Simón García
Abro la
novela de Enrique Ochoa. En la página siguiente a la dedicatoria encuentro un
epígrafe que podría proporcionar una pista para su lectura: su criatura
literaria podría ser objeto de un largo rechazo.
Al menos en
la decisión de publicarla. Su existencia se contuvo y ocultó por años. Se
podría, al encontrarlo en algún lugar de esta ciudad, preguntarle el motivo de
esa tardanza y como intelectual y político, ducho en elevar razones, encontrará
una anécdota o una breve metáfora que proporcione a esa desatención una noble
justificación.
Los dioses de
la política, como dice Matías Camuñas, personaje principal de la novela, son
injustos. Y habría que agregar, insaciables en su sed de control y posesión
absoluta de los ciudadanos. Toda política se despliega como el centro del mundo
y aunque se sustente en medias verdades, las cúpulas de sus olimpos
autoritarios convertirán esa medianía en verdad única.
La marcha sin retorno enriquece el género de la literatura política venezolana, la que transforma la realidad social y las ambiciones de poder en una sucesión de imágenes. Allí están Miguel Otero Silva, Uslar Pietri, José Rafael Pocaterra, Díaz Sánchez, José Vicente Abreu, Argenis Rodríguez, Adriano González León o Francisco Suniaga. Ahora Enrique Ochoa, pero la novela de Enrique, en estos tiempos oscuros para el país, no surgió para respaldar con mitos y fanfarrias épicas políticas o ideologías merecedoras de reprobación humana. Su tema es más sencillo: relatar cómo la gente se suma a una marcha con propósito.
La trama se
desenvuelve ante nuestros ojos como una caminata que vocea una tercera
posición, el doble rechazo a gobierno y oposición, para avanzar hacia una
ficción que desaloje de Miraflores a un poder corrupto, sin que los sucesores
sean peores que la enfermedad.
La novela es
también un relato autobiográfico, un recuerdo con potencia para no ser una
simple evocación de la realidad, sino la emergencia de una memoria dolorosa que
hinca en el lado izquierdo del corazón del autor. Un dolor que eriza cada vez
que se recuerda, tal vez porque sea la puntada de un fracaso que nunca se
quiere admitir.
De esta
lazada entre memoria como rescate del pasado e imaginación como anticipación
del futuro surge el texto literario, no siempre separado del mensaje no
literario, en este caso político. Travesuras de dioses y demonios.
La marcha sin
retorno es una novela breve. Apenas 95 páginas que se
leen con deleite. En ellas caminamos dentro de una historia sobre un ideal
de juventud que revela a un noveno personaje: el autor. Desde su
mirada hablan los otros personajes y quizá el cura jesuita Camuñas, sea quien
hable a través de Enrique. En cierto modo, pese a Maquiavelo, la política de
ese momento en Venezuela mantenía un trasfondo cristiano. La novela es también una marcha sin
diálogos.
Pero nos
encamina a la par de situaciones conectadas por un lenguaje que le da
consistencia literaria. Ese llevar bien el paso narrativo es un destello hacia
la densidad novelesca. En el lenguaje se unen la realidad percibida y la
imaginada que es la realidad transformada por imágenes, metáforas y frases
dispuestas con la exactitud de un cuidadoso arquitecto de las palabras.
El primer
capítulo hace su papel: es un imán que cautiva de inmediato. Luego hay varios
momentos cúspide. Y si en alguna ocasión declina el arte narrativo es cuando lo
que se cuenta cede a la exposición política, una adición consustancial al autor
que resta ímpetu creativo a su texto. Pero es sólo desde mi punto de vista como
lector, que lee para disfrutar, sin los conocimientos para presentar una
crítica sobre la estructura, el ritmo y la línea narrativa de la primera, de
varias otras, novela de Enrique Ochoa.
El último
capítulo es tan sorprendentemente maravilloso como el primero. El final retorna
al principio. Sin embargo, hay dos puntos en los cuales Enrique no tiene
razón: La Marcha sin retorno no es una noveleta como
él mismo califica a su obra cerrando el capítulo VIII. Tampoco son líneas
parvas porque no sentimos insuficiencia en lo que leemos. Probablemente sean
inseguridades que se le escaparon al personaje Enrique en un descuido del autor
Ochoa.
El libro nos
invita a entrar en una habitación de ideas y sueños. Un espacio interior donde
los olvidos están repletos de recuerdos.
El tema es
esencialmente urbano y el clásico dilema entre civilización y barbarie propio
de la Venezuela campesina, es ahora el bosquejo de la lucha ciudadana
entre autoritarismo y democracia.
Gracias
Enrique por tender ese puente a tus lectores y abrir ese baúl. Si incurrí en
algún abuso de confianza es porque pensé este comentario como una conversación
de café entre dos amigos que han compartido similares ensoñaciones y que han
querido asumir el terrenal compromiso que exigen los sueños.
Tomado de El Carabobeño / Valencia,