Se cumplen ahora, en
septiembre, exactamente cuatro años de la aparición de El
hombre que amaba a los perros, una novela que me empeño en no olvidar y
que no sea olvidada, no solo por su carga de profundidad en la que su
autor, el cubano Leonardo Padura, dinamita todos los prejuicios tanto
intelectuales como históricos sobre un tiempo atroz donde los haya, los años
treinta y cuarenta del pasado siglo, sino por la excelencia de sus
planteamientos estructurales, (...)
por la verdad y necesidad de sus premisas y
argumentos, y por la grandeza de sus resultados. Si a ello añado que su extensa
documentación obra el milagro de lograr un reflejo fiel de las condiciones
históricas, sociales e ideológicas de esta época convulsa y desgarradora, sin que
obste el desarrollo de una trama ficcionada en la que los personajes reales
hábilmente injertados en ella alcanzan dimensiones humanas, puedo afirmar que
nos encontramos con una de esas novelas de verdad imprescindibles y cuya
lectura, a pesar de sus más de setecientas páginas, a más de amena, no deja a
nadie indiferente: se devora con esa ansiedad expectante y exultante que solo
sentimos cuando hallamos un libro completo.
Leonardo Padura nos
lleva por medio de un análisis riguroso y exhaustivo a los escenarios donde Trotski, en su largo exilio
itinerante, está obligado a habitar, perseguido por el odio incontinente de Stalin, y a los
movimientos que el que será su asesino, el español Ramón
Mercader, lleva a cabo para llegar limpio de culpa hasta él, en un
proceso de banalización del mal impulsado por los soviéticos, semejante a aquel
del nazismo que diera pie durante esos años a toda una teoría psicológica -de
la lúcida Hannah Arendt- sobre los terribles y obscenos ejecutores
del mal. A estos dos ejes se suma un tercero de no menos peso en la novela, el
del propio narrador, Iván, joven cubano al que se hace depositario de la
historia de este asesinato al tiempo que nos narra la suya propia, en aquella
Cuba de represiones, miedo y manipulaciones ideológicas que aún persiste.
Al cabo, la novela
resulta ser un extraordinario fresco que recorre las ideologías de izquierda en
aquellos años, desde la Unión Soviética a la Guerra Civil española y la
II Guerra Mundial, en un sueño que se quedó en nada, lobotomizado por una
gigantesca maquinaria de destrucción masiva y por sus propias e internas
inquinas, combates y deseos de poder. Trotskistas, comunistas, marxistas,
menchevistas, anarquistas… aparecen disputándose la tierra de la utopía,
incapaces de llevar a buen puerto en ninguna parte del mundo el sueño más
poderoso que hombre alguno hubiera jamás imaginado, un sueño que acabó siendo
una aterradora pesadilla.
Ramón Mercader |
Liev Davídovich,
Trotski, aparece treinta años después de iniciada su lucha revolucionaria, en
un momento en que era evidente que se había quedado solo, “viendo
cómo a su alrededor el mundo se quebraba bajo el peso de la reacción, los
totalitarismos, la mentira y la amenaza de una guerra devastadora”. Era el momento en
que la nueva campaña estaliniana propagaba el mito: “De
un lado el horror, encarnado por el fascismo, y del otro la esperanza y el
bien, representados por los comunistas encabezados por Stalin. La trampa estaba
servida y Liev Davídovich comenzó a predecir la caída en el foso de casi toda
la fuerza progresista de occidente”. Desterrado por Stalin a la isla turca de
Prínkipo junto a su mujer, Natalia Sedova, y uno de sus hijos, Liova, después a
Barbizon, el pueblo francés que Millet, Rousseau y otros paisajistas
habían hecho célebre, para recabar en la Casa Azul de Diego Rivera y Frida Kahlo, en México, después
de pasar por Noruega, su obligada itinerancia le permite continuar siendo
testigo de excepción de todos los movimientos que se gestaban en el mundo
occidental, entre los horrores del incipiente fascismo y la locura carnicera de
Stalin, y de sufrir la desaparición y muerte de todos sus hijos, así como la
tortura y ejecución de casi todos los hombres -y sus familias- con los que
había luchado en una tierra arrasada por el sistema estalinista, sobre el que
una compatriota escribiría: “Siento que hemos llegado al fin de la
justicia en la tierra, al límite de la indignidad humana. Que han perecido
demasiadas personas en nombre de lo que, nos dijeron, sería una sociedad mejor”. Veinte millones
de personas, ni más ni menos.
Ramón
Mercader (foto: blogs.sapiens.cat)
El segundo eje lo
constituye la peripecia vital de Ramón Mercader, cuyo perfil psicológico se
reconstruye en un intento de entender los motivos que le llevarían a ser el
asesino de Trotski. Una madre posesiva y vengativa, una ideología obsesivamente
fiel a los dictados de Stalin, y que sometía a sus principales adeptos y
ejecutores a un total lavado de cerebro que incluía la destrucción de su alma,
y unos maestros que sobrevivían al miedo y a la culpa gracias a un depurado
cinismo, constituyen el basamento sobre el que se alza esta obra maestra de la
penetración psicológica. Lentamente pero sin pausa, Leonardo Padura reconstruye
la atmósfera vital de Mercader y la de aquella convulsa España sometida a las
inquinas y odios dentro de la propia izquierda, a los vaivenes que el apoyo de
Stalin o su abandono definitivo provocarían en nuestra historia: “Lo
más triste había sido ver cómo un país valiente, que tuvo la Revolución al
alcance de sus dedos, había sido sacrificado por los dueños de la Revolución y
el socialismo”. Porque la misión de Ramón Mercader sería “la
de drenar el odio que otros habían acumulado y, alevosamente, habían inoculado
en su espíritu”, hasta el punto de que “el día que mataste a
Trotski sabías por qué lo hacías, sabías que eras parte de una mentira, que
luchabas por un sistema que dependía del miedo y de la muerte”.
Por último, el
narrador, Iván, receptor de las confidencias de “el hombre que amaba
a los perros” que acaban constituyendo el relato de la novela, encarna el
sentido común, la independencia de criterio y la generosidad, en un tiempo
posterior, treinta años después, y en otra tierra, Cuba, también desquiciada
por la aplicación de una doctrina, la socialista, que tenía institucionalizadas
la pobreza y la represión generales: “Habíamos sido juguetes de
prejuicios ancestrales, de pasiones ambientales del momento y, sobre todo,
víctimas del miedo”.
La concatenación de
los tres relatos se produce en la novela con una sagaz labor de manejo del
tiempo narrativo y de las perspectivas. La elección de la narración desde tres
ópticas que se alternan permite que el lector obtenga una visión panorámica y
prismática al mismo tiempo, que da como resultado una obra de la que no se escapa
nada, que atiende a todos los aspectos de la historia con rigurosa y aguda
mirada, una manera de mirar atenta a la verdad frente a la hipocresía, que le
lleva a exclamar: “Al carajo Trotski si con su fanatismo de obcecado y su
complejo de ser histórico no creía que existieran las tragedias personales sino
solo los cambios de etapas sociales y suprahumanas”.
Porque, “¿De
qué otra cosa sino de la mar podemos hablar los náufragos?”. Por esos
náufragos que somos, hemos sido o seremos, conviene recordar libros como este,
que se obcecan en abrir ventanas para que nadie perezca de esa inanición
terrible que produce la falta de verdad, de claridad y de luz. Leonardo Padura
es un sabio con agallas que sabe mucho del mar. No, no conviene olvidarlo.
Yolanda Izard