Gracias Doctor!
PERFIL: Jacinto Convit, 100 años de vida
dedicados a la
ciencia
PANORAMA
Maidolis Ramones Servet / Maracaibo
“¡Quítenle las cadenas porque ése es un ser humano!”,
gritó un médico residente a dos funcionarios de seguridad armados que traían,
en contra de su voluntad, a un paciente a la Leprosería de Cabo Blanco, ubicada
en Maiquetía, estado Vargas.
Corría el año 1938 y el médico era Jacinto Convit quien,
con apenas 24 años, iniciaba una cruzada contra la lepra que, por amor al
enfermo, no abandonaría nunca, ni incluso hoy, a sus 100 años de vida.
“Los enfermos eran aislados a la fuerza, legalmente,
pero a la fuerza. Era lo que se llamaba aislamiento compulsorio, donde el
paciente e inclusive los familiares sufrían la presión de las autoridades
sanitarias”, recuerda el médico venezolano, reconocido mundialmente por haber
encontrado, en 1987, la vacuna contra la lepra, una enfermedad históricamente
incurable, mutilante, vergonzosa y estigmatizada, desde al menos dos mil años
antes de Cristo.(...)
“Cuando el hombre tuviere en la piel de su cuerpo
hinchazón, o erupción, o mancha blanca, y hubiere en la piel de su cuerpo como
llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote o a uno de sus hijos los
sacerdotes. Y el sacerdote mirará la llaga en la piel del cuerpo; si el pelo en
la llaga se ha vuelto blanco, y pareciere la llaga más profunda que la piel de
la carne, llaga de lepra es; y el sacerdote le reconocerá, y le declarará
inmundo”, se señala en La Biblia (Levítico 13, 1-2).
Para Jacinto, más allá de ser premiado por la
Organización Panamericana de la Salud, estar en la lista de los hombres más
valioso de la Organización Mundial de la Salud, ser premio Príncipe de Asturias
de Investigación Científica (1987) y tener una nominación al Premio Nobel de
Medicina (1988), su mayor logro con sus investigaciones y vacuna es haberle
devuelto los derechos humanos a los pacientes con lepra.
“Nunca ha trabajado para ser famoso o reconocido, mucho
menos rico. Su trabajo incansable y apasionado ha sido por amor a la humanidad.
No es un científico que inspire miedo o distancia. Su presencia es sinónimo de
respeto, paz y dedicación”, describió Ignacio Moreno, psicólogo social, quien
trabaja directamente con Convit en la producción de herramientas
comunicacionales para la difusión de avances científicos.
Jacinto Convit García nació el 11 de septiembre de 1913,
en la populosa parroquia La Pastora, de Caracas, fue uno de los cuatro hijos de
un español de origen catalán nacionalizado venezolano, Francisco Convit y
Martí, y de madre venezolana Flora García Marrero, de origen canario. Se
trataba de una familia consolidada, si se quiere pudiente y de consagrados
valores, que se vio enfrentada a una sorpresiva crisis económica.
“El papá de mi abuelo perdió la mayor cantidad de su
dinero en una especie de fraude o negocio familiar. Fue robado o engañado por
otro miembro de la familia. Mi abuelo me cuenta que hubo una época en la que se
prestaba los zapatos con los hermanos para poder ir al colegio”, contó su
nieta, Ana Federica Convit, a quien con cariño todos llaman “Kika”.
Los ojos, azules y de mirada penetrante de Convit,
hubieran preferido quedar ciegos antes de mirar con asco o desprecio a un
paciente con lepra o con cualquier otro tipo de enfermedad.
“De niño, me cuenta que lloraba cuándo veía a un
enfermo. Poseía una especie de don para sentir lo que el paciente estaba
sufriendo y lloraba, lloraba mucho. Creo que colaborar con acabar con el
sufrimiento de la humanidad fue lo que lo llevó a ser médico”, afirma Kika.
Es tal su sensibilidad que después de más de 70 años de
ejercicio profesional inagotable, ve a un paciente con la misma sensibilidad con
que hizo una revisión médica la primera vez: “Los trata con un respeto y una
delicadeza increíbles. Otro en su lugar y con tanta trayectoria pudiera pensar
que se trata de un enfermo más, pero no, cada paciente para él es único”,
reafirmó Ignacio Moreno.
En La Pastora de principio del siglo XX, Jacinto era un
niño más. Confiesa que sus juegos favoritos eran el trompo de madera y la
perinola. Quienes más influyeron en su vida fueron sus padres, extremadamente
dedicados al hogar, y su tía Teté, Enriqueta Callejas, quien vivía con la
familia y de quien Convit ha expresado melancólico que “era un ser de esos que
forman parte de la historia que pasó y no se volverá a repetir”.
Creció en un ambiente cálido y conservador, cuya familia
era asidua a acudir a la misa los domingos.
“Era una iglesia bella... la iglesia de La Pastora. Yo
aprendí a leer en una escuelita que dirigía una señora de apellido Betancourt.
Después entré al colegio San Pablo, que era una institución familiar comandada
por los hermanos cumaneses Martínez Centeno, descendientes del Mariscal Sucre.
Allí cursé toda la primaria. Y entonces pasé al liceo (Andrés Bello de
Caracas), donde me dio clases Don Rómulo Gallegos. Poca gente sabe que él era
profesor de Matemáticas, una materia que conocía muy a fondo. Le saqué 20
puntos. Gallegos no pudo seguir en el liceo porque lo expulsaron del país: eran
los tiempos de Gómez”, relató Convit, durante una entrevista.
En una biografía titulada “Convit: un médico en la
calle”, el autor Vicglamar Torres, cita la admiración del científico por un
hecho natural tan impactante que toca lo mágico: miles de mariposas bajaban de
la montaña hacia las calles de La Pastora. “¡Eso sí era una belleza. Era la
vida y punto! Nosotros las cazábamos con unas mallitas improvisadas. Con los
años, leí a García Márquez. Cien años de soledad estaba cogiendo fama. Cuando
leí lo de las flores amarillas, dije: ¡Hum!, éste como que vivió en La
Pastora!”.
Pese a las precariedades, Jacinto logró inscribirse en
la Universidad Central de Venezuela (UCV), el 19 de septiembre de 1932, recién
cumplidos los 19 años.
“El rector era (el médico venezolano) Plácido Rodríguez
Rivera, nombrado por Juan Vicente Gómez. Fue nombrado por un dictador y era un
hombre sólido, fuerte de carácter, muy educado, pero nada de injusticias y
cosas de la dictadura”, relata Convit.
El día de las inscripciones en la universidad, Jacinto
iba junto a un grupo de alumnos nuevos por las escaleras, rumbo al segundo piso
del edificio, donde se realizaba el papeleo. “Ésta es una casa de estudios y de
respeto”, les dijo Rodríguez Rivero. “Entonces la cosa era como que importante
para aquella época. No sabíamos que era el rector, pero estaba allí, parado al
final de la escalera”, describe.
Pasado el segundo año lo trasladaron al Hospital José
María Vargas para hacer estudios químicos, anatomía topográfica y autopsias.
Cada día su afán de estudio aumentaba. Después del
cuarto año se le asignó a él y a su grupo de compañeros el cuidado de los
enfermos del hospital.
Era un hombre de contextura gruesa y rasgos atractivos
que, en 1937, cautivó la mirada de una enfermera llamada Rafaela Martota
D'Onofrio , quien flechó su corazón por siempre y para siempre. “Mi abuela, era
una joven muy bonita. Con una silueta bien formada y un pelo negro muy cuidado.
Ella le regaló una foto cuando él se internó en la leprosería para que siempre,
a pesar de la distancia, recordara lo linda que era”, relata Kika.
Siendo estudiante de medicina, Convit hizo una visita a
la Leprosería de Cabo Blanco y quedó impresionado. “Fue una visión
profundamente dolorosa. Era un grupo muy grande de pacientes. No tenían
tratamiento y estaban execrados, rechazados por una sociedad profundamente
egoísta, incapaz de entender el dolor humano. Entonces, en esa oportunidad
sentí un gran deseo por trabajar con esa gente, de ver qué se podía hacer por
ellos y me decidí a a trabajar en los aspectos médicos de esa enfermedad”,
describió Convit, durante el programa Los Imposibles, del escritor venezolano
Leonardo Padrón.
Josefina Fernández, de 88 años y una de las pacientes de
Jacinto Convit en el leprocomio, confirma la tragedia social, y sanitaria de la
lepra: “Llegué a Cabo Blanco de 8 años. La gente joven no se imagina lo que es
un flagelo así, que hasta tu familia te reniegue y te encierren. El doctor
buscó curarnos de todas las formas posibles. Nos alivió el cuerpo y el
corazón”.
La imagen de ese lugar de enclaustramiento y destierro
social quedó plasmada en la memoria de Convit. “Eran seres condenados a un
aislamiento impuesto por la ley, separados de sus familias, y que tenían que
adquirir una nueva personalidad: la del enfermo de lepra”, contó.
Un año después, ya a punto de graduarse, los médicos
Martín Vegas y Pedro Luis Castellanos le ofrecieron el cargo de médico
residente de la leprosería. Para cualquiera hubiera sido un castigo, para
Convit, un sueño hecho realidad.
El sueldo, lo de menos para Jacinto, era de 1.500
bolívares mensuales. Sin pensarlo dos veces lo aceptó y una vez adentro no paró
de trabajar. Conviviendo con los enfermos, compartiendo su dolor y luchando por
conseguir la cura de la enfermedad que los aquejaba. Durante 15 años, se aisló
como un paciente de lepra más.
“Él es un hombre ajeno a los problemas. No le gusta que
nadie le llegue con conflictos. Pide y trabaja soluciones”, expresó Elsa Rada,
bióloga inmunoparasitóloga, quien trabaja en investigaciones con Convit desde
hace 32 años.
La leprosería era una inmensa casona, hecha en 1906,
durante el gobierno de Cipriano Castro, albergaba a 1.200 pacientes recluidos.
Jacinto cuenta, con la voz ronca y pausada que lo
caracteriza, que los pacientes eran literalmente capturados donde vivían y
trasladados allí. “Los que venían de zonas distantes eran traídos en barco y los
de zonas más cercanas, en camión”.
El médico recuerda que la gente era “capturada” solo por
sospechar que padecían la enfermedad. “Se tapaban los espejos, como si el
reflejo del mal fuese a contaminar hasta las sombras”.
El paciente por el que Convit gritó a los funcionario de
seguridad sanitaria venía de Maturín. “Eran como las tres o cuatro de la
mañana. Llegó encadenado y acompañado de dos hombres armados. Yo me ofusqué.
Los dos hombres me obedecieron y lo soltaron. El paciente estuvo relativamente
poco tiempo. Como a los cuatro meses, se fugó de la leprosería. Era un ambiente
inaguantable”, reafirma el científico.
“Había gente extraordinaria, pero contagiada. Más que
una medicina, a veces necesitaban una conversación. A veces regañaba hasta al
cura, porque se le pasaba la mano. Recuerdo que le decía: ‘ellos también son
feligreses”, relató.
La lepra se trataba con aceite de chaulmoogra y se
aliviaba el dolor con derivados de morfina. El aceite lo refinaba un danés,
Jorge Jorgesën, químico experto que había participado en la guerra mundial.
Pero el enfermo no se curaba, debía encontrar un tratamiento más eficaz.
En 1945 fue a Brasil, donde intercambió información con
los estudiosos de la materia en el vecino país. Allí encontró 22.000 enfermos
de lepra, también con múltiples problemas.
A su regreso fue nombrado médico director de las
leproserías nacionales, cargo que desempeñó hasta 1946. Ese mismo año fue
designado médico director de los Servicios Antileprosos Nacionales, y desde
julio de 1946, médico jefe de la División de Lepra; correspondiéndole por tanto
organizar toda la red nacional de lucha contra la lepra.
“Después de mi viaje a Brasil, llegué a la conclusión de
que era necesario cerrar las leproserías como procedimiento de lucha contra la
enfermedad”, afirma.
“Me acerqué a la Universidad Central y hablé con un
grupo de estudiantes, jóvenes que estaban cursando cuarto y quinto año de
medicina, y los engatucé. Les dije que juntos podíamos hacer un trabajo muy
importante como era eliminar la hospitalización compulsoria. Catequicé a ocho o
nueve estudiantes que trabajaron conmigo en la leprosería durante largo
tiempo”, recuerda el médico.
Un alivio para el alma, en medio de tanta lucha
apasionada era Rafaela. Luego de 10 años de amores, el 1 de febrero de 1947 se
unió en matrimonio con ella para formar una pareja sólida, que pudo contar más
de 60 años de compartires. De la unión nacieron cuatro hijos: Francisco (1948),
Oscar (1949), Antonio y Rafael (1952), quienes son gemelos.
En el libro Testimonios de Éxitos, de María Jesús De
Alessandro Bello, Jacinto describió a Rafaela como “una persona de carácter y
organizada en su casa en una forma especial. Le enseñamos a los muchachos cómo
se debían comportar, cómo debían trabajar y la respuesta que han dado ha sido
satisfactoria”, explicó.
La leprosería cambió lentamente desde que Convit dio en
ella su primer paso. Día a día, acto tras acto, ya no era un edificio oscuro
donde el paciente era un ser apartado. Los enfermos se convirtieron en parte
del personal de trabajo. Jacinto Convit les tendió la mano de igual a igual. Se
hizo su amigo. Conformaron un equipo. Se sentían útiles trabajando en pro de
una causa: acabar con la enfermedad.
“Cuando cumplí 13 años, Convit ingresó de pasante. Lo
recuerdo alto, buenmozo y de grandes ojos azules. Crecí oyendo sus charlas,
viendo sus investigaciones, pero nunca pensé que me curaría”, confiesa Josefina
Fernández.
Pero Jacinto demostró que sí había cura. Había
conformado un equipo multidisciplinario con los mismos pacientes, los ocho
estudiantes de medicina, una farmacéutica de nombre Elena Blumenfeld y una
laboratorista de origen argentino, que había llegado a Cabo Blanco durante una
visita que efectuó el “Che” Guevara con el objeto de ver la leprosería.
“Hablé
muy poco con el “Che” Guevara porque apenas pasó una noche en Cabo Blanco: al
día siguiente se iba, creo, a Bolivia. (el bioquímico, amigo del Ché, Alberto)
Granado se quedó un año y se fue después a Cuba”, explicó.
El doctor Antonio Wasilkouski, un farmacólogo polaco,
montó un pequeño laboratorio para producir medicamentos.
“Los estudiantes nos ayudaron para organizar la forma
cómo debíamos transformar a Cabo Blanco, primero en un centro de tratamiento al
enfermo de lepra, no en un centro de esos de discusión de si debían o no
casarse, nada de eso. Lo que íbamos a hacer era organizar a Cabo Blanco como un
centro de tratamiento y curación de la enfermedad”, afirmó.
“Hicimos contacto con otros países como Brasil,
Filipinas e Inglaterra, que tenía muchas colonias donde habían leproserías. Se
determinó que la Diamino-Difenil-Sulfona (el llamado DDS, que era activo contra
las microbacterias) era un medicamento básico importante para la curación.
Posteriormente agregamos otra droga que era la clofazimina. Con esos dos medicamentos,
tratamos a 500 pacientes de la leprosería y en un plazo de dos años, se
curaban. Fue una verdadera revolución”, describió el científico de una memoria
inagotable y sorprendentemente lúcida.
Convit, que al hablar de sus investigaciones siempre lo
hace un plural, aclarando que todo los estudios en su vida han sido producto de
un trabajo en equipo, presentó al Gobierno un nuevo plano de cómo debería
realizarse el control de la enfermedad.
“Ese nuevo plan, era principalmente tratar a los
enfermos en las áreas donde vivían para no separarlos de la familia y evitar
esa tragedia que era trasladar a una persona a la fuerza a un hospital
abandonando a su familia”, describió.
Con resultados en mano y un placer casi divino, el
equipo de Convit se dirigió a las autoridades del, entonces, Ministerio de
Sanidad para decirles: “Miren, se está cometiendo un error grave al aislar
compulsoriamente a estas personas. Separarlos de sus seres queridos crea una
gran tragedia en los grupos familiares y nosotros encontramos una solución”.
La consecuencia inminente de este importante
descubrimiento fue el cierre de los dos leprocomios nacionales: la de Cabo
Blanco y la de Providencia (Zulia), que albergaban dos mil enfermos. Venezuela
fue el primer país en el mundo en cerrar las leproserías, que pasaron a ser, a
mediados de los 60, servicios antileprosos nacionales.
El procedimiento ideado por los venezolanos fue la base
para desarrollar el tratamiento de lepra en todos los países endémicos.
La pasión de Jacinto era compartida por su esposa
Rafaela, una compañera fiel, abnegada y a quien consideraba “cariñosa, madre
abnegada y apasionada. Un modelo de mujer que ya no hay”. Con ella también
enfrentó un terrible momento de dolor. A los 28 años, su hijo Oscar Miguel,
economista administrador graduado en Houston University, falleció en un
accidente de tránsito.
“El primer impacto fue tremendo. Me causó un dolor
profundo. La mamá estaba muy afectada”, señala Jacinto Convit, quien tuvo que
tomar valor y mostrar una actitud serena para guiar a la familia a sobrellevar
el dolor inconsolable de una muerte tan pronta, cercana, inesperada y trágica.
Ignacio Moreno considera que este fallecimiento,
ocurrido a finales de la década de los 70, impulsó más a Convit a concentrarse
en el microscopio, a distraer el dolor con la búsqueda de soluciones para
mejorar la vida.
Sus otros tres hijos también han desarrollado el ejemplo
trabajador de Jacinto: Antonio es psiquiatra y Rafael es cirujano plástico,
ambos viven en Estados Unidos, donde trabajan en el Manhattan Psychiatric
Center, y en el Washington Hospital de la Universidad de Washington,
respectivamente. Francisco, el padre de Kika, es el único que vive en el país y
se ha dedicado al comercio y a una finca donde cría caballos.
Jacinto fue impulsando la importancia de la
investigación científica hasta lograr la creación del Instituto de Biomedicina,
ubicado en Vargas, el 22 de octubre de 1984. Se trata del anterior Instituto
Nacional de Dermatología, que desde siempre ha dirigido Convit.
Cuando se visita el apartamento del doctor Convit o su
oficina, en medio de una sorprendente sencillez y los libros de ciencia, llama
la atención una figura repetida de mil maneras, materiales y formas: ¡un
cachicamo!
También llamado armadillo, el cachicamo es considerado
el único animal capaz de infectarse con el mycobacterium leprae, bacteria que
provoca la lepra.
Los cachicamos decorativos en madera, arcilla y piedra
vienen de las manos de amigos y pacientes que viajan y no pueden evitar
relacionarlo con Convit, estudiando los aspectos relacionados a la lucha
antileprosa.
El descubrimiento de la importancia de este animal en la
investigación fue aporte de la científica norteamericana Elenora Stors, quien
descubrió la lepra en un tipo de armadillo en EE UU.
Convit inoculó el bacilo de la lepra en estos animales y
obtuvo el Mycobacterium Leprae, que mezclado con la BCG (vacuna de la
tuberculosis), produjo lo increíble: la vacuna.
“La vacuna impulsada por el doctor no solo era curativa.
También preventiva. Fue el fin de un estigma milenario. Un aporte
indescriptible para la sociedad y los pacientes con lepra de todo el mundo”,
expresa con una admiración fraternal Elsa Rada, quien guarda, como tesoro,
todas las indicaciones que el doctor Convit le enviaba, entonces, en noticas de
papel escritas a manos.
Posterior al descubrimiento de la lepra, el hombre, que
jamás ha ejercido la medicina privada porque la considera contraria a su
carácter, se dedicó a atacar la leishmaniasis, enfermedad zoonótica, cuyas
manifestaciones clínicas van desde úlceras cutáneas que cicatrizan
espontáneamente, hasta formas fatales con inflamación severa de hígado y bazo.
“Desarrollamos una vacuna compuesta con el parásito de
la leishmaniasis, que es la leishmania, con el BCG. El tratamiento se hacía,
entonces, con los antimonales pentavalentes, que son medicamentos muy caros.
Preparamos esa vacuna y le economizamos al país dos millones de dólares por
año”, dijo Convit.
Nunca ha dejado de trabajar. Así de simple lo resumen
sus compañeros, amigos y colaboradores.
“Cuando yo llegué aquí, el doctor Convit tenía 77 años.
Me advirtieron que me prepara porque trabajaba mucho, sobre todo, trabajo de
campo. Yo, sinceramente, vi que era un señor mayor y me dije: ‘¿Será que dará
la batalla?’. Pero no solo la daba. Era una energía y una vitalidad increíbles.
Era el primero que se montaba en el carro. Nos íbamos a las zonas rurales a
hacer chequeo de los pacientes. Visitábamos muchos. Nosotros nos alegrábamos
cuando la señora Rafaela nos acompañaba porque ella era la única que se atrevía
a regañarlo: ‘Pero Jacinto, ¿tú no piensas dejar denscansar a los médicos?’, le
decía”, rememora Héctor De Lima, biólogo que trabaja en leishmaniasis en el
área de epidemiología e investigación.
Lo que más sorprende a Héctor es la capacidad de
entendimiento de Convit. “Siempre hacemos planes a largo plazo. Hace cuatro
años hicimos un plan para dentro de 10 años. Tiene toda la carga administrativa
del instituto, los compromisos laborales y además está pendiente de todas las
investigaciones que se realizan. Puede estar hablando contigo y firmar un papel
para otra cosa y luego atender otra persona que le hablará de otro tema
totalmente distinto. A pesar de sus años, nunca se ha pensado en sustituirlo y
creo que alguien que lo sustituya como tal no lo habrá”.
El espíritu inagotable, que lleva a cuesta un cuerpo que
nunca ha saboreado una calada de cigarrillo, ni tomado una copa de alcohol;
causó un revuelo social y médico en 2010, cuando una investigación que había
iniciado cuatro años atrás se dejó colar a los medios de comunicación: Convit
trabaja en una autovacuna experimental contra el cáncer, enfermedad crónica
degenerativa que implica un descontrol en la multiplicación de las células y la
responsable del 21% de las muertes anuales en el mundo.
El revuelo por la filtración de la información acaparó
la atención de medios, especialistas y pacientes. Su nieta Kika acababa de
llegar de Estados Unidos y se unió al grupo de trabajo.
El tratamiento se basa en la combinación de células
cancerígenas procesadas e inactivas del paciente, junto con el BCG. “Al
aplicarla hemos notado una estimulación inmunológica al organismo para
localizar las células tumorales y, en algunos casos, neutralizarlas”, explicó
Convit. En medio de críticas y aplausos, el estudio se ha llevado a cabo con un
reducido grupo de pacientes en los que ha tenido resultados satisfactorios.
Pero desde el año pasado, el Instituto de Biomedicina ha
extrañado la presencia de Convit, próximo a cumplir 99 años.
En mayo de 2011 fue sometido a una cirugía a estómago
abierto por una úlcera perforada. Una intervención riesgosa para una persona de
cualquier edad.
“El cirujano que lo operó, casualmente, es amigo mío y
estaba muy preocupado. Me dijo que tenía miedo por su edad, pero ya a la semana
el doctor Convit estaba en su casa”, cuenta Héctor De Lima.
Sin embargo, un mes después recibiría un golpe mucho
mayor. Rafaela, su compañera de toda la vida, falleció a los 90 años producto
de un enfisema pulmonar. “Creo que eso fue lo que más le pegó al doctor. Ellos
eran el uno para el otro. Una pareja ejemplar. Él estaba muy pendiente de ella
y ella de él”, señala De Lima.
Kika señala que su abuelo es poco asiduo a hablar de
situaciones tristes, por lo que la muerte de su hijo y la de su esposa no son
temas de conversación que salgan a flote. “El año pasado fue duro para mi
abuelo. Mi abuela era una mujer muy astuta y lúcida. La que recordaba todas las
fechas y acontecimientos de la familia. Sin embargo, mi abuelo ha aguantado y
está fuerte”, dijo la nieta.
Jacinto continúa, desde su apartamento, firmando los
documentos del instituto y reuniéndose con los investigadores para conocer los
avances de los trabajos. Pero todos manejan la expectativa de verlo entrar
nuevamente a la edificación con el culto a la sencillez, al respeto y al amor
que lo caracterizan.
“Para mí es un santo. Nunca le ha cobrado a un paciente
ni un céntimo. Al contrario, a veces les daba dinero a los de pocos recursos.
Es un honor trabajar con él y haberlo conocido. No creo que vuelva a ver a otro
como él, ni siquiera creo nazca alguien igual”, dijo Julio Urdaneta, fotógrafo
del Instituto de Biomedicina.
Convit está en su apartamento, como lo ha dicho en otras
oportunidades, el premio Nobel no le quita el sueño, la cura contra el cáncer
sí.
“Dedicó cuerpo y alma a luchar contra la lepra. Tengo
mucha fe en sus investigaciones. Si venció la lepra, seguro que lo hará con el
cáncer”, dice Josefina Fernández, una de las pacientes de Cabo Blanco, de esos
enfermos por los que Convit era capaz de ofuscarse ante un funcionario de
seguridad sanitaria, como lo hizo ante aquella imagen del leproso encadenado
que, gracias a Jacinto, ningún venezolano tendrá motivo de presenciar jamás.