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07 marzo, 2025

La marcha sin retorno

Simón García

Abro la novela de Enrique Ochoa. En la página siguiente a la dedicatoria encuentro un epígrafe que podría proporcionar una pista para su lectura: su criatura literaria podría ser objeto de un largo rechazo

Al menos en la decisión de publicarla. Su existencia se contuvo y ocultó por años. Se podría, al encontrarlo en algún lugar de esta ciudad, preguntarle el motivo de esa tardanza y como intelectual y político, ducho en elevar razones, encontrará una anécdota o una breve metáfora que proporcione a esa desatención una noble justificación.

Los dioses de la política, como dice Matías Camuñas, personaje principal de la novela, son injustos. Y habría que agregar, insaciables en su sed de control y posesión absoluta de los ciudadanos. Toda política se despliega como el centro del mundo y aunque se sustente en medias verdades, las cúpulas de sus olimpos autoritarios convertirán esa medianía en verdad única.

La marcha sin retorno enriquece el género de la literatura política venezolana, la que transforma la realidad social y las ambiciones de poder en una sucesión de imágenes. Allí están Miguel Otero Silva, Uslar Pietri, José Rafael Pocaterra, Díaz Sánchez, José Vicente Abreu, Argenis Rodríguez, Adriano González León o Francisco Suniaga. Ahora Enrique Ochoa, pero la novela de Enrique, en estos tiempos oscuros para el país, no surgió para respaldar con mitos y fanfarrias épicas políticas o ideologías merecedoras de reprobación humana. Su tema es más sencillo: relatar cómo la gente se suma a una marcha con propósito.

La trama se desenvuelve ante nuestros ojos como una caminata que vocea una tercera posición, el doble rechazo a gobierno y oposición, para avanzar hacia una ficción que desaloje de Miraflores a un poder corrupto, sin que los sucesores sean peores que la enfermedad.

La novela es también un relato autobiográfico, un recuerdo con potencia para no ser una simple evocación de la realidad, sino la emergencia de una memoria dolorosa que hinca en el lado izquierdo del corazón del autor. Un dolor que eriza cada vez que se recuerda, tal vez porque sea la puntada de un fracaso que nunca se quiere admitir.

De esta lazada entre memoria como rescate del pasado e imaginación como anticipación del futuro surge el texto literario, no siempre separado del mensaje no literario, en este caso político. Travesuras de dioses y demonios.

La marcha sin retorno es una novela breve. Apenas 95 páginas que se leen con deleite. En ellas caminamos dentro de una historia sobre un ideal de juventud que revela a un noveno personaje: el autor. Desde su mirada hablan los otros personajes y quizá el cura jesuita Camuñas, sea quien hable a través de Enrique. En cierto modo, pese a Maquiavelo, la política de ese momento en Venezuela mantenía un trasfondo cristiano. La novela es también una marcha sin diálogos.

Pero nos encamina a la par de situaciones conectadas por un lenguaje que le da consistencia literaria. Ese llevar bien el paso narrativo es un destello hacia la densidad novelesca. En el lenguaje se unen la realidad percibida y la imaginada que es la realidad transformada por imágenes, metáforas y frases dispuestas con la exactitud de un cuidadoso arquitecto de las palabras.

El primer capítulo hace su papel: es un imán que cautiva de inmediato. Luego hay varios momentos cúspide. Y si en alguna ocasión declina el arte narrativo es cuando lo que se cuenta cede a la exposición política, una adición consustancial al autor que resta ímpetu creativo a su texto. Pero es sólo desde mi punto de vista como lector, que lee para disfrutar, sin los conocimientos para presentar una crítica sobre la estructura, el ritmo y la línea narrativa de la primera, de varias otras, novela de Enrique Ochoa.

El último capítulo es tan sorprendentemente maravilloso como el primero. El final retorna al principio. Sin embargo, hay dos puntos en los cuales Enrique no tiene razón: La Marcha sin retorno no es una noveleta como él mismo califica a su obra cerrando el capítulo VIII. Tampoco son líneas parvas porque no sentimos insuficiencia en lo que leemos. Probablemente sean inseguridades que se le escaparon al personaje Enrique en un descuido del autor Ochoa.

El libro nos invita a entrar en una habitación de ideas y sueños. Un espacio interior donde los olvidos están repletos de recuerdos. 

El tema es esencialmente urbano y el clásico dilema entre civilización y barbarie propio de la Venezuela campesina, es ahora el bosquejo de la lucha ciudadana entre autoritarismo y democracia.

Gracias Enrique por tender ese puente a tus lectores y abrir ese baúl. Si incurrí en algún abuso de confianza es porque pensé este comentario como una conversación de café entre dos amigos que han compartido similares ensoñaciones y que han querido asumir el terrenal compromiso que exigen los sueños.

Tomado de El Carabobeño / Valencia,