Te
sientas en la silla y el profesor empieza a repartir los exámenes. Un sudor
gélido recorre todo tu cuerpo cuando lees las preguntas y te das cuenta de
que no tienes ni idea de qué ni cómo responder.
Automáticamente
tu cerebro empieza a discurrir todo tipo de planes de escape: dejar la pregunta
o el examen en blanco, hablar de algo que esté remotamente relacionado y que sí
conozcas, inventarte la respuesta por si suena el timbre… O dar rienda
suelta a tu imaginación y sacar al troll que llevas dentro para dar
una respuesta ingeniosa a la par que divertida, que de eso sí sabes mucho.
Una de
dos, o te llevas un cero (lo más probable; total, te lo vas a llevar
de igual manera) o consigues rascar algunas décimas aunque solo sea por
haber hecho que el profesor pase un buen rato leyendo tu valiente e ingenioso
examen.
Y,
quién sabe, con un poco de suerte, puede que tu examen pase formar
parte de las tronchantes antologías de disparates académicos que los
profesores van recopilando a lo largo de sus carreras no exentas de grandes
momentos en los que se llevan las manos a la cabeza.