Por Fernando Mires / Opinión
Aunque muchos no lo crean,
componer un estudio historiográfico, sea sobre el pasado lejano o muy cercano,
es muy distinto a armar un rompecabezas. Los hechos no son piezas dispersas
sino holísticas y dinámicas. Holísticas porque en cada uno está contenida la
totalidad de un contexto y dinámicas, porque aún pertenecientes al pasado, los
hechos se encuentran en movimiento perpetuo, desde el pasado a veces remoto,
repercutiendo sobre el presente y en dirección al futuro. En ese sentido, un
hecho, pongamos por ejemplo la revolución norteamericana, o la revolución
francesa, o la independencia latinoamericana, continúan viviendo, sea en su
legado sea en sus consecuencias. Un hecho que no deja huellas en el tiempo
no es un hecho histórico.
Un hecho existe y sigue actuando
a través del tiempo. De ahí que sea tan importante, antes de pensar sobre un
tema, partir de los hechos y no de las opiniones. Entonces así, y solo así,
descubriremos que hechos aparentemente aislados están vinculados de modo más
estrecho al que quizás suponemos. Si eso ha sido así en el pasado, mucho más lo
es ahora, en un mundo globalizado hasta en sus últimos rincones.
LO PRIMERO ES LO PRIMERO
En eso pensaba durante el
desayuno al escuchar las diarias noticias. Las dos primeras se referían a
acontecimientos que suceden en el presente, me refiero a la movilización de
barcos de guerra norteamericanos en el Caribe, por una parte, y a los 28 puntos
propuestos en torno a la paz entre Rusia y Ucrania, redactados por el amigo
íntimo del presidente Trump, el megamillonario Steve Witkoff, por otra parte.
Aparentemente dos noticias
distintas en dos puntos geográficos muy diferentes. No obstante, el actor
principal, el presidente Donald Trump, aparece en los dos dramas: el de una
guerra que busca iniciar en el Caribe en contra, según Trump, del narcotráfico
que proviene según él de la dictadura de Nicolás Maduro, y el de una guerra
iniciada por la dictadura de Vladimir Putin en Ucrania en la que, renunciando a
ser parte, Trump intenta oficiar como mediador. Ahora bien, si ambos
sucesos ocurren al mismo tiempo, y el actor principal es el mismo, es imposible
no pensar que más de un vínculo debe existir entre el uno y el otro. Ese
“entre” puede ser muy importante. Veamos:
La por Trump llamada guerra en
contra del narcotráfico apunta hacia Venezuela, aunque, comparada con otros
países sudamericanos (pensemos en México o en Colombia, Ecuador o Bolivia)
Venezuela está lejos de ser el principal productor y difusor de drogas del
continente. No obstante, puede ser que, debido al carácter ilegítimo y
delictivo de su gobierno, Maduro aparezca como uno de los más comprometidos en
el tráfico de drogas, lo que tampoco es tan cierto.
Seguramente organizaciones como
el Tren de Aragua y el Cartel de los Soles no son ficticias, pero no podemos
descartar que el gobierno norteamericano, apelando a los inmensos complejos
mediáticos que controla, las haya sobredimensionado. La periodista alemana
Francisca Lindner escribe incluso en la revista Telépolis que
el Cartel de los Soles no tiene existencia concreta; se trata más bien de un
apelativo que originariamente usó la CIA para referirse a generales del
ejército venezolano que llevan la insignia del sol en sus uniformes. En
cualquier caso, Venezuela no produce fentanillo, principal causa de los muertos
que contabiliza Trump. Tomando en consideración estos aspectos, es posible
deducir que la principal razón que usa Trump para organizar en el
Caribe una movilización militar sin parangón, no es la verdadera, sino
simplemente una ideologización que legitimaría una intervención directa,
de modo parecido a la de por Bush jr. llamada lucha en contra de
las “armas de destrucción masiva” con respecto al Irak de Sadam
Hussein. Como es sabido, esa solo fue una mentira cuyo
objetivo era dar legitimación a la invasión a Irak para, desde ahí, controlar
un supuesto centro del “terrorismo internacional”.
Los resultados son conocidos.
Irak, uno de los países más industrializados y a la vez más laicos del Oriente
Medio fue destruido, su territorio convertido en nido de terroristas islámicos,
y el terrorismo es hoy más fuerte que antes. El terrorismo internacional
existía y existe del mismo modo como hoy existe el narcotráfico, pero,
evidentemente, ambas existencias han sido amplificadas a fin de otorgar
cobertura ideológica a acciones militares como las que pretende realizar el
gobierno de Trump en el Caribe, principalmente hacia Venezuela, en ataque
directo a la dictadura de Maduro.
Probablemente, en el campo de los
partidarios de una intervención militar, sea en los EE UU, sea en la misma
Venezuela, no faltarán quienes opinen que, falsa o real, la ideología de “la
guerra en contra del narcotráfico” es importante porque EE UU intentará
derrocar a la dictadura de Maduro. Pero si aceptamos esa tesis, habría que
formular otra pregunta: ¿Por qué el gobierno de Trump estaría interesado
en derrocar a la dictadura de Maduro? La respuesta para algunos es obvia:
porque la de Maduro es una dictadura constituida por un grupo de maleantes que
no vacilan en violar la soberanía política de todo un pueblo y han convertido a
su nación en una cárcel. Sin embargo, para Trump el problema no es ese. Si
alguien cree que Trump es un moralista no entiende nada.
A diferencias de su predecesor,
Joe Biden, quien desde un comienzo formuló que la principal contradicción que
atraviesa el mundo es la que se da entre democracia y dictadura, Trump y la
gente que lo rodea no son conocidos como enemigos declarados de las dictaduras.
Todo lo contrario: Trump busca contacto con diferentes dictaduras como son las
de Arabia Saudita y Egipto y, no por último, Rusia. En ese punto la política
internacional de Trump es brutalmente pragmática y, en cierto modo, se parece
bastante a la de Xi Jinping. La lucha no es en contra enemigos sistémicos
sino contra quienes amenazan los intereses de los EE UU, sean económicos o
geoestratégicos. ¿Amenaza Maduro a los EE UU? Es una pregunta pertinente.
La respuesta es que por el momento parece que no. Ya Trump se ha dado
cuenta de la baja calidad moral de Maduro y sus secuaces quienes, con
tal de mantenerse en el poder, son capaces de hacer las más inimaginables
concesiones a los EE UU, entre ellas oro y petróleo.
Desde luego Maduro recibe
apoyo militar desde Rusia y económico desde China. Putin ha repetido en
diversas ocasiones que él está dispuesto a apoyar militarmente a la dictadura
de Maduro en caso de que esta sea atacada por los EE UU. En el hecho ya ha
enviado más que simbólicamente armas, como diciendo claramente que
Venezuela es un país aliado de Rusia. Y efectivamente lo es. El tema en este
caso sería comprobar si en una situación extrema interesaría a Putin jugárselas
a favor de Venezuela. Todo parece indicar que no será así. Cierto es
que en noviembre de 2025 entró en vigor un Tratado de Asociación
Estratégica y Cooperación, que incluye áreas de defensa y seguridad. En el
mismo mes, ambos países firmaron 42 nuevos acuerdos en diversas áreas,
incluyendo inteligencia y contrainteligencia, y el suministro de armas y
equipos. Agreguemos que existe una presencia continua de asesores,
técnicos y contratistas rusos en Venezuela. Su función principal es la
reparación y mantenimiento del equipamiento militar ruso previamente adquirido
por Venezuela, que incluye aviones, tanques T-72, y vehículos de combate
BMP-3. Todo esto es verdad. Pero también es verdad que Putin no se
ajusta a acuerdos por el mismo firmados si estos contradicen sus intereses.
Maduro mismo, si no es tan limitado como muchos creen, debe saber muy bien que,
frente a mejores postores, Putin no vacilará en lanzar todos esos acuerdos al
canasto de la basura.
Ni Venezuela, ni Cuba ni
Nicaragua son objetivos de posesión rusa. En ese tema, como en muchos otros,
Putin piensa de un modo parecido a Trump. Lo supimos cuando no movió un solo
dedo para defender a su íntimo amigo al-Assad a pesar de que este había
convertido a Siria en una colonia militar rusa. Simplemente Putin lo dejó caer.
Lo que interesaba en esos momentos al dictador era destruir Ucrania y con ello
doblegar a Europa y no en abrir nuevos frentes de guerra.
Para Putin, como para Trump, lo
primero es lo primero. Trump parece haberse dado cuenta de eso. Lo primero
para Putin, y también para Trump, es asegurar dominación en el espacio que cada
uno de ellos considera su “reservado natural”. Pues bien, tanto Venezuela como
Nicaragua y Cuba están situados en ese “reservado natural” de Trump; “nuestro
hemisferio”, para decirlo con las palabras de Pete Hagseth. A partir de esa
visión, Venezuela, después del horrendo fraude electoral cometido por Maduro,
aparece como el eslabón más débil de la cadena dictatorial latinoamericana,
formada por tres podridos residuos de la Guerra Fría que, por el momento, no
son zonas de gran interés para el gobierno de Trump. Más importante que
Venezuela, debe pensar Trump, es Groenlandia.
Evidentemente, Trump está
interesado en un acuerdo a mediano plazo con Putin para delimitar de una vez
por todas la política que llevarán a cabo ambos mandatarios con respecto al
problema que, para Trump, y en cierto modo también para Putin, es fundamental:
nos referimos a los límites geoestratégicos que han de corresponder a
Rusia y a EE UU en el espacio global. Ese puede ser un escalón que lleva al
otro, a saber: el que delimitarán China y los EE UU. En el ideal trumpiano
Rusia podría ser un aliado de ambos imperios. Ahora bien, para que eso sea
posible, cada potencia deberá barrer sus patios traseros. Visto desde esa
perspectiva Trump considera a América Latina como parte del hemisferio
occidental donde los EE UU deben ejercer su hegemonía. En ese contexto, no solo
Venezuela interesa a los EE UU de Trump. El interés por el momento es apoyar a
todos los gobiernos pro-trumpistas que aparezcan en América Latina y ya tiene a
varios. Muy pronto, después de las elecciones en Chile y Honduras, tendrá
más. A Trump –quien lo diría– le va mejor en América Latina que en los EE
UU.
Desde un punto de vista lógico
(aunque Trump nunca es lógico) la primera tarea que tiene por delante es
solucionar parcialmente el tema Ucrania junto con, y no en contra de Putin. La
solución del tema venezolano puede que también devenga de una conversación
entre Trump y Putin y no de Trump con Maduro, pero también puede ser posible
que Trump se adelante en Venezuela a las intenciones de Putin en Ucrania. De
ahí que por el momento solo podemos prever dos hechos: el primero, la necesidad
que avistan ambos mandatarios por delimitar los espacios geoestratégicos que
han de corresponder a cada imperio; el segundo, que Putin acepte una iniciativa
parecida a la “rendición honrosa” de Ucrania, una con la que está de acuerdo
Trump (en el fondo, de eso tratan los 28 puntos) a cambio de que Putin no
intente inmiscuirse en el hemisferio occidental.
No exageramos: los puntos 6, 7 y
8 de los 28 presentados bajo el nombre de Trump, dejan todas las puertas
abiertas a Putin para que el dictador intente atacar de nuevo a Ucrania cuando
lo estime necesario. La exigencia de que Ucrania reduzca su ejército, el
condicionamiento de la seguridad internacional a Ucrania, el impedimento de que
Ucrania pueda ejercer su soberanía internacional recurriendo a la protección de
la OTAN, no garantizan ni siquiera la posibilidad de una “rendición honrosa”.
Anne Applebaum, en un documentado
artículo, nos informa de una serie de negocios adicionales entre Rusia y los EE
UU, contraídos en los mismos momentos en que eran redactados los 28 puntos.
Pero seguramente Trump o sus asesores inmediatos esperan de Rusia algo más que
buenos negocios. A cambio de una concesión territorial, la de Ucrania, lo que
más necesitan los EE UU es que Putin no asome sus narices en el espacio del
llamado “hemisferio occidental”, lo que, en efecto, no causa ningún problema a
los planes de Putin. Trump tendría así las manos libres para actuar sin ninguna
impunidad en países como Venezuela y otros que alteren la seguridad interna de
“su” hemisferio. Así estaríamos frente a un nuevo comienzo en las relaciones
entre EE UU y América Latina. No una nueva Doctrina Monroe, como aventuran
algunos apresurados comentadores; ni siquiera una nueva doctrina de Seguridad
Nacional como fue la impuesta por Kissinger en contra del comunismo, sino
simplemente un descarado reparto territorial entre tres potencias mundiales, si
incluimos a China, la que seguramente también apoyará los 28 puntos de Trump
(Putin no da un paso que signifique contrariar a Xi).
EL ORDEN DE LOS
TRES IMPERIOS
El dictador Putin y el
autoritario Trump concuerdan en un punto, y es el siguiente: toda la
legislación internacional construida después de la Guerra Fría ha
perdido validez. Si se trata de construir un nuevo orden mundial, la
legalidad que lo sostiene deberá ser muy distinta a la que por ahora rige,
aunque cada día menos, al mundo. El mensaje de Trump a Putin parece ser, en ese
contexto, claro: “Hace tú lo que quieras en tu "espacio natural" y yo
hago lo que quiero en el mío”. Xi podría suscribir sin ningún problema ese
mensaje. El problema es que el espacio deseado por Trump se cruza con el de Xi.
Puede ser así que hoy nos encontremos solo en las preliminares del
enfrentamiento final entre dos concepciones del mundo: el del hemisferio
occidental pro-americano de Trump y el del Sur Global pro-chino de Xi. Pero no
nos adelantemos. Xi, como buen chino, tiene paciencia.
Lo decisivo, hay que repetirlo,
es que estamos en el comienzo de una era que dará lugar a una nueva
repartición del mundo entre tres grandes potencias. Putin, como ha afirmado el
filósofo del imperio ruso, Alexander Dogin, persigue la utopía relativa a una
Eurasia cuyos límites todavía no están claramente definidos. Trump, quién está
lejos de seguir a una utopía, cree a sus consejeros como Steve Bannon y JC
Vance, cuyo propósito inicial es asegurar la dominación de los EE UU en el, por
ellos llamado, “hemisferio occidental”. China ha elaborado un nuevo tipo de
dominación transversal cuyo objetivo estratégico es lograr la hegemonía mundial
apoderándose de los mercados internacionales, aunque no renuncia a objetivos
geográficos, entre ellos el llamado Sur Global donde ejerce sin contrapeso
hegemonía sobre subpotencias como Brasil, India, Sudáfrica, Irán, y la misma
Rusia. ¿Qué tienen en común esas tres geoestratégias?
Aparte del intento por consolidar
un nuevo orden mundial, las tres geoestrategias mencionadas pasan por la
inhabilitación política, económica y militar de Europa. Lo ha demostrado el
mismo Trump. Sus 28 puntos destinados a sellar la capitulación de Ucrania
frente a Rusia pasan por sobre la opinión de los gobiernos europeos, incluyendo
en primer lugar a Ucrania.
El mundo pertenece a los fuertes,
es el convencimiento de los tres líderes globales de nuestro tiempo, y Europa,
pese a que intenta, aunque con mucha tardanza, construir un sistema de defensa
continental, se encuentra interiormente minada debido al avance de las llamadas
ultraderechas populistas, muchas convertidas ya en gobiernos. Pues bien, la
mayoría de esas ultraderechas son seguidoras de Putin y de Trump a la vez. En
el marco de ese nuevo orden, Trump, al asociarse objetivamente con Putin en la
cuestión ucraniana, ha roto, de un modo tal vez irreversible, con el
“atlantismo” (expresión de Joschka Fischer). La participación de los EE UU en
la OTAN solo la conservará Trump como reserva, si se da el caso de que pueda
alguna vez necesitarla.
Todo eso significa, para decirlo
en pocas palabras, que el destino de países como Venezuela y Ucrania no será
resuelto ni en Caracas ni en Kiev sino en y entre Washington y
Moscú. ¿Cuándo ocurrirá eso? La respuesta solo puede ser: cuando esas dos
superpotencias lo consideren conveniente.
Hay que precisar, antes de cerrar
este artículo, que las aquí presentadas son solo tendencias geoestratégicas
generales. El “viejo topo de la historia” según Marx, o “las astucias de la
historia” según Hegel, no siguen tendencias visibles. Ambas cavan por dentro y,
sobre eso, no sabemos nada. Hay que dejar entonces siempre un lugar abierto
para que lo menos esperado ocurra.
Texto tomado de POLIS: Política y Cultura. Imagen de
archivo.
