Por Leonardo Padrón |
“Mamá, ¿estás ahí?”, preguntó
con un hilo de voz. “Sí, hija, aquí estoy”, le respondió Gloria a la menor de
sus hijas. Estaban solo a dos metros de distancia, pero ninguna podía ver nada
porque tenían vendados los ojos. Ella, con un trapo maloliente. La hija con el
propio suéter que vestía el día que el Ejército la detuvo en una calle de
Rubio, estado Táchira. La hija respiró aliviada. Estaba en mitad del horror y
saberse junto a su madre hacía todo menos amargo.
El miércoles 19 de marzo, como
todos los días de su vida desde que está desempleada, Gloria Tobón, de 47 años
de edad, se quedó lidiando con el trajín del hogar. Katheriin, la hija, fue a
la tienda de bisutería donde gana un sueldo de 3.500 bolívares mensuales que
penosamente alcanza para la supervivencia de ellas y tres nietos de Gloria (el
mayor de 7, la menor de 4). La madre de esos niños los abandonó para irse con
un hombre del pueblo. Gloria no perdió el tiempo quejándose y se dispuso a criar
a los nietos. Pero ese es otro cuento. El miércoles, el Táchira entero ardía en
protestas contra el gobierno nacional.(...)
Katheriin (así, con dos “i”) la
llamó a las 9 y 30 de la mañana y le contó que unos motorizados habían llegado
al negocio a decirles que tenían que cerrar. Aprovecharían para ir a San
Cristóbal a hacer mercado. “En Rubio no se consigue nada. Usted viera. Eso da
vergüenza”, me comenta. Yamilet, otra de sus hijas, se quedó al cuidado de los
niños. “Acordamos en vernos en la farmacia. Había una protesta pacífica. De
hecho, algunos muchachos hasta conversaban con los guardias. Un militar me dijo
que no me fuera a San Cristóbal porque eso estaba muy feo. Entonces nos
sentamos un ratico a apoyar la protesta”. Gloria habla con marcado acento andino.
Su voz tiene la templanza de las serranías. Solo en los riscos muy empinados se
agrieta.
No pasó mucho tiempo para que
apareciera una nube de motorizados, me cuenta. Habla de más de veinte, con sus
respectivos parrilleros. “Arremetieron contra todo el mundo. Salimos corriendo
y oí unos gritos espantosos. Yo me volteé a ver y era una muchacha. La estaban
cacheteando horrible. La agarraron por el cabello y la iban a arrastrar por el
suelo con la moto andando. Yo me devolví a defenderla”. Un gesto intolerable
para los efectivos. Uno se bajó de la moto y la empujó contra la reja del
terminal de autobuses. Le cayó a patadas. Una. Dos. Tres. Muchas veces.
El otro le puso una pistola en la frente. El primero, encolerizado, le gritaba:
“¡Mátala, mata a esa perra. Dispara!”. Katheriin intercedió. Era su madre, por
Dios. Los hombres entonces giraron el periscopio de su violencia hacia la
muchacha de apenas 21 años. “La golpearon muchísimo. Yo les gritaba que me
mataran a mí y la soltaran a ella”. Madre e hija en encarnizada defensa una de
la otra. La calle entera era un caos. Los soldados distrajeron sus golpes en
otra gente. Alguien las sacó de ahí en una moto hasta la entrada de Rubio.
“Fuimos a donde la suegra de mi hermana a pasar el susto”. Faltaba lo peor.
***
Luego de un largo rato salieron,
con ánimo de volver a su casa. Pero vino una nueva arremetida: “Salimos
corriendo todos otra vez. En mitad del gentío se me perdió mi hija”. Se
desesperó. Gritaba su nombre. Corría de un lado a otro. La autoridad era una
jauría hambrienta. Vio la reja abierta de una casa y se metió. La gente de la
casa la sacó a patadas. La entregaron a los efectivos. “Uno me empezó a
ahorcar. Yo me estaba asfixiando. Otro me echaba vinagre en la cara: “¡Te gusta
el vinagre, guarimberita! ¡Abre los ojos, coño de tu madre!”. Una mujer de
uniforme le propinó otra ración de patadas. La tiraron dentro de una camioneta,
de cabeza. “Vamos a ver si cuando te pongamos electricidad no vas a decir quién
te financia”. Ella no entendía nada. Mientras se la llevaban detenida,
solo pensaba en su hija.
***
Apenas entró al salón vio a
Katheriin, vendada, descalza. Pero no tuvo tiempo de mucho. La trasladaron a un
cuarto: “Allí me echaban agua encima. Eso era a cada rato. Luego me colocaron
descargas eléctricas en las uñas y en los pies. Unos corrientazos muy fuertes.
También me lo hicieron en los senos…”.
(Gloria dejó de hablar, se le
atascaron las palabras en la garganta, en el cielo de la boca, en el recuerdo.
Se puso a llorar, como partiéndose en pedazos. Se excusó conmigo: “Ay,
discúlpeme, es que esto es muy fuerte”. Narrar los hechos le hizo exhumar el
pánico. Tomó aire. Y siguió).
“Entonces llegó una mujer que
regañó a los soldados. Me llevó junto a mi hija. Ahí nos tenían esposadas. Y
nos fueron pasando a otro cuarto una por una. Nos tomaban fotos. Yo no sabía
para qué. Cada vez que traían a un estudiante detenido era horrible, los
gritos, lo que le hacían. A mi hija la pusieron a ver cómo golpeaban a un
muchacho, un enfermero. Katheriin lo conocía. Lo arrodillaron y le daban
patadas en la cara. Le partieron la nariz y casi la mitad de la dentadura.
Sangraba tanto que mi hija casi se desmaya. Se burlaron de ella. Decían:
‘¡Malditos, los vamos a llevar a una fosa, los vamos a picar en pedacitos!’. A
mi hija le decían que la iban a trasladar para la cárcel de Santa Ana para que
la violara un pran. Yo era puro llorar, estaba demasiado asustada. Duré doce
horas con los ojos vendados, imagínese eso. A cada rato pasaban y nos
golpeaban. Había uno que se paraba encima de los pies descalzos de mi hija, por
puro gusto. Nos agarraron los teléfonos y ponían cosas horribles. Cuando
alguien me llamaba le decían que ya yo estaba muerta”. Gloria se detiene. El
llanto le tapa la boca otra vez. Le amarra las frases. Es devastador cuando se
calla.
A medianoche llegaron el alcalde
de Rubio y varios concejales a ver el estado de los detenidos. Previamente, los
efectivos se encargaron de desesposarlas, quitarles las vendas, limpiar los
golpes, peinarlas. A los estudiantes los vistieron con cualquier franela a
mano. Un concejal, cuando vio el estado de la madre y la hija, no dudó en
decirle a un sargento: “Yo me cambio por esas dos mujeres”. Lo ignoraron por
completo. A las dos de la madrugada llegó el Cicpc. A Gloria le dieron para que
firmara una declaración donde reconocía que le habían respetado todos sus
derechos. Ella se indignó, dijo que no lo iba a firmar porque era falso.
Demasiado falso. De paso, ya le había contado a Yamilet, en un momento que
logró verla, que un guardia había montado en Facebook una foto suya, vendada,
rodeada de bombas molotov, morteros, clavos y botellas de vinagre. La postal de
una terrorista.
***
Eran 22 detenidos, dos
profesores, un fotógrafo, estudiantes, gente que no estaba protestando y un
discapacitado con la pierna llena de perdigones. Entonces las montaron en un
convoy. Las llevaban agachadas. A Gloria le tenían un pie montado sobre la
cabeza: “Aquí va esta perra maldita”, decían. Les quitaron los 2.600 bolívares
que llevaban para hacer mercado. Las llevaron hasta el comando de San Antonio
del Táchira. Allí duraron tres días detenidas. Nunca les dejaron ver a la
familia. Les servían solo arroz en las comidas. Arroz. Arroz. Arroz. “Allí
estuvimos, desde el miércoles hasta el viernes, sentadas, sin poder acostarnos,
sin bañarnos ni cambiarnos de ropa. Decían que nos iban a hacer un juicio
militar, imagínese. Nosotras no entendíamos nada. ¿Juicio por qué? Nos querían
llevar al Centro Penitenciario de Barinas”.
“Mamá, estoy asustada”. “Yo también,
hija. Vamos a rezar”.
***
Finalmente, gracias a la
marcación cerrada de los abogados del Foro Penal Venezolano, lograron salir.
Tienen una medida cautelar. Madre e hija deben presentarse todos los 24 de cada
mes en la fiscalía de San Antonio.
Gloria, a pesar de tanto, es
irreductible. “Yo quería demandar porque me violaron mis derechos”. Cuenta que
la hija, aterrada, le rogaba: “Mamá, nosotros somos muy humildes, somos pobres,
¿quién nos va a escuchar?”. La juez le dio un argumento mayor: si demandaba
todo sería peor.
Le pregunto si le parece más
apropiado que use un seudónimo para esta crónica. “No me importa que diga mi
nombre. No quiero que esto le pase a ningún otro venezolano”. Me quedo en
silencio. “Claro”, apenas respondo.
Me habla de las secuelas.
Contusiones, golpes internos, inflamación de la cervical, dislocación del
hombro. Y el sueño, que se le fue no sabe para dónde. Aún conserva algunos
morados en el rostro. Entonces me suelta una frase que resume toda la
violencia: “Yo era un hígado… Mi cara era un monstruo”.
“¿Tiene miedo?”, le pregunto. Me
confiesa que teme que en una de las presentaciones la dejen detenida. “¿No
prefiere callar?”, insisto. “Todo esto tiene que saberse”, explica. Anoté
su nombre por segunda vez: Gloria Tobón.
“Yo estudié hasta cuarto año de
bachillerato. He trabajado como repostera, en mantenimiento, cosas así. Ahora
soy una perseguida política, ¿qué me le parece?”. Un nieto la requiere con
llanto y persistencia. Cuando terminamos de hablar me asomo a la ventana. En la
calle veo una pancarta: “Maduro es Pueblo”.
Esta es solo una de las 160 historias de tortura que nunca se han
contado en cadena nacional.