Con la crisis financiera y económica, la desigualdad ha vuelto al
centro del debate. Este debate se ha visto amplificado con el reciente libro
de Piketty, que muestra que en el sistema capitalista existe una tendencia
natural a que el capital genere mayor rendimiento que las rentas del trabajo y,
como consecuencia, se cree mayor desigualdad. El argumento de Piketty es
que, para contrarrestar esto, el estado ha de ser más activo. Esto abre una
pregunta pertinente. Si el capital genera tasas de retorno tan altas que
alimentan la desigualdad, ¿por qué las democracias sencillamente no actúan para
prevenirlo? ¿por qué el capitalismo democrático no es capaz de crear mayor
igualdad económica?(...)
Hay razones teóricas para pensar que las democracias no deberían
generar desigualdades. La idea es sencilla. Si la democracia es el sistema que
da el poder político a la mayoría y la mayoría tiene algo que ganar con mayor
redistribución y reducción de la desigualdad, entonces la mayoría se impondría
para generar mayor igualdad. Este planteamiento teórico, de hecho, estaba en el
centro de los debates sobre la extensión del sufragio en el s. XIX. Esta idea
queda muy bien reflejada en la frase del político liberal James Mackintosh en
1818: ‘ Si las clases trabajadoras adquieren el derecho al voto la
consecuencia será con certeza una permanente animosidad entre opinion y
propiedad’ (citada por el politólogo Adam Przeworski en el interesantísimo
libro ‘ Qué esperar de
la democracia: límites y posibilidades del autogobierno’). El gran
miedo de las élites era que la democracia conllevaría el fin de sus
privilegios. Por democracia se presumía que la igualdad política llevaría a la
igualdad económica. En realidad, dos siglos después, esta idea sigue formando
parte de nuestras expectativas más espontáneas sobre la democracia. La vemos
reflejada, por ejemplo, en el eslogan “ Somos el 99%”
que abandera el movimiento “Occupy Wall Street”. Si existe un porcentaje
altísimo de los ciudadanos que se beneficiarían de mayor redistribución y menos
desigualdad, deberían poder conseguir una mejor distribución de la riqueza.
La realidad es que, a pesar de estas expectativas, si comparamos los
niveles de desigualdad en las democracias con los países no democráticos, la
desigualdad solo es algo más baja en las primeras[1]. Además, la variación es
enorme. Por tanto, a pesar de que las democracias poseen la herramienta que nos
debería llevar a la igualdad (el sufragio universal), no siempre son capaces de
generarla comparadas a otros regímenes.
Obviamente, al lector ya se le habrán pasado muchas razones por la
cabeza: el poder económico, la globalización, la fuerza (o no) del movimiento
obrero, las instituciones del mercado laboral, los sistemas electorales que
potencian a unos partidos frente a otros, la desindustrialización, etc. Sin
para nada minusvalorar el efecto que algunos de estos factores (o todos) pueden
tener sobre la desigualdad, es interesante pensar que, además, existen razones
que tienen que ver con nosotros y cómo votamos. Quisiera exponer aquí algunas.
Una primera respuesta clásica está en la participación electoral. Si
los partidos políticos quieren ganar elecciones, serán principalmente reactivos
a quienes les vota. Por tanto, aquellos grupos cuyos niveles de voto son
menores, serán menos atractivos a la hora de que los gobiernos elijan a quién
beneficiar con sus políticas. En este sentido, una de las regularidades
empíricas más asentadas en las democracias avanzadas es la menor participación
electoral de los pobres. En el siguiente gráfico muestro la abstención
declarada en las pasadas elecciones generales de ciudadanos en 24 países
europeos dividida por decil de ingresos (Encuesta Social Europea, 2012). Los
datos son de encuesta y los ciudadanos suelen exagerar sus niveles de
participación en las elecciones. Aun así, nos interesan los valores relativos y
la comparación entre niveles de ingresos. En ese sentido, el 10% de ciudadanos
más pobres dicen haberse abstenido el doble que el 10% más rico. Esos
diferenciales de participación pueden tener efectos sobre las políticas
aplicadas y son un argumento más a favor de la desigualdad. De hecho, algunos
trabajos académicos (como este)
muestran que allá donde los ciudadanos más pobres están movilizados
electoralmente, los niveles de generosidad en las políticas sociales son más
altos.
Gráfico 1. Abstención electoral por deciles de ingresos.
Existe un segundo grupo de argumentos que no tienen que ver con
quiénes acuden a votar, sino con cómo votamos. Es posible que, aunque la
desigualdad nos preocupe, los votantes no siempre sean capaces premiar su
reducción. En primer lugar, la redistribución es un asunto complejo. Cuando
hablamos de redistribuir parece algo sencillo: coger de los que más tienen y
darle a los que menos tienen. Pero la realidad es que la redistribución es el
resultado de un conjunto amplísimo y heterogéneo de políticas de gasto e
impuestos cuyos efectos no son siempre fáciles de entender. Para empezar, no
todo el gasto social es redistributivo. De hecho, España se caracteriza por
aparentemente gastar en políticas sociales, sin que estas signifiquen una
verdadera redistribución de la riqueza (ver aquí).
Por tanto, puede haber ciudadanos que presumiendo que ciertas políticas tienen
unos efectos, acaben premiando electoralmente a los políticos que las ponen en
marcha sin que en realidad sirvan a los objetivos que desean.
No solo es eso. Puede que los ciudadanos solo conozcan una parte de
los efectos de una política y la juzguen en su conjunto basándose solo en esa
parte. Un ejemplo lo podemos encontrar en el apasionante libro de Larry Bartels “Unequal
Democracy”. En él se muestra cómo las políticas de recortes de impuestos en el
segundo mandato de George W. Bush en Estados Unidos eran tremendamente
regresivas. Mientas el 60% de población con ingresos más bajos recibía un
recorte anual en impuestos de 325$ por hogar, para el 1% de mayor renta el
recorte era de 34.327$ por hogar y año (ver aquí). A pesar de ello,
este programa de recortes no era castigado u opuesto por los ciudadanos más
pobres o de clase media. Al contrario, el hecho de recibir recortes fiscales
reforzaba la percepción de que esas políticas les eran beneficiosas y les
llevaba a apoyarla. Nuestro desconocimiento sobre el efecto agregado o
sencillamente nuestra dificultad para calcularlo, nos puede llevar a premiar
políticas que en realidad son contrarias a nuestros propios intereses.
Un segundo elemento no tiene que ver con conocer el carácter
progresivo o regresivo de las políticas fiscales y de gasto, sino con algo más
fundamental todavía: saber cómo de pobres (o ricos) somos. La paradoja de que
gente de ingresos bajos no apoye políticas de reducción de la desigualdad puede
estar en que no son plenamente conscientes de que la desigualdad les afecta a
ellos. El siguiente gráfico está extraído del trabajo ‘The Political Economy of
Tax Policy” (Alt, Preston and Sibieta 2008). Utilizando datos británicos de
2004 (British Social Attitudes), los autores simulan la relación entre la
posición que los ciudadanos tienen en la distribución de la renta británica y
su percepción de dónde están situados en esa distribución. Como se puede
comprobar, los ciudadanos pobres tienden a pensar sobre sí mismos como más
ricos de los que son. Perciben que les va mejor comparativamente de lo que en
realidad les va. Así, un ciudadano típico situdo en el 20% de la distribución
de la renta piensa que está en el 40% de la distribución. Este mecanismo puede
estar detrás de que ciudadanos de clase media-baja no apoyen entusiastamente la
redistribución. Se pueden percibir a sí mismos como contribuyentes netos,
cuando en realidad sería receptores netos de políticas sociales más expansivas.
Este sesgo de optimismo y otros sesgos similares que forman parte de nuestra
imperfección natural a la hora de procesar la información (descrita de modo
magistral por Kahneman en este libro)
tienen un efecto distorsionador sobre el apoyo a las políticas de reducción de
la desigualdad.
Gráfico 2. Distribución de los ingresos: percibida y real (BSA 2004).
Un último argumento electoral tiene que ver con las cosas que
priorizamos cuando votamos. Cuando a los ciudadanos se les pregunta si la
desigualdad es muy alta suelen contestar que sí. Cuando a los ciudadanos se les
pregunta si el gobierno debe hacer algo más para combatirla, la respuesta
también suele ser que sí. Estas preguntas, en cambio, están formuladas en
términos generales. En la práctica, aunque nos desagrade la desigualdad, es
posible que prioricemos otros objetivos al ir a la urna. Este es un argumento
que se utiliza para explicar por qué los niveles de desigualdad son más altos
en países con fragmentación étnica. La explicación sería que los votantes
pobres votan a los partidos que representan a su etnia, independientemente de
sus propuestas en términos de redistribución. Los partidos étnicos pueden
formar alianzas transversales en términos de ingresos que perjudican al eje de
competición izquierda-derecha.
Otro ejemplo pueden ser los votantes religiosos de ingresos bajos que
apoyan a partidos de derecha (sobre voto religioso en España, ver este trabajo
de Montero, Calvo y
Martínez). La religiosidad ha sido (y aun es en muchos países) uno
de los factores explicativos clave del voto a partidos de derecha en
democracias avanzadas.
Estos son solo algunos argumentos que explican por qué la lucha contra
la desigualdad no siempre es exitosa en la unas. Existen otros. Lo interesante
de estas explicaciones es que radican en el núcleo duro de la democracia: los
ciudadanos y el voto. No es solo el poder del capital lo que refuerza la
desigualdad, sino las imperfecciones con las que los ciudadanos ejercen el
control a los políticos y las dificultades de conjuntar preferencias distintas
en un solo voto. La promesa igualitaria de la democracia falla en su propio
mecanismo.
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[1] Utilizando la base de datos del Quality of
Government Institute, y si consideramos democracia aquellos países
que puntúan un 9 ó 10 en el índice fh_ipolity2 (que combina los datos de
Freedom House y Polity), el Gini es de 33.6. Para aquellos países que puntúan
menos de 5 en ese índice el Gini es de 37.9.
El
asesinato de Serra y las elecciones de 2015
Luis Fuenmayor Toro
Al igual que ocurrió
con el homicidio de Eliecer Otaiza, ejecutado por el hampa común como lo
demostró el CICPC, el chavecismo acusó en forma osada, amenazante y sin
fundamento a la oposición nacional polarizada de ser responsable del asesinato
de Robert Serra. Es claro que fue un homicidio, pero nada más, y el mismo ministro
del ramo dijo que no descartaban ninguna posibilidad. Entre éstas está la de
ser un crimen político, pero hasta allí. Pudieran ser muchas otras las causas. Pero
esta conducta tiene razones electorales y no sentimentales. El funeral de Serra
fue tratado de la misma manera que el de Chávez, para unir afectivamente al
chavismo, para movilizarlo y entusiasmarlo y para reimpulsar la polarización
que se venía resquebrajando. Por ello las agresiones a los opositores que
juegan a la polarización. Pero además, para reafirmar que no se van del poder
pase lo que pase y que recurrirán a mayor represión si es necesario.
Todo homicidio es
lamentable y nadie se debe alegrar de su ocurrencia. Un asesinato como el de
Serra y su asistente Herrera no tiene ninguna justificación y no hay que saber
los motivos de los asesinos para rechazarlo y condenarlo. Son inaceptables las
expresiones de júbilo y las que pretendan reducir la gravedad del hecho,
mediante justificaciones perversas. Ahora, montar toda una obra de teatro
politiquera en el ámbito nacional, para transformar este lamentable suceso en
el inicio de la campaña electoral de las elecciones parlamentarias de 2015, sin
importar que se está jugando con los sentimientos de la gente, entre ellos
familiares, amigos y camaradas de lucha del fallecido, es más que condenable.
Demuestra lo poco que importa la gente a quienes se dicen defensores del
humanismo y reivindicadores de los derechos del pueblo. Tratar de conmover las
fibras más sensibles de la gente ante los asesinatos ocurridos, con un
propósito distinto del rechazo de la violencia, es una acción inicua y una
falta de respeto.
El crimen de Serra
viene a incorporar en la permanente campaña electoral del Gobierno el elemento
que le faltaba para redondearla. La dirigencia oficial andaba detrás de un
hecho que rubricara sus movilizaciones, ante un seguro adelanto de las
elecciones parlamentarias. El Gobierno actual, ante la ausencia de Chávez,
necesita de héroes y mártires que no tiene, por lo que trata de crearlos en
cualquier situación que ocurra y que le deje aunque sea una rendija abierta a
ese propósito. Se intentó con Otaiza, asesinado por delincuentes comunes; mucho
antes con Danilo Ánderson, crimen aún sin esclarecer; con Juancho Montoya,
asesinado por agentes del SEBIN, pero presentado en su momento como el
resultado de las acciones de hordas fascistas que, desde Altamira, venían por las
calles de Caracas asesinando “revolucionarios”. Hoy tienen la guinda que corona
su politiquería electorera. A patria segura, gobierno de calle, la guerra
económica y la lucha contra el contrabando de extracción, se une el asesinato
de Serra presentado como un hecho del fascismo nacional e internacional.