Por Horacio González
Nunca es fácil describir la desazón o la pérdida de una
expectativa. En estos momentos, el PSUV –el partido de Chávez en Venezuela– se
halla sumido en una ardua discusión. ¿Qué pasó con los miles de votos antes
chavistas que movieron su aguja hacia los caudales de Capriles? ¿Las razones
son una súbita percepción ocurrida en numerosos sectores populares de que
Chávez era irremplazable? ¿Maduro no representó acabadamente el “legado”? ¿O,
al contrario, lo sobrerrepresentó? ¿Hay motivos económicos que corroyeron
silenciosamente la vida doméstica popular como efecto de las devaluaciones,
algo que apenas fue mencionado (ciertamente, mucho más por Capriles)? Hoy,
pensar respuestas adecuadas para lo que no fue una derrota material, pero sí un
severo desacople con la realidad que se esperaba, corresponde a un ejercicio de
la imaginación política que recorre –debe recorrer– todos los procesos
populares de la región.
Maduro se presenta como Hijo de Chávez, y éste es el
“supremo eterno”, esto es, el Padre, que se situó en la publicidad del gobierno
como un oráculo que se plasmaba en venerables imágenes de episodios del pasado.
Sobre todo del golpe que en el mismo mes de abril de hace varios años habían
intentado muchos de los ahora felices poseedores de casi la mitad del padrón
electoral venezolano, entre ellos, Capriles. Al regresar Chávez de su prisión
en un célebre helicóptero, los locutores de la televisión pública, que por
cierto no están desposeídos de entusiastas chispas discursivas, rebautizaron
este hecho como “la resurrección del comandante”. No ya el reintegro ni el
rescate. Agréguese a esto que Maduro se refirió a aquella antigua gesta como un
modo de comportamiento popular (miles y miles de personas actuaron en pos de un
objeto, sin ninguna clase de coordinación), posible de definirse en términos de
un “misterio popular”. “El pueblo es misterioso”, dijo. (...)