Simón García / Opinión
No fue una decisión acertada
colocar en espera la defensa de los resultados desde julio de 2024 a enero de
2025. Meses de inhibición que crearon confusión, desánimo y desmovilización
como se hizo evidente el 9 de enero.
Ahora se propone un paro
electoral. Se insiste en llamar a no votar en vez de orientar a los ciudadanos
a salir de la campana de miedo en la que el gobierno intenta encerrar a la
oposición.
No se entiende que algunos
dirigentes oposicionistas amplifiquen esos temores.
Pero, éstos dirigentes no son
traidores. Tienen una manera distinta, a nuestro parecer errónea, de entender
la función del voto en una situación de fuerte ataque oficialista contra el
sistema democrático republicano, liberal y representativo.
No se comprende por qué estos dirigentes colocan su influencia y su prestigio en una ruta que conduce a la rendición del país y al no hay nada que hacer en la oposición.
Las posiciones y discursos
abstencionistas hacen daño a las posibilidades de cambio en tres cosas: Una,
reproducen sin advertirlo la prédica oficialista para destruir el significado
del voto, vaciarlo de su condición de herramienta de lucha y presentarlo como
un gesto inútil, reducido a pulsar una tecla. Dos, piden abandonar la vía
electoral como una forma de lucha por la democracia. Tres, favorecen que el
poder asuma esa bandera y retroceden a un rechazo, por purismo moral, de
cualquier intento de lograr salidas progresivas y parciales de rescate de
la democracia y a encontrar soluciones para disminuir los efectos destructivos
de la crisis en el país. Es decir, en la gente.
En la batalla de opinión entre
democracia y autoritarismo, el gobierno ha logrado que una parte importante de
la oposición califique al ejercicio del voto como un acto que consolida la
hegemonía autoritaria.
Una insólita inversión de
la verdad que provoca la división en la oposición y disminuye sus posibilidades
de volver a derrotar al régimen, esta vez, Estado por Estado.
Lo que propone la campaña
extremista contra el voto es matar al enfermo sin acabar con la enfermedad. No
importa si la población tenga que sufrir, por meses o años, hambre y ausencia
de libertad, como en Cuba.
Ese túnel hacia la desesperación
comienza por negarse a estar presentes en espacios institucionales hoy
colonizados por la fuerza del autoritarismo.
Si las personas y organizaciones
democráticas dejan de levantar resistencias a los planes del poder concederán
larga vida a su ejercicio como un monopolio, dejándolo solo en la
dinámica política real.
La abstención es una de las
líneas de muerte para la oposición.
Una palanca que traba la rueda de
la estrategia de cambio por la falsa objeción a ejercer el voto si no hay
democracia.
Este llamado a no votar conduce a
la nada porque
no ofrece otra modalidad para
confrontar las políticas del régimen.
En esas condiciones opera como
una convocatoria a la pasividad y a una negación a asumir responsabilidades
públicas que deberían servir para mostrar otro modo de gobernar, incluso
bajo cerco presupuestario y bloqueo a las competencias de los gobernadores.
Las universidades
ejemplifican la complejidad de este tipo de relaciones con un poder que no las
quiere como centros de saber y debate. ¿Nos movemos en zigzag o las entregamos
al régimen?
Estamos frente a un absurdo
contrasentido donde quienes propugnan el autoritarismo llaman a votar y
los que deben defender a la democracia piden que no se vote.
Esta incongruencia, síntoma de
carencia estratégica, permite que la trampa del inmediatismo
imponga que votar o no votar siempre conducirá al desconocimiento del voto.
Pero la abstención no es
inocencia. Quien difunde esta desesperanza desea que lleguemos a la conclusión
que no hay salida distinta a la rendición interna, a dejar hacer o
esperar la intervención indeseable de factores extranjeros.
Duele, pero es lo que
vemos.
La abstención, como está
planteada, es el final de la estrategia de cambio que obtuvo victorias, no sólo
electorales, gracias a distintos equipos dirigentes que comprendieron que para
que haya democracia hay que contar con ciudadanos que ejerzan el voto en lucha
contra las restricciones que derivan de que no estamos en democracia.
Es verdad que el voto no es toda
la democracia, pero donde no hay voto directo y universal no hay democracia. El
oficialismo quiere instaurar el Estado comunal contra el cual hay que votar
ahora y todas las veces que sea necesario.
Una parte importante de la
población, de un modo natural y comprensible,
reacciona con indignación y
rechazo a lo que se materializó el 28 de julio. Y está en su derecho.
Pero también tiene el deber de
impedir avances en la liquidación del modelo de Estado establecido en la
Constitución.
La forma de expresar la rabia no
debe tener como blanco anular el voto ni abandonar la vía electoral que es el
territorio donde tenemos más ventajas y el poder es más débil.
Dejar de votar no es protestar.
Es parar y abandonar el derecho al voto: hacer exactamente lo que el poder
dominante quiere que hagamos.
Por qué hay que renunciar a
victorias regionales cuyo probable desconocimiento desde el CNE abriría riesgos
para la estabilidad de una gobernabilidad en más de 20 puntos de fricción.
¿Por qué entregar
Gobernaciones, legisladores y diputados en espera de una rebelión o cualquier
otra indeseable aventura extremista que quiere lograr el cambio empleando
medios bélicos, que no tiene, a la violencia, que si es real, del poder
dominante para imponer un Estado centralista y autoritario, sin
gobernaciones ni Alcaldías?
Esa no es una solución
democrática. Más bien aparece como una muestra de agotamiento de un liderazgo
que ya no atina en qué hacer.
En términos de abrir
oportunidades de cambio la eficacia está en aumentar pacíficamente los puntos
de fricción entre democracia y autoritarismo. Descentralizar la lucha y escoger
el terreno que más nos convenga para ganar.
La vía sigue siendo persistir en
lo que Carlos Tablante denominó la rebelión de los votos, ahora en cada Estado,
con alianzas muy amplias, ofertas creíbles de convivencia y un vuelvan caras
hacia la gente que quiere razones y motivos suficientes para no parar.