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29 marzo, 2025

La otra cara: "El Itinerario de Asco y Odio de Trump contra los venezolanos. Crónica de un desarraigo."

Por José Luis Farías / Opinión

La historia de Venezuela es ahora una historia de ausencias. Calles que fueron bullicio son hoy ecos de pasos perdidos, casas con puertas selladas por el polvo, fotos familiares donde las caras se cuentan por los huecos que dejaron los que se fueron. Un país que se vacía a sí mismo: un cuarto de su población —más de ocho millones— ha huido, y los que quedan calculan en silencio cuánto falta para que su turno llegue. No es una diáspora, es un desangramiento.  

En Lima, Quito, Santiago, Madrid o Miami, el acento venezolano se ha vuelto una contraseña de culpa. Los llaman «ilegales, venecos u otros calificativos despectivos», como si fueran mercancía defectuosa, pero detrás de esos eufemismos hay madres que caminaron tres países con un niño a cuestas, ingenieros que reparten pizzas, médicos que limpian casas. Desde España, una enfermera caraqueña me contó que escondía su nacionalidad: «Aquí piensan que somos delincuentes o socialistas fracasados. ¿En qué categoría me pondrán a mí?».  

Donald Trump convirtió esa diáspora en enemiga. Al amparo de la "Ley de Enemigos Extranjeros" de 1798 —una reliquia jurídica redactada cuando Estados Unidos temía una invasión francesa—, firmó una orden que permitía deportar a venezolanos indocumentados como si fueran combatientes hostiles. La ironía es grotesca: la misma ley que se usó contra alemanes y japoneses en las guerras mundiales ahora se aplica a quienes huyen de un régimen que el propio Trump denunciaba como tiránico.  

No hubo bombas ni espías, solo madrugadas con redadas en apartamentos en todo Florida, niños llorando mientras agentes de ICE, Immigration and Customs Enforcement (Oficina de Inmigración y Control de Aduanas), revisan papeles, familias partidas en dos por una frontera legal. «Nos tratan como si lleváramos el chavismo en la sangre —dijo un profesor exiliado en México—. ¿Acaso no vinimos escapando de eso?».  

La paradoja se envenena: el mismo gobierno que impone sanciones asfixiantes a Venezuela, culpando a su élite gobernante, castiga también a los que lograron escapar de ella. Es como condenar a los judíos que huyeron del nazismo por no quedarse a luchar.  

En Caracas, el régimen sigue agitando su “bandera antiimperialista”, la xenofobia Trumpcišta se la puso fácil a Maduro, le entregó una bandera para levantar una cortina de humo más que un estandarte de resistencia. Mientras tanto, en las interminables colas frente a los consulados, donde los venezolanos hacen fila, uno detrás de otro, buscando una visa para reunirse con los hijos que llevan años sin ver, no hay puños alzados. Lo que se oye es un murmullo de desesperación, un murmullo que se mezcla con el desprecio de los funcionarios de inmigración, aquellos que, en su indolencia burocrática, parecen no entender la magnitud de lo que está en juego. Frente a la ventanilla de vidrio blindado, ante la negativa del funcionario: “¿Somos enemigos? Nosotros somos los que no tenemos patria. Maduro y su pandilla nos la robaron, nos la destruyeron, y al mismo tiempo fracturaron nuestra familia. Y ahora ustedes, con su indiferencia y su frialdad, impiden el reencuentro”. El funcionario, sin levantar la mirada, responde con un desdén que no dejaba espacio a la discusión: “Sí, pero igual no calificas. Pase el siguiente”. Y así, como si fuera el dueño del mundo, como si tuviera el poder de decidir sobre el destino de tantas vidas, deja claro que, para él, las historias de quienes buscan algo tan humano como reunirse con los suyos, no son más que una formalidad. 

La ley que inventó enemigos

La "Ley de Enemigos Extranjeros" fue creada por el presidente John Adams en un siglo donde las guerras se declaraban con cañonazos, no con tuits desde el Salón Oval de La Casa Blanca. Su objetivo era claro: evitar que ciudadanos de naciones hostiles conspiraran en suelo estadounidense. Pero en 2025, Trump la desempolva para un conflicto sin armas, sin fronteras definidas, sin honor. Pero pleno de exclusión, racismo y suprema cismo.

La "Ley de Enemigos Extranjeros" otorgaba al presidente la autoridad para arrestar, detener y deportar a los ciudadanos extranjeros (enemigos) de países en guerra con Estados Unidos, en caso de que se consideraran una amenaza para la seguridad nacional.

La razón detrás de su creación fue la creciente paranoia ante posibles amenazas internas relacionadas con la Revolución Francesa y la guerra entre Francia y Gran Bretaña. Los líderes de la época temían que los inmigrantes franceses o simpatizantes de la Revolución pudieran ser leales a los intereses franceses y actuar en contra de Estados Unidos.

La ley fue diseñada para proteger la seguridad nacional de potenciales enemigos internos, aunque también fue vista como una herramienta para limitar la influencia política de los opositores al gobierno de Adams, ya que los críticos consideraban que estas leyes eran una forma de silenciar a la oposición política y restringir las libertades civiles.

Ahora se blande esta ley contra los venezolanos por orden de Trump, no importa que los venezolanos representaran apenas el 2% de los migrantes indocumentados en EE.UU., ni que muchos hubiesen huido de torturas y hambre. Tampoco que aportaran cientos de millones en impuestos, o que sus emprendimientos revitalizaran ciudades en Florida y Texas. La orden transforma víctimas en amenazas, refugiados en soldados de una guerra imaginaria.  

Un abogado de inmigración en Nueva York lo resumió así: «Es como usar un machete para cortar el pasto. La ley no está hecha para esto, pero el daño está hecho». 

Mariana, nombre simulado, me cuenta que llegó a Texas en 2017. Trabajó como enfermera durante la pandemia, atendió a pacientes en español y en inglés, pagó sus impuestos. En 2025, recibió una citación de ICE. «Me dijeron que mi caso estaba ‘bajo revisión’ por ser venezolana. ¿Revisión de qué? ¿De si soy una espía de Maduro?».  

Su historia no es excepción. Según el "Center for Migration Studies", más de 200.000 venezolanos en EE.UU. viven bajo amenaza de deportación. Muchos son profesionales cuya única falta es haber entrado sin papeles cuando las embajadas venezolanas —controladas por el madurismo— negaban pasaportes.  

El desprecio

Hay días en que Miami parece Caracas. Desde un café de Doral, una mujer llamada Luisa, nombre simulado, nos cuenta por vídeo-llamada su historia mientras revuelve un café que se enfría y no se toma. Huyó de Venezuela en 2017, acechada por el hambre,  cruzó siete fronteras a pie, y ahora trabaja limpiando casas. Su hijo de 15 años, sin embargo, está en una cárcel de El Salvador. «Lo deportaron hace días —dice—. Le dijeron que era del Tren de Aragua. ¿Sabe qué es lo peor? Ni siquiera sabe qué es el Tren de Aragua». 

Un avión fletado por ICE, con 230 venezolanos deportados por Estados Unidos, aterrizó en El Salvador, "horas después de que un juez estadounidense ordenara al gobierno de Donald Trump no hacerlo". Como si el tiempo, ese juez implacable y eterno, no hubiera intervenido a tiempo, Nayib Bukele, el presidente salvadoreño, se permitió un desdén burlesco: "¡Uy!... demasiado tarde", escribió, con una descarada insolencia que dejaba claro que la ley, en su mundo, es solo un estorbo.

La mayoría de los deportados, según admitió, con un tono que oscilaba entre el fastidio y la obligación, Robert Cerna, oficial de ICE, no tenía antecedentes penales. Pero, como si el hecho fuera irrelevante, Cerna, con la distancia cínica de quien está acostumbrado a hablar sin consecuencias, afirmó: "la falta de registros criminales en estos casos no debe considerarse un indicio de que los deportados no representen una amenaza". Palabras que, más que una justificación, son una declaración de poder: la amenaza no está en lo que se ve, sino en lo que se puede construir a partir de la nada.

Mientras tanto, Marco Rubio, secretario de Estado de EE. UU., confirmó la llegada de los presuntos pandilleros a El Salvador y no dudó en lanzar un agradecimiento a Bukele, al que calificó como "el líder de seguridad más firme de nuestra región". Un halago que, al final, no es más que el reconocimiento tácito de que la mano dura es la moneda corriente en el juego de las relaciones internacionales, y que los principios quedan atrás cuando de negocios se trata.

Y Bukele, consciente de su papel en este teatro de la desesperación y el beneficio mutuo, se encargó de desmentir a Cerna, como si la realidad fuera una cuestión de palabras bien dichas: "Todas las personas trasladadas a nuestro centro de confinamiento del terrorismo son criminales comprobados y miembros del crimen organizado transnacional". Un enunciado rotundo, con la contundencia de quien sabe que la verdad, para él, es una cuestión de afirmación constante, un mantra. Y para rematar, con la aberración que le caracteriza, añadió: "Cualquier cooperación en materia de seguridad con países aliados se realiza en el estricto apego a las normas nacionales e internacionales", como si esa última frase bastara para sellar la legitimidad de un acto que, al fin y al cabo, se trata solo de negocios y poder.

Según los documentos judiciales —Luisa muestra en su teléfono como si fueran reliquias de un naufragio—, la evidencia era un tatuaje en el hombro de su hijo: una rosa con las iniciales de su novia. Los agentes lo interpretaron como un símbolo de la pandilla. «¿Una rosa? —repite Luisa—. En Venezuela hasta los niños se tatúan rosas».  

Este es el itinerario del asco y odio de Trump contra los venezolanos: una máquina burocrática que convierte migrantes en fantasmas, tatuajes en pruebas, y deportaciones en espectáculos, en los cuales la etiqueta del Tren de Aragua le sirve para desconocer la misma institucionalidad democrática norteamericana. Donald Trump no inventó este juego, pero lo llevó a su forma más pura: usar una ley de 1798 —pensada para espías napoleónicos— como arma arrojadiza contra madres que huyen de la hiperinflación, el hambre y la represión.  

Lo grotesco no radica únicamente en la medida, sino en los cómplices que la permiten, en su silencio cómplice. En Washington, donde se alzan continuamente las voces de los políticos que se llenan la boca con la “lucha por la democracia venezolana”, hay un mutismo casi absoluto cuando ICE, la maquinaria estatal del asco contra los venezolanos, separa familias, destroza vidas, despoja de dignidad a quienes sólo buscan sobrevivir. Pero esos mismos políticos, tan entregados a su discurso moralista, son los que prefieren mirar hacia otro lado cuando los migrantes, esos que limpian sus baños, vacían sus cestos de basura, o preparan sus cafés, se convierten en seres invisibles. Esos no cuentan. Esos no están en la conversación. Porque la diáspora, como todo en la vida, tiene jerarquías. Y no todas las huidas se igualan: hay exilios dorados, que resplandecen bajo el sol abrasador de la costa de Miami, bañados en promesas de prosperidad y bienestar, y luego están los exilios de barro, los que huelen a polvo y sudor, a supervivencia, a miseria. Esos últimos, los olvidados, son los que nunca entrarán en esa conversación elitista sobre el futuro de Venezuela, los que no merecen ni voz, ni voto, ni siquiera la dignidad más básica. Porque, en el fondo, como ocurre siempre con las grandes tragedias, la humanidad se convierte en una cuestión de jerarquías invisibles, y, por alguna razón insondable, esos que más sufren, esos que menos tienen, siempre serán los que nunca contarán.

La retórica del enemigo

Trump entendió pronto que en el siglo XXI los enemigos no necesitan ejércitos. Basta con darles un rostro, un acento, un pasaporte. Al declarar a los venezolanos «extranjeros hostiles», no los acusaba de crímenes: los acusaba de existir. Una lógica perversa que convierte la necesidad en amenaza, la supervivencia en delito.  

No es casual que eligiera El Salvador como destino de deportaciones. Un país donde las pandillas controlaban el 70% del territorio es el escenario perfecto para estigmatizar a los recién llegados. «Si los devuelven allá, ¿quién notará si desaparecen?», dice un abogado de AILA (Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración). No nos sorprenda que muchos de los deportados a El Salvador sean reportados como «no localizables».  

Los cómplices silenciosos. En Nueva York, un venezolano —exiliado desde 2017— organiza una conversación sobre «la crisis económica del gobierno de Maduro y sus consecuencias». Al final, una estudiante norteamericana le pregunta por los deportados. «Eso es otra cosa —responde—. No podemos mezclar víctimas con delincuentes». La audiencia aplaude. Nadie pregunta cómo se distingue a unos de otros cuando ICE no lo hace.  

Este es el apartheid del exilio: los que llegaron con visa de inversión jamás serán confundidos con pandilleros. Los que cruzaron el Darién, sí. La culpa, como la justicia, tiene clase social.  

La patria que nos robaron

En un aeropuerto al sur de los Estados Unidos, un mural muestra a inmigrantes de los años 50 cargando maletas con sueños. Ahora, en esas mismas terminales, agentes revisan pasaportes venezolanos como si contuvieran virus. La mujer sigue yendo a la iglesia los domingos. Reza por su hijo, pero también por algo más abstracto: «Que no nos quiten la dignidad —dice—. Es lo único que trajimos».  

Mientras tanto, en en sus redes sociales, un influencer exiliado escribe: «Los venezolanos debemos unirnos contra la dictadura». Pero olvida la dictadura de los que convierten a sus víctimas en chivos expiatorios, la de los que piensan que salvarse solo es legítimo si se hace con visa de turista.  

Al final, esta crónica no es sobre Trump cómo persona ni sobre leyes obsoletas. Es contra el asco que sembró contra los venezolanos. Es sobre cómo el desprecio se vuelve política, cómo el miedo fabrica enemigos, y cómo hasta el exilio tiene sus verdugos. Luisa lo resume sin querer: «Nos quitaron todo, hasta el derecho a llorar sin que nos llamen mentirosas».  

Queda una pregunta: ¿qué país se construye cuando se expulsa a los que no tienen nada? La respuesta está en las cárceles de El Salvador, en los cafés de Doral o Madrid, en el silencio de los que miraron hacia otro lado. Un país que se derrumba no por las bombas, sino por los pedazos que arranca de sí mismo.

La patria portátil

En un parque de Madrid, un grupo de venezolanos celebra un cumpleaños. No hablan de política, sino de arepas y playas. Beben "de caleta" ron y cervezas. Un hombre saca un cuatro y canta el "Alma llanera", Los demás corean, pero la letra se quiebra en el estribillo: «Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador…».

Alguien murmura: «¿Cuál ribera? Nosotros ya no tenemos ribera».  

La diáspora venezolana no es solo un éxodo: es un país paralelo, una nación sin territorio donde el himno se canta en susurros y la bandera cabe en una maleta. Trump pudo declararlos enemigos, pero no entenderá que su mayor peligro no está en lo que hacen, sino en lo que representan: el recordatorio incómodo de que ningún muro detiene el desastre cuando un pueblo entero se convierte en fantasma.