Simón García
El arcabuz y el caballo han debido estar entre las imágenes
asociadas al conquistador, que ocasionaron mayor asombro y desconcierto en los
indios.
Dos símbolos de una forma de guerra hasta entonces
desconocida en América. Ambos terribles, pero no siempre temibles por los
nativos.
La conquista, como apropiación de los nuevos territorios y
dominación de sus habitantes, también contó con una tercera herramienta, menos
visible y más persistentes, agentes de integración, paz y civilización: los
libros. Mediante la letra impresa se adoctrinaba sobre la fe cristiana, se
imponía una lengua y se inculcaba una concepción del mundo basada en los
valores imperantes en España.
El arcabuz fue una extensión mortífera del propósito de
exterminio de las primeras arrolladoras expediciones invasoras.
El caballo una extensión de la capacidad de marchar a más velocidad y con menos esfuerzo propio. Ambos, formas activas y efectivas del poder de destrucción de los conquistadores frente al furioso y reactivo asedio de las tribus locales.
En cambio el libro, fue una extensión de la imaginación, los
sentimientos y formas de pensar en el idioma y la lógica del viejo mundo que se
transmitía a los del nuevo. Sus páginas revelaban la finalidad, justificación y
superioridad de la cultura de Europa, desde la perspectiva de sus portadores.
La acción de las órdenes mendicantes que vinieron de España
era una conquista a fuerza de libros, diferente a la puramente militar,
territorial, de traslado de instituciones o centrada en extraer las riquezas
minerales. Su naturaleza espiritual y religiosa demandaba medios que pudieran
llegar a las almas y modelar una nueva conciencia para integrar a los pueblos
conquistados al orden español.
El habla, la evangelización y el libro constituyeron el
pasadizo para profesar una nueva fe en medio de un aprendizaje entrelazado: los
que enseñaban a hablar español debían aprender las lenguas de los nativos. Este
intercambio comenzó con la formación de los aborígenes traductores y luego con
los sacerdotes que se dedicaron a estudiar las lenguas aborígenes. Fue en
México donde en 1523, cuatro años después del inicio de la conquista por Hernán
Cortez, los frailes Juan de Tecto y Pedro de Gante se dedicaron a entender y
hablar en Náhuatl.
El libro fue agente de difusión cultural, expresión de poder,
de uso privilegiado de una minoría y creador de un mercado público que logró
sacar el conocimiento, gracias a la invención de Guttemberg, fuera de los
silenciosos y cerrados monasterios donde se los custodiaba y reproducía por
mano de los copistas.
En España del siglo XY el libro impreso era una novedad. Una
innovación que suponía un proceso complejo para instalar las imprentas. Echar a
andar una fábrica de libros requería de permisos, de operadores que conocieran
armar las cajas de tipo, de técnicos para cumplir todos los pasos de la
edición; además de superar la censura y poder llegar a las instituciones y
personas que necesitaban leerlos.
La primera imprenta en España se instaló, de mano de un
tipógrafo alemán que procedía de Italia, en 1471. El primer libro se editó en
1472, 20 años antes del primer viaje que llevó a Colón a América.
Los primeros libros que llegaron al Continente dentro del
circuito comercial entre la metrópoli y las Indias fueron escasos y muy
controlados por la Corona española y las jerarquías Católicas. En marzo de
1503, Fernando e Isabel, reyes de España dictan las primeras instrucciones
sobre la enseñanza del catecismo, la lectura y la escritura a los encomenderos.
La Casa de Contratación de Sevilla que fue el primer puerto
español encargado de esta ruta de intercambio de productos entre 1503 y 1717,
fue encargada de aplicar todas las normas de control para impedir la
exportación a América de libros profanos y lecturas venenosas. Y con el auxilio
de la inquisición.
Los ejemplares permitidos eran los destinados a la enseñanza
de la religión católica; los libros de hora; recopilaciones de normas dictadas
por la Corte; textos de derecho, agricultura, medicina, botánica; cartillas
para enseñar alfabeto y palabras del castellano; vidas de santos; crónicas de
conquista y manuales sobre el funcionamiento de la administración. Los
destinatarios principales eran los misioneros, los residentes en los conventos,
las universidades y los funcionarios de la corona.
Los libros se podían agrupar según su género en los de
lectura por devoción, para la formación de mano de obra indígena y mejoras en
el rendimiento del trabajo de la tierra, por necesidades administrativas y en
menor grado, la lectura como refinada distracción.
El objetivo era unir a los distintos pueblos indígenas
en el habla de una misma lengua, en la práctica de la religión católica y en la
fidelidad a la corona de España.
Un proceso que estuvo envuelto en dos eventos de gran
trascendencia, en esa época, para España: el fin del dominio de ocho siglos de
los árabes en la península y el inicio del dominio de varios siglos de España
sobre las Indias. Reconquista interna y conquista externa.
La primera imprenta en este Continente llegó a México,
por gestiones del Obispo fray Juan de Zumárraga y del Virrey, Antonio de
Mendoza, comprada a Johan Cromberger, un impresor alemán residente en Sevilla y
el cual obtuvo de la Corona Española los derechos de exclusividad para la
venta de libros en la Nueva España. Esa imprenta fue armada en 1539 por un
técnico italiano de Brescia, Juan Pablos, empleado de Cromberger enviado a
México desde Sevilla.
A Lima, capital de otro importante Virreinato asiento de otra
gran civilización precolombina, llegó en 1581, debido al sostenido empeño de un
tipógrafo de Turín, Antonio Ricardo, después de un demorado y accidentado
viaje, al término del cual se encontró que en Perú existía una prohibición de
editar libros. Las solicitudes de permiso para hacerlo, dirigidas a Felipe II,
por parte de las autoridades del Cabildo y de la Universidad lograron su
cometido en 1584 con la expedición de una Cédula Real que autorizó la impresión
en Lima de un Catecismo Católico en la lengua natural más general de los
nativos.
A la Nueva Granada la imprenta llegó en 1737 por gestiones de
los jesuitas y funcionó hasta la expulsión de esta orden de España en 1767. En
1793 Antonio Nariño, editó en imprenta propia y en español, Los Derechos del
hombre y el ciudadano.
A la luz de esta cronología, se constata que la imprenta
llegó muy tarde a Venezuela. Es después de 280 años, cuando gracias al
humanista americano, Andrés Bello, aparece el 24 de octubre de 1808 el primer
número de la Gaceta de Caracas.
En términos formales el primer libro publicado en Venezuela, "con superior permiso" como se indica en la portada, es el Calendario Manual y Guía Universal de forasteros para el año 1810. Los impresores de este primer libro, igual que de la Gaceta de Caracas, fueron Mateo Gallangher, un irlandés que en 1807 compró en Trinidad la imprenta que trajo Miranda en su fracasado intento de emancipación de Venezuela, junto con su socio, James Lamb, nacido en Escocia y quien, después de 1810 puso la imprenta al servicio de las luchas contra el despotismo y por la libertad.