Por Luis García Mora
El juego
presidencial luce confuso.
Uno dice y
delimita el atributo “presidencial”, ya que a ese nivel de mando, el de la
Presidencia de la República, se espera una conducción clara y oportuna para
asumir que nos encaminamos a alguna parte en cuanto al manejo y la resolución
de la actual crisis de Estado y de Nación que nos desborda.
Y no es que
se dude de la capacidad de Nicolás Maduro para ejercer el rol, porque no: aún
la ciudadanía tiene esperanzas. Exiguas, limitadas, pero esperanzas al fin. Se
trata del perfil del hombre de las dificultades al frente de un Estado que las
circunstancias van delineando.
Sobre todo
en crisis estructurales como la nuestra, en las que urge un vigoroso golpe de
timón, so pena de que todo se vaya al diablo.
Pero más
alarmas encendidas imposible.(...)
No se trata
de un juego tan falaz como el yo me paro o tú te paras de una
negociación de vida o muerte, en la que hasta el árbitro tuvo que traerse de
afuera, pues en esta institucionalidad eso no existe.
La cuestión
es más directa y más pragmática para un Jefe de Estado que se precie es que en
principio debe acrisolar en su figura un compromiso fuerte y no mercenario con
el país, para cuya conducción ha sido electo por sus millones de conciudadanos.
De
compatriotas.
No de
soldados.
Y, por
encima de todo, debe demostrar que es la persona adecuada, el estadista que la
circunstancia ha colocado para moldear un acontecimiento extraordinario como lo
es la transformación de una irracionalidad en algo lógico. De una
protodictadura en democracia.
Algo que en
otra coyuntura se diría fácil. Y hoy no lo es.
Tendría
Nicolás Maduro que acometer el actual proceso político, económico y social
venezolano, no como una sucesión a la cubana o a lo Corea del Norte, y
terminar por acabar con el país de una vez por todas.
O de asumir
con el coraje que tal tarea amerita la conversión de la sucesión en transición.
Es decir,
tomar para él la grave responsabilidad que el destino le ha puesto: desarmar
esa irreversibilidad política de este proceso y desatrancar este
absolutismo hereditario, casi monárquico, fuera de época, que nos está
transportando hacia la ruina, al cataclismo, a la desgracia.
Comparece
ante la Historia, diría alguien, como el mejor intérprete de un pacto para
resolver una crisis de estado. Un hombre ha de ser recordado en el mañana
por el valor que en su momento supo darle a la concordia y al acuerdo, en un
país que los necesitaba como al oxígeno, y que utilizó el diálogo y el consenso
como método. Y que al final logró interpretar los mejores intereses de su
pueblo.
Es allí, en
las complejidades del poder, donde un estadista hurga para encontrar su razón
de Historia y su razón de ser ante las crisis. Y no dejarse doblegar por
las mediocridades de su entorno, por intereses partidistas y hasta ideológicos,
capaces de engullir los sueños más sublimes. Hombres, estadistas, como
Lagos, López Contreras o Adolfo Suárez, quienes acometieron procesos de
transición trascendentales, anteponiendo el interés general de sus países al de
cada una de sus facciones en plan de muerte.
Hay una
oportunidad para Maduro el día de hoy.
Una
oportunidad de búsqueda de salidas pacíficas y democráticas a este conflicto
que parecieran imposibles si no se salta por encima de los obstáculos que
anteponen las mentes obtusas. Los proyectos pequeños, las personas
oscuras.
Le daría
autoridad y credibilidad en esta coyuntura crítica. Como en la España
posfranquista, el Chile de Pinochet o la Venezuela posgomecista. Adolfo Suárez,
Lagos y el general López Contreras dieron un paso histórico. Y lo hicieron ante
la crispación en que el bloqueo de todo diálogo interpolítico o interpartidista
se habían adueñado de los espacios.
Como aquí.
¿Es Maduro?
¿Será Maduro el conductor de este proceso?
Fue Adolfo
Suárez, fallecido estos días, un político que se había construido y configurado
como tal en el partido único de la dictadura franquista. Y fue él precisamente
quien desmontó las estructuras del franquismo, organizó las primeras elecciones
libres y convocó a los pactos de La Moncloa. La primera y única iniciativa
compartida por fuerzas políticas, empresariales y sindicales para afrontar una
crisis económica. Y como se lo reconocen todos en la España de hoy, supo
comprender que no habría Constitución democrática sin la participación de la
izquierda, la derecha y el centro para el restablecimiento de las libertades y
un sistema político de corte moderno.
Fue Ricardo
Lagos, la noche del 25 de abril de 1988 ante un Chile herido de muerte, quien
aceptó participar en el plebiscito convocado por la dictadura de Augusto
Pinochet, como una oportunidad de votar y abrir las puertas a una transición a
la democracia, aun al costo político de ser tildado por sus propios compañeros
más radicales como un traidor a la causa.
Fue el
general López Contreras quien, cercenando con un corte el pasado dictatorial
gomecista y abriendo un surco demorado, angosto, pero valiente nos enrumbó
hacia una Venezuela democrática.
Transición.
Una sola. Ésta que se abre en la Venezuela de la ruina y la violencia para un
hombre llamado Nicolás Maduro, pero sólo si tiene el guáramo para asumirla y
desarmar la irreversibilidad de este proceso que estrangula a la política como
ordenadora de la convivencia civilizada, y sólo deja abierto el camino
fratricida, sin mecanismos capaces de asegurar la legitimidad y la estabilidad
necesarias para existir como nación, como pueblo plural.
La calle
clama –y clamará todavía más– cambios a fondo.
La crisis
económica, como dice Asdrúbal Oliveros, es peligrosa, antipática. Y hasta ahora
Maduro ha sido astuto en correr la arruga, en postergar los ajustes necesarios
y encontrar culpables imaginarios a su crisis de gestión ante el descontento popular.
Sin una evaluación ni un mea culpa del por qué llegamos aquí. Sin
mayores expectativas. Como si la inflación no devastara y una escasez récord no
hubiera vaciado las despensas.
Confiando
quizás en la magia.
Y aquí
valdría la pena suscribir, por gráfico y estremecedor, el diagnóstico de la
crisis que precisa Leonardo Vera: la disfuncionalidad de las instituciones del
Estado, la parálisis en la toma de decisiones, la sobrecarga de demandas
ciudadanas, de creciente insatisfacción con la gestión del gobierno (75-80%
considera que este gobierno es malo) que indicarían que la crisis de
ingobernabilidad “no es un escenario en perspectiva, sino más bien una realidad
presente, visible y constatable”.
Desatorar el
proceso. Ése es el desafío.
Evitar
yugular una Venezuela civilizada.
Con un
compromiso democrático y la fuerza de la personalidad de quien decide el rumbo.
¿Puede ser
Nicolás Maduro (o, mejordicho, es el presidente Maduro mientras esté ahí) el
hombre, capaz de conducir la transición venezolana hacia la paz y la
convivencia, hacia la normalización democrática?
***
Cráteres
- Para
algunos venezolanos, el Maduro lo que tiene que decir en definitiva es que éste
es un Gobierno de transición y la oposición afloja. Tienen que eliminarle la
irreversibilidad al proceso, decidir a las luces de la catástrofe si éste es un
proceso chavista, signifique eso lo que signifique, o un proceso democrático.
Porque ambos conceptos se contradicen en las palabras y en la acción. Y con
esta indecisión entre lo práctico y lo ilusorio tiene al país y a la oposición engatillados…
- Según una
encuesta realizada por una firma respetable y conocida para un sector
empresarial, el apoyo revolucionario ha disminuido del 56 al 37 por ciento en
los últimos cuatro meses. Y la percepción general de quién manda en el
país le da 60 puntos a Diosdado Cabello, mientras que entre los chavistas
se cree que es Nicolás Maduro el que manda…
- Tres
elementos se mantienen y se consideran claves en el seno de la dirección
opositora, reclamados en general por toda la colectividad, y que se perdieron
en este proceso: unidad, inclusión y respeto.