Django sin cadenas es un film desparejo, irreverente en su estilo y biempensante en su filosofía, una película donde conviven la inteligencia a la hora de poner en choque anacronismos y estereotipos y ciertos excesos argumentales.
Jamie
Foxx y Leonardo DiCaprio, el ex esclavo y el esclavista frente a frente.
Por Diego Brodersen
epigrafe
El octavo film de Quentin Tarantino es, como muchas de sus otras
películas, una historia de venganza. Django sin cadenas también es, en alguna
de sus capas más superficiales, un homenaje (o parodia admirada, o pastiche,
dependiendo del punto de vista) del spaguetti-western, el hijo bastardo del
género cinematográfico americano por excelencia. Asimismo, los avatares que
sufre su protagonista terminan transformándolo, muy conscientemente, en un
anacronismo total: el “primer” héroe blaxploitation, una suerte de proto-Shaft
sureño. Finalmente, y sin agotar todas las posibilidades, la historia del
esclavo emancipado devenido cazarrecompensas es al esclavismo lo que Bastardos
sin gloria era al nazismo: una reescritura lúdica de la historia, una fantasía
de desquite y revanchismo con altas dosis de espíritu catártico, drama y humor.
Pero no es ninguna novedad que las películas de Tarantino pueden ser muchas
cosas al mismo tiempo, incluso si se deja de lado su costado más cinéfilo y
juguetón, el de las referencias directas u oblicuas a aquel cine injustamente
relegado al canon de lo aborrecible o al menos de dudoso gusto.
Si Django sin cadenas es un spaguetti-western por extensión
(imposible serlo por definición estricta), su universo no es tanto el de Leone
como el de cualquiera de los otros Sergios (Corbucci, Sollima), que hicieron
del Salvaje Oeste un lugar sucio, feo y malo en los desiertos de Almería y los
sets de Cinecittà. La elección del nombre del protagonista no es casual, como
no lo es tampoco que su realizador escoja el tema central de Django (1966,
Corbucci) para acompañar las imágenes de la secuencia de títulos, reemplazando
el icónico ataúd de Franco Nero por imágenes de esclavos llevando como carga su
propio cuerpo ultrajado. Con las últimas notas de la composición de Luis
Bacalov entra en escena el doctor King Schultz, un Christoph Waltz que replica
en esencia esa mezcla de perspicacia, falsa bonhomía y espíritu pícaro que hizo
de su Hans Landa en Bastardos... un personaje de antología. Porque si bien es
cierto que Waltz era claramente el villano en aquel film,(...)
y aquí no tardará en
demostrar cierto grado de nobleza y compañerismo, tanto Schultz como Landa son
hombres duros en tiempos complejos, amorales que “hacen su trabajo”, sea éste
detener y mandar al muere a colaboracionistas y enemigos del Estado o asesinar
a sangre fría a aquellos buscados por la ley.
Es el Dr. Schultz, un bounty hunter travestido de dentista
nómade, quien rescata de un incierto futuro al encadenado Django (Jamie Foxx),
no tanto por un deseo de igualdad entre las razas sino por la más simple de las
necesidades coyunturales. Corre el año 1858 y faltan aún tres años para que la
secesión americana dé origen a una sangrienta guerra fratricida. Dejando detrás
el oeste y adentrándose en el sur profundo, el alemán expatriado y el
descendiente de africanos (nada más alejado del núcleo anglosajón del western
clásico) enfrenta su primera misión en la plantación de Big Daddy, un casi
irreconocible Don Johnson. Allí Django prueba por primera vez el sabor de la
venganza, en una escena de enorme poder simbólico que ubica al negro
violentando física y verbalmente al blanco. Django es entonces, parafraseando
una de las líneas de diálogo de la película, “The Right Nigger”. El negro que
viene a patear el tablero al tiempo que intenta salvar a su amada, bautizada en
una ocurrente vuelta de tuerca como Broomhilda, referencia a la saga de los
Nibelungos que Tarantino utiliza como ligazón a la cultura y a ciertos valores
germánicos, casi una inversión de los que encarnaban el Mal en Bastardos sin
gloria.
Los Estados Unidos de Django sin cadenas están tan alejados de
la Historia como aquellos que D.W. Griffith describía en El nacimiento de una
nación, largometraje seminal estrenado hace casi cien años. Griffith, de la
mano del escritor Thomas Dixon, imaginaba un sur pisoteado y humillado por el
norte vencedor, rescatado de la anarquía por el heroico Ku Klux Klan. Tarantino
presenta un film elaborado a partir de arquetipos, en muchos casos parodiados
hasta el grotesco. La enorme diferencia entre ambos realizadores es la supuesta
veracidad de la mirada. Tarantino no quiere “filmar la historia” como su
antecesor, sino imaginarla a partir del presente utilizando el filtro del cine.
Un fin y nunca un medio. Es por ello que la gloriosa supremacía blanca de
Griffith (reflejo de su propio pensamiento pero también de toda una época) es
presentada aquí en un sketch jugado definitivamente hacia lo cómico, una escena
hilarante aunque, es necesario afirmarlo, narrativamente poco pertinente.
Pero no es Django ni Schultz, ni el esclavista interpretado por
Leonardo DiCaprio el gran personaje de Django sin cadenas. En un film que se
aleja cada vez más de la maestría narrativa de Bastardos sin gloria a medida
que avanzan sus casi tres horas de metraje, la gran creación oculta de
Tarantino es el Stephen de Samuel L. Jackson. En ese personaje, que habilita
toda una línea narrativa a partir de inferencias, puede imaginarse otra
película posible, cuya mirada está marcada por la del “negro fiel”, el
afroamericano manso y servil, esa otra institución americana sancionada
inconscientemente por Harriet Beecher Stowe en La cabaña del Tío Tom. Si Django
viene a terminar con los Toms del mundo, a desperdigar dosis de orgullo negro
como una enfermedad infecciosa, Tarantino no puede evitar hacerlo con un exceso
de estilo que hace de los últimos tramos del film un derrotero más rutinario de
lo deseable. A tal punto que la notoria emulación del Peckinpah de La pandilla
salvaje se advierte no tanto como homenaje sino como manotazo de ahogado.
Django sin cadenas es un film desparejo, de bordes afilados,
irreverente en su estilo y biempensante en su filosofía; una película donde
conviven la inteligencia a la hora de poner en choque anacronismos y
estereotipos como reflejo de los cambios sociales y algunas subtramas (como la
historia de amor entre Django y Broomhilda) que parecen esbozadas como simples
excusas argumentales. Django es un Tarantino ingenioso pero sin genio, como
esos tíos inteligentes, dicharacheros y chispeantes que a veces no saben
detener su verborragia y se ponen algo pesados. Pero a quienes, a pesar de
todo, es difícil no querer.