Por Ricardo Hausmann* / opinión
No había brujas en Salem,
Massachusetts, en 1692-93; sin embargo, decenas de personas fueron ejecutadas
sobre la base de una comprensión equivocada del mundo. Hoy, un concepto erróneo
similar está dando forma a la política económica de Estados Unidos: los
aranceles “recíprocos” del presidente Donald Trump reflejan la creencia
equivocada de que Estados Unidos sufre grandes déficits comerciales, y que
estos reflejan una caída económica y una explotación extranjera. Alimentada por
una contabilidad mal hecha, esta narrativa hoy amenaza con socavar tanto la
prosperidad estadounidense como el orden internacional que la sustenta.
Según las normas contables
tradicionales, Estados Unidos registró un déficit acumulado de cuenta corriente
de 14,4 billones de dólares entre 2000 y 2024. A simple vista, esto sugiere un
país que vive por encima de sus posibilidades. Si ese déficit hubiera estado
financiado mediante préstamos a una tasa de interés promedio del 4%, los pagos
netos de intereses deberían haber aumentado 576.000 millones de dólares. Pero,
en ese mismo período, los ingresos financieros netos solo cayeron 19.000
millones de dólares.
Entonces, ¿dónde están los 557.000 millones de dólares que faltan? Un análisis más detallado revela que la brecha refleja una fortaleza norteamericana que suele pasarse por alto: la capacidad de generar valor a través de las ideas, la innovación tecnológica y la experiencia. Estos activos intangibles apuntalan una red global de subsidiarias y, sistemáticamente, generan retornos lo suficientemente elevados como para compensar el déficit de cuenta corriente.
Si bien Estados Unidos registró
un déficit comercial de mercancías de 1,2 billones de dólares en 2024, también
registró un superávit de 295.000 millones de dólares en servicios
transfronterizos. Y lo que es más importante, las subsidiarias estadounidenses
en el extranjero generaron 2,1 billones de dólares en ventas, comparado con los
1,5 billones de dólares de las subsidiarias extranjeras que operan en Estados
Unidos. El resultado fue un superávit neto de servicios de 895.000 millones de
dólares, casi suficiente para compensar el déficit de bienes.
Las subsidiarias extranjeras de
empresas estadounidenses también generaron 632.000 millones de dólares en
ingresos netos solamente en 2024. Suponiendo un retorno conservador del 4%,
esto implica una base de activos de 15,8 billones de dólares -una cifra asombrosa
para un país que, en los papeles, registró un déficit acumulado de cuenta
corriente de 14,4 billones de dólares.
Para darle sentido a esta
aparente contradicción, reformulemos el discurso: Estados Unidos no pidió
prestados 14,4 billones de dólares, sino 28 billones de dólares. La mitad se
destinó al gasto interno; la otra mitad se utilizó para financiar la inversión
extranjera directa.
La distinción clave radica en
cómo las empresas estadounidenses utilizaron estos fondos. Al combinar capital
con activos intangibles como ideas, propiedad intelectual y capacidades
organizativas, generaron retornos del 8%, muy por encima del 4% que suelen
obtener los inversores pasivos, incluidos los prestadores extranjeros.
En esencia, Estados Unidos no
solo invirtió dólares, sino una forma de capital invisible que sirve como
fuente confiable de ingresos. En 2005, mi colega Federico Sturzenegger y yo
utilizamos el término “materia oscura” para describir el valor intangible inherente
a los activos basados en el conocimiento que la contabilidad tradicional no
captura.
Esta dinámica estructural ha
permitido durante mucho tiempo que Estados Unidos registre déficits comerciales
persistentes sin sufrir las consecuencias habituales, como el aumento de los
pagos de intereses. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial -y, más
explícitamente, desde la Ronda Uruguay de negociaciones comerciales de 1994-,
Estados Unidos ha liderado los intentos de institucionalizar las protecciones
de las inversiones transfronterizas y la propiedad intelectual. A cambio de
eso, los países en desarrollo han obtenido un mayor acceso a los mercados de
bienes y de capitales de Estados Unidos. Aunque imperfecto, el sistema de
comercio global le ha permitido a Estados Unidos extraer un valor duradero de
su capital intangible.
Ese cimiento del poder
estadounidense hoy está en peligro. Los aranceles del “Día de la Liberación” de
Trump no son solo un gesto simbólico; señalan la voluntad de abandonar los
mismos principios que han sustentado el comercio y la inversión mundiales durante
décadas. Si se considera que Estados Unidos está abandonando su compromiso con
los mercados abiertos, otros países podrían responder reduciendo las
protecciones de la propiedad intelectual. Las ganancias de las grandes empresas
estadounidenses -sobre todo en los sectores tecnológico, farmacéutico y del
entretenimiento- podrían enfrentar impuestos más altos, regulaciones más
estrictas e incluso la expropiación. Como resultado de ello, los ingresos que
ayudan a compensar el déficit de cuenta corriente de Estados Unidos podrían
agotarse.
Por supuesto, el daño de la
agenda de Trump puede extenderse mucho más allá del comercio. La fortaleza del
modelo económico estadounidense siempre se ha basado en su apertura a las
personas, al capital y a las ideas. Durante décadas, Estados Unidos ha sido un
imán de talento en el campo de la ciencia y la tecnología, desde los emigrantes
europeos que ayudaron a construir la bomba atómica hasta los investigadores en
inteligencia artificial y los emprendedores biotecnológicos de hoy. Pero, en
tanto Estados Unidos se repliega sobre sí mismo -atacando a las universidades,
minando la investigación y cerrándose al mundo-, está destruyendo la base de
conocimientos que genera la “materia oscura” que sustenta su equilibrio
externo.
Las consecuencias geopolíticas
podrían ser profundas. Aliados de Estados Unidos como Canadá y la Unión Europea
ya se están protegiendo contra la imprevisibilidad de la administración Trump
fortaleciendo los lazos entre sí y con China, y los países latinoamericanos
están siguiendo su ejemplo. China, por su parte, está haciendo lo posible para
reducir su dependencia del mercado estadounidense, y universidades de todo el
mundo están intentando atraer a académicos e investigadores radicados en
Estados Unidos. Si Estados Unidos deja de ser considerado un garante confiable
del orden internacional basado en reglas, corre el riesgo de caer en un
aislamiento estratégico.
La historia ofrece lecciones
valiosas sobre los peligros de la estrategia de Trump. A principios del siglo
XX, el káiser Guillermo II de Alemania desmanteló el complejo sistema de
alianzas cuidadosamente construido por el canciller Otto von Bismarck. Guillermo
desestimó el sistema de Bismarck por considerarlo anticuado e implementó una
política unilateral asertiva que finalmente condujo al cerco de su país y sentó
las bases para la Primera Guerra Mundial. No entendió que lo que parecían ser
restricciones, en realidad, eran la base de la seguridad y la influencia de
Alemania.
Trump hoy está cometiendo un
error similar. Al considerar que el actual sistema de comercio e inversión es
una trampa más que un triunfo, está decidido a desmantelar los mecanismos que
le han permitido a Estados Unidos prosperar, extender su influencia y evitar
conflictos entre grandes potencias durante casi un siglo.
El declive del poder
estadounidense no tiene nada de inevitable. Pero malinterpretar las causas del
déficit comercial norteamericano -y tratar de reparar lo que no se rompió-
corre el riesgo de convertir una ilusión estadística en una crisis muy real.
*Exministro de Planificación de Venezuela y execonomista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es profesor de la Harvard Kennedy School y director del Harvard Growth Lab.
Texto tomado de Emisora Costa del
Sol 93.1 FM