondos de pensiones y fondos soberanos— Pero nuestros
mercados financieros, cada vez más miopes, se interponen.
Muchas
cosas han cambiado en los 13 años transcurridos desde la Primera Conferencia
Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo Internacional que se celebró
en Monterrey (México) en 2002. En aquel entonces, el G-7 dominaba la formulación
de políticas económicas a nivel mundial; hoy en día, China es la economía más
grande del mundo (en términos de paridad del poder adquisitivo), con una tasa
de ahorro que supera en alrededor de un 50% al nivel de EE UU. En el año 2002,
se pensaba que las instituciones financieras occidentales eran magos de la
gestión del riesgo y la asignación de capital; hoy en día, vemos que son brujos
en manipular los mercados y otras prácticas engañosas.
Atrás
han quedado los llamamientos que instaron a los países desarrollados a cumplir
con su compromiso de dar al menos un 0,7% de su producto nacional bruto (PNB)
en ayuda al desarrollo. Unos cuantos países del norte de Europa –Dinamarca,
Luxemburgo, Noruega, Suecia y, sorprendente, el Reino Unido —en medio de su
austeridad autoinfligida— cumplieron sus promesas en 2014. Sin embargo, Estados
Unidos (con un 0,19% de su PNB ese mismo año) se queda muy, muy lejos.
Hoy
en día, los países en desarrollo y los mercados emergentes dicen a EE UU y a
los otros países: si no van a cumplir sus promesas, al menos no estorben y permítannos
construir una arquitectura internacional para una economía mundial que también
sirva a los pobres. No es sorprendente que las potencias hegemónicas
existentes, con EE UU a la cabeza, estén haciendo todo lo posible por frustrar
tales esfuerzos. Cuando China propuso la creación del Banco Asiático de Inversión
en Infraestructuras para ayudar a redirigir algunos de los excesos de ahorro
mundial hacia lugares donde la financiación es muy necesaria, Washington trató
de torpedear el esfuerzo. Cuando finalmente el proyecto salió adelante, el
Gobierno del presidente Barack Obama sufrió una dolorosa (y muy vergonzosa)
derrota.
EE
UU también está bloqueando el camino hacia un derecho internacional para la
deuda y las finanzas. Para que funcionen bien los mercados de bonos, por poner
un ejemplo, se debe encontrar una forma ordenada para resolver los casos de
insolvencia soberana. Sin embargo, hoy en día, no existe tal manera. Ucrania,
Grecia y Argentina son ejemplos del fracaso de los acuerdos internacionales
existentes. La gran mayoría de países ha pedido la creación de un marco para la
reestructuración de la deuda soberana. EE UU sigue constituyéndose como el
principal obstáculo.
También
es importante la inversión privada. Pero las nuevas disposiciones incluidas en
los acuerdos comerciales que el gobierno de Obama está negociando en ambos océanos
implican que cualquier inversión extranjera directa viene acompañada por una
marcada reducción en la capacidad de los Gobiernos para regular el medio
ambiente, la salud, las condiciones de trabajo e incluso la economía.
La
posición de Estados Unidos en relación con el tema más debatido en la
conferencia de Addis Abeba fue particularmente decepcionante. A medida que los
países en desarrollo y los mercados emergentes abren sus puertas a las
multinacionales, se hace cada vez más importante que puedan imponer impuestos a
estos gigantes, gravando las ganancias generadas mediante la actividad
empresarial que se produce dentro de sus fronteras. Apple, Google y General
Electric han demostrado que a la hora de encontrar maneras de evadir impuestos
son aún más geniales que cuando desarrollan productos innovadores.
Todos
los países —tanto los desarrollados como los en desarrollo— han estado
perdiendo miles de millones de dólares en ingresos fiscales. El año pasado, el
Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, en sus siglas en
inglés) dio a conocer información sobre las decisiones fiscales de Luxemburgo
que expusieron la magnitud y la diversidad de las formas de evasión fiscal.
Aunque un país rico como EE.UU. pudiese soportar el comportamiento descrito en
el denominado caso Luxleaks, un país pobre no puede hacerlo.
He
sido miembro de una comisión internacional, la Comisión Independiente para la
Reforma de la Fiscalidad Internacional de Sociedades, cuya labor es examinar
maneras de reformar el sistema tributario actual. En un informe que presentamos
a la Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo,
acordamos por unanimidad que el sistema actual está roto, y que no basta con un
par de arreglos aquí y allá. Hemos propuesto una alternativa —similar a la
manera en la que las empresas son gravadas en EE UU— asignando la recaudación
que corresponde a cada Estado sobre la base de la actividad económica que
ocurre dentro de las fronteras estatales.
EE
UU y otros países desarrollados han presionado a favor de una serie de cambios
mucho menores recomendados por la OCDE, que es el club de los países
desarrollados. En otras palabras, los países de los que provienen los políticamente
poderosos evasores de impuestos son los países que, se supone, tienen que diseñar
un sistema para reducir la evasión fiscal. Nuestra Comisión explica por qué las
reformas de la OCDE han sido, en el mejor de los casos, pequeños ajustes a un
sistema fundamentalmente defectuoso. Son, simplemente, inadecuadas.
Los
países en desarrollo y los mercados emergentes, encabezados por India, han
argumentado que el foro adecuado para debatir estos temas es un grupo ya
establecido en Naciones Unidas, el Comité de Expertos sobre Cooperación
Internacional en Asuntos Fiscales, del que es necesario mejorar su situación
jurídica e incrementar su financiación. EE UU se ha opuesto de manera tenaz:
quería mantener las cosas como en el pasado, de forma que la gobernanza mundial
sea llevada a cabo por y para los países desarrollados.
Las
nuevas realidades geopolíticas exigen nuevas formas de gobernanza mundial, en
las que la voz de los países emergentes y en desarrollo resuene más alto y con
mayor peso. EE UU impuso su parecer en Addis Abeba; sin embargo, también mostró
que se encuentra en el lado equivocado, una postura que será juzgada por la
historia.