Eric Nepomuceno
Hace ya un buen tiempo –en febrero se cumplen 16 años– que Darcy
Ribeiro cometió la suprema indelicadeza de dejarnos. Tenía 75 años. Fue
antropólogo (decía que sus mejores tiempos fueron los pasados entre indígenas
en la Amazonia), profesor, autor de ensayos polémicos, novelista, militante,
vicegobernador de Río de Janeiro, donde creó un sistema de educación pública
universal en régimen de tiempo completo. Antes del golpe militar de 1964 que
instauró la dictadura que lo detuvo y luego lo exilió, fue jefe de Gabinete,
creó –junto a un equipo especialmente brillante de su generación– la
Universidad de Brasilia y fue su rector. Durante su largo exilio peregrinó por
Uruguay, Chile, Venezuela, Perú, Costa Rica, México. Asesoró a Salvador Allende
en Santiago y a Velasco Alvarado en Lima, fue consultor distinguido de la ONU.
Murió siendo senador de la República. Decía que era, en primer lugar, educador.
Creo que 75 años es un tiempo demasiado corto para tanta vida.
Trató de entender el Brasil y revelarlo. Parte de ese esfuerzo
descomunal quedó registrado en su último libro, El pueblo brasileño, que
originó una espléndida serie de diez documentales exhibidos por la televisión
brasileña, Los brasileños, dirigidos por Isa Grinspum. Es, quizás, el más
completo resumen de ese intento de entender los mecanismos que por siglos
impidieron a mi país de ser lo que podría ser.
También trató de entender América latina. Era un preguntón
insaciable, que disparaba dudas a sus contemporáneos, a la historia, a sí
mismo. Su obra sobre (...)
el continente –Las Américas y la civilización y El dilema
de América Latina son referencias desde hace décadas– ayudó a formar
generaciones en nuestros países.
Fue el más latinoamericano de los intelectuales brasileños,
siempre tan lejanos y alejados de sus vecinos. En octubre del año pasado, para
celebrar los 90 años que él no alcanzó cumplir, se publicó en Brasil una nueva
edición de su libro América Latina: la Patria Grande. Son textos escritos entre
mediados de los años ’70 y principios de los ’80 del siglo pasado. Tiempos de
torbellino, cuando la inmensa mayoría de nuestros países se sofocaba bajo
dictaduras de mayor o menor ferocidad, otros padecían el tormento de guerras
civiles genocidas y unos pocos, como islas aisladas, vivían tiempos de
presionada democracia.
Lo más impresionante de ese pequeño volumen es que, después de
décadas y a pesar del natural desfase de algunos datos, sigue siendo el
testimonio visionario de ese ardoroso defensor de la inexistencia de lo
imposible. En varios aspectos es como si Darcy, al perseguir respuestas,
anticipase en sus preguntas lo que ocurriría en nuestras comarcas y al mismo
tiempo exigiese los cambios que no alcanzó a ver. La esencia de su contenido
permanece inalterada, como inalterada sigue siendo la urgencia de sus reclamos.
Defendió con tenacidad juvenil que el futuro de nuestras gentes
está inevitablemente vinculado con asumir nuestra identidad a la vez una y
diversa. Que hacemos parte de una determinada realidad, y que son mucho más
nuestros puntos de convergencia que de divergencia. Que, separados, no seremos
nada.
Hoy, son palabras que integran la solemnidad de los discursos
oficiales. En tiempos de Darcy Ribeiro eran palabras peregrinas de quien no creía
en lo imposible.
En Brasil, ha sido el que mejor incorporó la visión de Patria
Grande. Así vivió sus años de exilio: actuando en los países que le dieron
guarida, participando en el cotidiano, en los procesos políticos, culturales y
sociales. Su manera de ver el mundo y vivir la vida rechazaba la contemplación
lejana y estéril, la serenidad de los conformados, el silencio de los omisos.
Quería entrar a fondo en la realidad, entenderla, para poder
cambiarla. De cada país en que vivió trajo marcas definitivas. Y en cada uno de
ellos dejó sus huellas.
Quiso entender los procesos de formación de América latina a
partir de un prisma nuestro, latinoamericano. Se negó a renunciar al derecho de
tener una mirada propia, interior, sobre el continente.
Insistió, hasta el final, en creer en la necesidad urgente y
perenne de cambios profundos en la región, para que alguna vez nos sea posible
ser lo que podemos ser, y no lo que quieren que seamos. Algo parecido a los
procesos que algunos de nuestros países viven, atendiendo a sus demandas
iracundas.
El legado de Darcy Ribeiro tiene un precio, que es nuestro
compromiso: saber merecer lo que preconizó, defendió, soñó y creyó.
Por primera vez vivimos una etapa de rechazo a la negación y de
apuesta en la reivindicación. Pueblos sometidos a humillaciones infames por fin
toman sus destinos en las manos para construir el futuro.
Darcy fue un hombre de pasiones incendiadas, y el sueño de la
Patria Grande fue pasión permanente.
Una vez me dijo: “En América latina seremos todos resignados o
indignados. Y no me resignaré nunca”.
Cumplió. Hay que merecer esa indignación, esa memoria.