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28 marzo, 2025

¿Parar o seguir?

                                                                                                             Simón García / Opinión

No fue una decisión acertada colocar en espera la defensa de los resultados desde julio de 2024 a enero de 2025. Meses de inhibición que crearon confusión, desánimo y desmovilización como se hizo evidente el 9 de enero.

Ahora se propone un paro electoral. Se insiste en llamar a no votar en vez de orientar a los ciudadanos a salir de la campana de miedo en la que el gobierno intenta encerrar a la oposición. 

No se entiende que algunos dirigentes oposicionistas amplifiquen esos temores.

Pero, éstos dirigentes no son traidores. Tienen una manera distinta, a nuestro parecer errónea, de entender la función del voto en una situación de fuerte ataque oficialista contra el sistema democrático republicano, liberal y representativo. 

No se comprende por qué estos dirigentes colocan su influencia y su prestigio en una ruta que conduce a la rendición del país y al no hay nada que hacer en la oposición.

Las posiciones y discursos abstencionistas hacen daño a las posibilidades de cambio en tres cosas: Una, reproducen sin advertirlo la prédica oficialista para destruir el significado del voto, vaciarlo de su condición de herramienta de lucha y presentarlo como un gesto inútil, reducido a pulsar una tecla. Dos, piden abandonar la vía electoral como una forma de lucha por la democracia. Tres, favorecen que el poder asuma esa bandera y retroceden a un rechazo, por purismo moral, de cualquier intento de lograr  salidas progresivas y parciales de rescate de la democracia y a encontrar soluciones para disminuir los efectos destructivos de la crisis en el país. Es decir, en la gente.

En la batalla de opinión entre democracia y autoritarismo, el gobierno ha logrado que una parte importante de la oposición califique al ejercicio del voto como un acto que consolida la hegemonía autoritaria.

 Una insólita inversión de la verdad que provoca la división en la oposición y disminuye sus posibilidades de volver a derrotar al régimen, esta vez, Estado por Estado.

Lo que propone la campaña extremista contra el voto es matar al enfermo sin acabar con la enfermedad. No importa si la población tenga que sufrir, por meses o años, hambre y ausencia de libertad, como en Cuba. 

Ese túnel hacia la desesperación comienza por negarse a estar presentes en espacios institucionales hoy colonizados por la fuerza del autoritarismo. 

Si las personas y organizaciones democráticas dejan de levantar resistencias a los planes del poder concederán larga vida   a su ejercicio como un monopolio, dejándolo solo en la dinámica política real. 

La abstención es una de las líneas de muerte para la oposición.

Una palanca que traba la rueda de la estrategia de cambio por la falsa objeción a ejercer el voto si no hay democracia. 

Este llamado a no votar conduce a la nada porque 

no ofrece otra modalidad para confrontar las políticas del régimen. 

En esas condiciones opera como una convocatoria a la pasividad y a una negación a asumir responsabilidades públicas que deberían  servir para mostrar otro modo de gobernar, incluso bajo cerco presupuestario y bloqueo a las competencias de los gobernadores.

 Las universidades ejemplifican la complejidad de este tipo de relaciones con un poder que no las quiere como centros de saber y debate. ¿Nos movemos en zigzag o las entregamos al régimen?

Estamos frente a un absurdo contrasentido donde quienes  propugnan el autoritarismo llaman a votar y los que deben defender a la democracia piden que no se vote. 

Esta incongruencia, síntoma de carencia estratégica, permite que la trampa del  inmediatismo  imponga que votar o no votar siempre conducirá al desconocimiento del voto.

Pero la abstención no es inocencia. Quien difunde esta desesperanza desea que lleguemos a la conclusión que no hay salida distinta a la rendición interna, a dejar hacer  o  esperar la intervención indeseable de factores extranjeros.

Duele, pero es lo que vemos. 

La abstención, como está planteada, es el final de la estrategia de cambio que obtuvo victorias, no sólo electorales, gracias a distintos equipos dirigentes que comprendieron que para que haya democracia hay que contar con ciudadanos que ejerzan el voto en lucha contra las restricciones que derivan de que no estamos en democracia.

Es verdad que el voto no es toda la democracia, pero donde no hay voto directo y universal no hay democracia. El oficialismo quiere instaurar el Estado comunal contra el cual hay que votar ahora y todas las veces que sea necesario.

Una parte importante de la población, de un modo natural y comprensible,   reacciona con indignación y rechazo a lo que se materializó el 28 de julio. Y está en su derecho.

Pero también tiene el deber de impedir avances en la liquidación del modelo de Estado establecido en la Constitución.

La forma de expresar la rabia no debe tener como blanco anular el voto ni abandonar la vía electoral que es el territorio donde tenemos más ventajas y el poder es más débil.

Dejar de votar no es protestar. Es parar y abandonar el derecho al voto: hacer exactamente lo que el poder dominante quiere que hagamos.

Por qué hay que renunciar a victorias regionales cuyo probable desconocimiento desde el CNE abriría riesgos para la estabilidad de una gobernabilidad en más de 20 puntos de fricción.

 ¿Por qué entregar Gobernaciones, legisladores y diputados en espera de una rebelión o cualquier otra indeseable aventura extremista que quiere lograr el cambio empleando medios bélicos, que no tiene, a la violencia, que si es real, del poder dominante para imponer un Estado centralista y  autoritario, sin gobernaciones ni Alcaldías?

Esa no es una solución democrática. Más bien aparece como una muestra de agotamiento de un liderazgo que ya no atina en qué hacer.

 En términos de abrir oportunidades de cambio la eficacia está en aumentar pacíficamente los puntos de fricción entre democracia y autoritarismo. Descentralizar la lucha y escoger el terreno que más nos convenga para ganar.

La vía sigue siendo persistir en lo que Carlos Tablante denominó la rebelión de los votos, ahora en cada Estado, con alianzas muy amplias, ofertas creíbles de convivencia y un vuelvan caras hacia la gente que quiere razones y motivos suficientes para no parar.