Por José Luis Farías / Opinión
La historia de Venezuela es ahora
una historia de ausencias. Calles que fueron bullicio son hoy ecos de pasos
perdidos, casas con puertas selladas por el polvo, fotos familiares donde las
caras se cuentan por los huecos que dejaron los que se fueron. Un país que se
vacía a sí mismo: un cuarto de su población —más de ocho millones— ha huido, y
los que quedan calculan en silencio cuánto falta para que su turno llegue. No
es una diáspora, es un desangramiento.
En Lima, Quito, Santiago, Madrid
o Miami, el acento venezolano se ha vuelto una contraseña de culpa. Los llaman
«ilegales, venecos u otros calificativos despectivos», como si fueran mercancía
defectuosa, pero detrás de esos eufemismos hay madres que caminaron tres países
con un niño a cuestas, ingenieros que reparten pizzas, médicos que limpian
casas. Desde España, una enfermera caraqueña me contó que escondía su
nacionalidad: «Aquí piensan que somos delincuentes o socialistas fracasados.
¿En qué categoría me pondrán a mí?».
Donald Trump convirtió esa diáspora en enemiga. Al amparo de la "Ley de Enemigos Extranjeros" de 1798 —una reliquia jurídica redactada cuando Estados Unidos temía una invasión francesa—, firmó una orden que permitía deportar a venezolanos indocumentados como si fueran combatientes hostiles. La ironía es grotesca: la misma ley que se usó contra alemanes y japoneses en las guerras mundiales ahora se aplica a quienes huyen de un régimen que el propio Trump denunciaba como tiránico.
No hubo bombas ni espías, solo
madrugadas con redadas en apartamentos en todo Florida, niños llorando mientras
agentes de ICE, Immigration and Customs Enforcement (Oficina de Inmigración y
Control de Aduanas), revisan papeles, familias partidas en dos por una frontera
legal. «Nos tratan como si lleváramos el chavismo en la sangre —dijo un
profesor exiliado en México—. ¿Acaso no vinimos escapando de eso?».
La paradoja se envenena: el mismo
gobierno que impone sanciones asfixiantes a Venezuela, culpando a su élite
gobernante, castiga también a los que lograron escapar de ella. Es como
condenar a los judíos que huyeron del nazismo por no quedarse a luchar.
En Caracas, el régimen sigue
agitando su “bandera antiimperialista”, la xenofobia Trumpcišta se la puso
fácil a Maduro, le entregó una bandera para levantar una cortina de humo más
que un estandarte de resistencia. Mientras tanto, en las interminables colas
frente a los consulados, donde los venezolanos hacen fila, uno detrás de otro,
buscando una visa para reunirse con los hijos que llevan años sin ver, no hay
puños alzados. Lo que se oye es un murmullo de desesperación, un murmullo que
se mezcla con el desprecio de los funcionarios de inmigración, aquellos que, en
su indolencia burocrática, parecen no entender la magnitud de lo que está en
juego. Frente a la ventanilla de vidrio blindado, ante la negativa del
funcionario: “¿Somos enemigos? Nosotros somos los que no tenemos patria. Maduro
y su pandilla nos la robaron, nos la destruyeron, y al mismo tiempo fracturaron
nuestra familia. Y ahora ustedes, con su indiferencia y su frialdad, impiden el
reencuentro”. El funcionario, sin levantar la mirada, responde con un desdén
que no dejaba espacio a la discusión: “Sí, pero igual no calificas. Pase el
siguiente”. Y así, como si fuera el dueño del mundo, como si tuviera el poder
de decidir sobre el destino de tantas vidas, deja claro que, para él, las
historias de quienes buscan algo tan humano como reunirse con los suyos, no son
más que una formalidad.
La ley que inventó enemigos
La "Ley de Enemigos
Extranjeros" fue creada por el presidente John Adams en un siglo donde las
guerras se declaraban con cañonazos, no con tuits desde el Salón Oval de La
Casa Blanca. Su objetivo era claro: evitar que ciudadanos de naciones hostiles
conspiraran en suelo estadounidense. Pero en 2025, Trump la desempolva para un
conflicto sin armas, sin fronteras definidas, sin honor. Pero pleno de
exclusión, racismo y suprema cismo.
La "Ley de Enemigos
Extranjeros" otorgaba al presidente la autoridad para arrestar, detener y
deportar a los ciudadanos extranjeros (enemigos) de países en guerra con
Estados Unidos, en caso de que se consideraran una amenaza para la seguridad nacional.
La razón detrás de su creación
fue la creciente paranoia ante posibles amenazas internas relacionadas con la
Revolución Francesa y la guerra entre Francia y Gran Bretaña. Los líderes de la
época temían que los inmigrantes franceses o simpatizantes de la Revolución
pudieran ser leales a los intereses franceses y actuar en contra de Estados
Unidos.
La ley fue diseñada para proteger
la seguridad nacional de potenciales enemigos internos, aunque también fue
vista como una herramienta para limitar la influencia política de los
opositores al gobierno de Adams, ya que los críticos consideraban que estas
leyes eran una forma de silenciar a la oposición política y restringir las
libertades civiles.
Ahora se blande esta ley contra
los venezolanos por orden de Trump, no importa que los venezolanos
representaran apenas el 2% de los migrantes indocumentados en EE.UU., ni que
muchos hubiesen huido de torturas y hambre. Tampoco que aportaran cientos de millones
en impuestos, o que sus emprendimientos revitalizaran ciudades en Florida y
Texas. La orden transforma víctimas en amenazas, refugiados en soldados de una
guerra imaginaria.
Un abogado de inmigración en
Nueva York lo resumió así: «Es como usar un machete para cortar el pasto. La
ley no está hecha para esto, pero el daño está hecho».
Mariana, nombre simulado, me
cuenta que llegó a Texas en 2017. Trabajó como enfermera durante la pandemia,
atendió a pacientes en español y en inglés, pagó sus impuestos. En 2025,
recibió una citación de ICE. «Me dijeron que mi caso estaba ‘bajo revisión’ por
ser venezolana. ¿Revisión de qué? ¿De si soy una espía de Maduro?».
Su historia no es excepción.
Según el "Center for Migration Studies", más de 200.000 venezolanos
en EE.UU. viven bajo amenaza de deportación. Muchos son profesionales cuya
única falta es haber entrado sin papeles cuando las embajadas venezolanas
—controladas por el madurismo— negaban pasaportes.
El desprecio
Hay días en que Miami parece
Caracas. Desde un café de Doral, una mujer llamada Luisa, nombre simulado, nos
cuenta por vídeo-llamada su historia mientras revuelve un café que se enfría y
no se toma. Huyó de Venezuela en 2017, acechada por el hambre, cruzó
siete fronteras a pie, y ahora trabaja limpiando casas. Su hijo de 15 años, sin
embargo, está en una cárcel de El Salvador. «Lo deportaron hace días —dice—. Le
dijeron que era del Tren de Aragua. ¿Sabe qué es lo peor? Ni siquiera sabe qué
es el Tren de Aragua».
Un avión fletado por ICE, con 230
venezolanos deportados por Estados Unidos, aterrizó en El Salvador, "horas
después de que un juez estadounidense ordenara al gobierno de Donald Trump no
hacerlo". Como si el tiempo, ese juez implacable y eterno, no hubiera
intervenido a tiempo, Nayib Bukele, el presidente salvadoreño, se permitió un
desdén burlesco: "¡Uy!... demasiado tarde", escribió, con una
descarada insolencia que dejaba claro que la ley, en su mundo, es solo un
estorbo.
La mayoría de los deportados,
según admitió, con un tono que oscilaba entre el fastidio y la obligación,
Robert Cerna, oficial de ICE, no tenía antecedentes penales. Pero, como si el
hecho fuera irrelevante, Cerna, con la distancia cínica de quien está acostumbrado
a hablar sin consecuencias, afirmó: "la falta de registros criminales en
estos casos no debe considerarse un indicio de que los deportados no
representen una amenaza". Palabras que, más que una justificación, son una
declaración de poder: la amenaza no está en lo que se ve, sino en lo que se
puede construir a partir de la nada.
Mientras tanto, Marco Rubio,
secretario de Estado de EE. UU., confirmó la llegada de los presuntos
pandilleros a El Salvador y no dudó en lanzar un agradecimiento a Bukele, al
que calificó como "el líder de seguridad más firme de nuestra región".
Un halago que, al final, no es más que el reconocimiento tácito de que la mano
dura es la moneda corriente en el juego de las relaciones internacionales, y
que los principios quedan atrás cuando de negocios se trata.
Y Bukele, consciente de su papel
en este teatro de la desesperación y el beneficio mutuo, se encargó de
desmentir a Cerna, como si la realidad fuera una cuestión de palabras bien
dichas: "Todas las personas trasladadas a nuestro centro de confinamiento
del terrorismo son criminales comprobados y miembros del crimen organizado
transnacional". Un enunciado rotundo, con la contundencia de quien sabe
que la verdad, para él, es una cuestión de afirmación constante, un mantra. Y
para rematar, con la aberración que le caracteriza, añadió: "Cualquier
cooperación en materia de seguridad con países aliados se realiza en el
estricto apego a las normas nacionales e internacionales", como si esa
última frase bastara para sellar la legitimidad de un acto que, al fin y al
cabo, se trata solo de negocios y poder.
Según los documentos judiciales
—Luisa muestra en su teléfono como si fueran reliquias de un naufragio—, la
evidencia era un tatuaje en el hombro de su hijo: una rosa con las iniciales de
su novia. Los agentes lo interpretaron como un símbolo de la pandilla. «¿Una
rosa? —repite Luisa—. En Venezuela hasta los niños se tatúan
rosas».
Este es el itinerario del asco y odio de Trump contra los venezolanos: una máquina burocrática que convierte migrantes en fantasmas, tatuajes en pruebas, y deportaciones en espectáculos, en los cuales la etiqueta del Tren de Aragua le sirve para desconocer la misma institucionalidad democrática norteamericana. Donald Trump no inventó este juego, pero lo llevó a su forma más pura: usar una ley de 1798 —pensada para espías napoleónicos— como arma arrojadiza contra madres que huyen de la hiperinflación, el hambre y la represión.
Lo grotesco no radica únicamente
en la medida, sino en los cómplices que la permiten, en su silencio cómplice.
En Washington, donde se alzan continuamente las voces de los políticos que se
llenan la boca con la “lucha por la democracia venezolana”, hay un mutismo casi
absoluto cuando ICE, la maquinaria estatal del asco contra los venezolanos,
separa familias, destroza vidas, despoja de dignidad a quienes sólo buscan
sobrevivir. Pero esos mismos políticos, tan entregados a su discurso moralista,
son los que prefieren mirar hacia otro lado cuando los migrantes, esos que
limpian sus baños, vacían sus cestos de basura, o preparan sus cafés, se
convierten en seres invisibles. Esos no cuentan. Esos no están en la
conversación. Porque la diáspora, como todo en la vida, tiene jerarquías. Y no
todas las huidas se igualan: hay exilios dorados, que resplandecen bajo el sol
abrasador de la costa de Miami, bañados en promesas de prosperidad y bienestar,
y luego están los exilios de barro, los que huelen a polvo y sudor, a
supervivencia, a miseria. Esos últimos, los olvidados, son los que nunca
entrarán en esa conversación elitista sobre el futuro de Venezuela, los que no
merecen ni voz, ni voto, ni siquiera la dignidad más básica. Porque, en el
fondo, como ocurre siempre con las grandes tragedias, la humanidad se convierte
en una cuestión de jerarquías invisibles, y, por alguna razón insondable, esos
que más sufren, esos que menos tienen, siempre serán los que nunca contarán.
La retórica del enemigo
Trump entendió pronto que en el
siglo XXI los enemigos no necesitan ejércitos. Basta con darles un rostro, un
acento, un pasaporte. Al declarar a los venezolanos «extranjeros hostiles», no
los acusaba de crímenes: los acusaba de existir. Una lógica perversa que
convierte la necesidad en amenaza, la supervivencia en delito.
No es casual que eligiera El
Salvador como destino de deportaciones. Un país donde las pandillas controlaban
el 70% del territorio es el escenario perfecto para estigmatizar a los recién
llegados. «Si los devuelven allá, ¿quién notará si desaparecen?», dice un
abogado de AILA (Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración). No nos
sorprenda que muchos de los deportados a El Salvador sean reportados como «no
localizables».
Los cómplices silenciosos. En
Nueva York, un venezolano —exiliado desde 2017— organiza una conversación sobre
«la crisis económica del gobierno de Maduro y sus consecuencias». Al final, una
estudiante norteamericana le pregunta por los deportados. «Eso es otra cosa
—responde—. No podemos mezclar víctimas con delincuentes». La audiencia
aplaude. Nadie pregunta cómo se distingue a unos de otros cuando ICE no lo
hace.
Este es el apartheid del exilio:
los que llegaron con visa de inversión jamás serán confundidos con pandilleros.
Los que cruzaron el Darién, sí. La culpa, como la justicia, tiene clase
social.
La patria que nos robaron
En un aeropuerto al sur de los
Estados Unidos, un mural muestra a inmigrantes de los años 50 cargando maletas
con sueños. Ahora, en esas mismas terminales, agentes revisan pasaportes
venezolanos como si contuvieran virus. La mujer sigue yendo a la iglesia los
domingos. Reza por su hijo, pero también por algo más abstracto: «Que no nos
quiten la dignidad —dice—. Es lo único que trajimos».
Mientras tanto, en en sus redes
sociales, un influencer exiliado escribe: «Los venezolanos debemos unirnos
contra la dictadura». Pero olvida la dictadura de los que convierten a sus
víctimas en chivos expiatorios, la de los que piensan que salvarse solo es
legítimo si se hace con visa de turista.
Al final, esta crónica no es
sobre Trump cómo persona ni sobre leyes obsoletas. Es contra el asco que sembró
contra los venezolanos. Es sobre cómo el desprecio se vuelve política, cómo el
miedo fabrica enemigos, y cómo hasta el exilio tiene sus verdugos. Luisa lo
resume sin querer: «Nos quitaron todo, hasta el derecho a llorar sin que nos
llamen mentirosas».
Queda una pregunta: ¿qué país se
construye cuando se expulsa a los que no tienen nada? La respuesta está en las
cárceles de El Salvador, en los cafés de Doral o Madrid, en el silencio de los
que miraron hacia otro lado. Un país que se derrumba no por las bombas, sino
por los pedazos que arranca de sí mismo.
La patria portátil
En un parque de Madrid, un grupo
de venezolanos celebra un cumpleaños. No hablan de política, sino de arepas y
playas. Beben "de caleta" ron y cervezas. Un hombre saca un cuatro y
canta el "Alma llanera", Los demás corean, pero la letra se quiebra
en el estribillo: «Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador…».
Alguien murmura: «¿Cuál ribera?
Nosotros ya no tenemos ribera».
La diáspora venezolana no es solo
un éxodo: es un país paralelo, una nación sin territorio donde el himno se
canta en susurros y la bandera cabe en una maleta. Trump pudo declararlos
enemigos, pero no entenderá que su mayor peligro no está en lo que hacen, sino
en lo que representan: el recordatorio incómodo de que ningún muro detiene el
desastre cuando un pueblo entero se convierte en fantasma.