Por Eduard Punset
Es fantástico que la ciencia empiece a estudiar la raigambre
social de la música. ¿Hay algo que se pegue más que una buena melodía? Lo único
que sabemos a ciencia cierta de ella –y ha estado con nosotros desde los
orígenes de las primeras tribus humanas– es su universalidad. Parisienses y
cameruneses, mayores de edad y niños, todos parecen emocionarse con tonos y
tiempos parecidos. No me digan que no resulta increíble que unos y otros
coincidan en hurgar en cierta armonía, en un acorde, fruto de darle a una
octava, mientras interpretan como discordia, o en todo caso como una señal de
tristeza, una melodía demasiado lenta.
Lo único que conocemos de la música es su universalidad… y que se
trata de un evento social. Yo no conozco nada que pueda mantener unido a un
colectivo durante tanto tiempo; tal vez la religión o el credo político. Ahora
bien, lo curioso es que tanto la religión como la política van a menos,
mientras las melodías van a más.
Justamente, quizá sea esta falta de utilidad concreta de la
música lo que la hace tan querida por todo el mundo. El lenguaje parecería(...)
seguirla en cantidad de devotos, aunque por razones muy distintas: todas las
personas se precian de poder hablar y transmitir un pensamiento a los demás. A
los neurólogos del futuro les corresponde detectar si la diferencia entre el
lenguaje musical y el hablado es tan grande como parece: el primero no parece transmitir gran cosa,
mientras que el segundo tiene utilidades: entenderse, concentrarse y
encaminarse a la consecución de un objetivo determinado.
¿Pero y si las diferencias no fueran tan nítidas? En los
laboratorios se está demostrando con simios y humanos que los recuerdos son
mucho más frágiles de lo que se pensaba; la gente tiende a tergiversarlos con
una facilidad extrema y a decir ‘Diego’ donde dijo ‘digo’. Además, resulta que
los procesos cognitivos del cerebro son tan complicados que ahora sabemos a
ciencia cierta que el inconsciente decide por nosotros unas milésimas de
segundo antes de que nosotros resolvamos, de forma consciente, comer o no
hacerlo, ir a la derecha o a la izquierda, olvidar una idea o recordarla.
Y si resultara que la música hubiera precedido al lenguaje, pero
que este último hubiera conservado la herencia genética de la primera? Y que
ni una ni otro sirven para gran cosa. Desde luego, cada vez está más claro que
más y más gente se arrima a la música, mientras que aumenta continuamente el
número de los que desconfían del lenguaje. Yo siempre digo que un idioma no
sirve para entenderse –eso hay que dejárselo al cuerpo y al movimiento–, sino
para engañarnos unos a otros; para hacer creer a los demás lo que queremos que
crean.
Algún científico por ahí en el mundo me intentaba convencer de
que, al contrario de lo que decía el filósofo griego Platón, el pensamiento no
era lo más importante, sino el movimiento. Que el cuerpo había conseguido tales
argucias y adelantos que el lenguaje o el pensamiento solo se necesitaban para
poder acompasarlos, para instrumentarlos. ¿Se han parado a pensar mis lectores
en lo inverosímil que resulta –por favor, que me corrijan los matemáticos– la
teoría del equilibrio de los animales bípedos,
como nosotros? Ni Dios sabe todavía qué es lo que nos permite andar con solo
dos piernas sin perder el equilibrio, teniendo que sortear –como nos toca
hacer– tantos vericuetos y curvas enrevesadas.
Ya no digamos lo que hacen algunos músicos con el juego mágico
de sus dedos interpretando al piano una de las piezas de Mozart. ¿Se han fijado en cómo mueven de
memoria sus dedos sin que les tiemble el pulso y respetando siempre la melodía
que nos embelesa? A lo mejor lo único que importa es, justamente, lo que nos
embelesa: sentir que formamos parte de la manada, empatizar con los demás. A lo
mejor la música sirve para algo y el resto, para casi nada.