Moisés Naím / Opinión
Estar en el
poder —o cerca del mismo— siempre fue una ventaja para los candidatos en busca
de votos. Ya no. Este 2024 fue el primer año en el cual el partido en el poder
vio caer su porcentaje de votos en todas y cada una de las elecciones que se
llevaron a cabo en los países desarrollados del mundo. Algo inaudito.
No se trata sencillamente del cambio pendular entre derechas e izquierdas que siempre ha marcado a las sociedades democráticas. Se trata de un cambio más profundo, en el cual cada vez más electores apoyan a partidos muy alejados de los consensos fundamentales que sustentan la estabilidad democrática. Se decantan por extremismos marcados no tanto por su tendencia ideológica sino por su rechazo visceral contra todos quienes hayan manejado —o manejan— el poder.
Se trata de
la antipolítica: el desprecio generalizado no por este partido o aquel líder,
sino por el sistema político como tal. Bajo la bandera de aquella pinta porteña
—¡que se vayan todos!—, la antipolítica se convierte en un nihilismo
politizado, una desconfianza férrea contra el poder que imposibilita la
convivencia democrática.
Es un
fenómeno global parecido a una pandemia política. En Europa, la extrema derecha
ha pasado de ser un fenómeno marginal a ser una de las principales fuerzas
políticas en Austria, Francia, Hungría, Italia, los Países Bajos, Polonia y
Suecia. Figuras antisistema se han hecho con el poder en Argentina, Colombia,
El Salvador y México.
El
etnonacionalismo ha tomado el poder y socavado las instituciones democráticas
en Israel, la India y Turquía. Hasta Canadá se apresta a elegir a un populista
de derecha como primer ministro.
El analista
norteamericano Martín Gurri describió claramente lo que venía en La rebelión
del público, su libro de 2014. Gurri advertía que internet desestabilizaría
las democracias de Occidente al visibilizar y energizar los descontentos que
siempre habían existido en la sociedad. El resultado, advertía, sería una
profunda crisis de autoridad producto de una esfera pública en la que todo el
mundo está furioso con el Gobierno todo el tiempo, y mientras más extremo sea
el discurso del outsider, más cala en el electorado.
Es así cómo
debemos interpretar el triunfo político de Donald Trump. Lo que está pasando en
Estados Unidos ocurre dentro de un contexto global en el que el más estridente
siempre lleva la ventaja.
Martín
Gurri argumenta que no es que la gente se haya enfadado repentinamente contra
sus gobernantes, sino que las nuevas tecnologías digitales potencian la
frustración que siempre ha existido y exacerban el conflicto. Además, en muchos
casos, ya no hay vías de retorno al arreglo informativo de antaño. Antes, los
pueblos solían aceptar pasivamente lo que las élites en control del Estado, del
aparato informativo y de las fuerzas armadas decidían transmitirles. Ese mundo
se fue y no volverá.
Lo que no ha
desaparecido son las crecientes expectativas de los votantes. En todas partes
estas están aumentando a una velocidad superior a la que crece la capacidad del
Estado para satisfacerlas.
Así, los
gobiernos se ven obligados a operar en sistemas políticos en los cuales cada
vez hay más grupos y hasta líderes individuales que han adquirido la capacidad
de bloquear las iniciativas de sus rivales. Estas vetocracias —como las
llamó Francis Fukuyama— tienden a ser paralizantes, ya que actores políticos
con poder de veto pueden bloquear las iniciativas de sus rivales a pesar de no
contar con el poder necesario para imponer su propia agenda.
El
resultado es el juego político estancado y un gran descontento de la población
que se expresa a través del apoyo electoral a los candidatos que más
agresivamente despotrican en contra del statu quo. En un mundo en el
cual todo el que esté descontento tiene un megáfono, los electorados van dando
tumbos ciegamente de extremo a extremo impulsados únicamente por el imperativo
de adversar a quien gobierna.
Frente a
estos desafíos, la respuesta no es abandonar la democracia, sino actualizarla.
Las instituciones deben evolucionar para ser más transparentes, competentes y
participativas, rompiendo las distancias entre gobernantes y gobernados.
Iniciativas como los presupuestos participativos, los referéndums locales y las
asambleas ciudadanas pueden acercar la toma de decisiones a la gente,
reduciendo la brecha de desconfianza ante estos grupos. Al mismo tiempo, hay
que fortalecer los mecanismos de control y equilibrio para garantizar que
incluso los líderes más populistas respeten los principios democráticos. El
descontento no se va a acabar, ni se va a callar, pero sí se puede canalizar
para generar una manera más efectiva de gobernar. No va a ser fácil, pero hay
que intentarlo.
Tomado de El País / España.