Por JUAN CRUZ
El hambre, la escasez, el miedo a que todo eso se convirtiera, además, en miseria, impuso una emigración que, en lado del pueblo en el que vivíamos, en Canarias, tocaba a la puerta de mi casa.
Cuando yo era un niño la ventana de mi casa, por el lado
donde dormían mis padres, y donde me resguardaban a mí de las inclemencias del
asma, era la puerta de Venezuela.
El nuestro era un barrio muy pobre del Puerto de la Cruz, en
Tenerife, islas Canarias, y fue uno de los enclaves isleños que se benefició
del auge económico, esencialmente petrolero, de Venezuela, adonde habían ido
muchos exiliados españoles de la guerra civil organizada por Franco, y adonde
empezaban a dirigirse los isleños que carecían hasta de lo mínimo.
El hambre, la escasez, el miedo a que todo eso se convirtiera, además, en miseria, impuso una emigración que, en el lado del pueblo en el que vivíamos, tocaba a la puerta en mi casa. Era, por caprichos o suerte de mi padre, la única vivienda que tuvo teléfono durante años, y la más conocida por los carteros, de modo que por allí pasaba nuestro cartero a dejar la correspondencia que hubiera, para nosotros, para el vecindario.
Allí, a aquella ventana, llegaban las que entonces se
llamaban las cartas de llamada que esperaban ansioso los aspirantes a ser
emigrantes en Venezuela. Esos hombres que en la isla se habían quedado sin
trabajo tenían entre ellos a muchos de nuestra propia familia, que emigraron y
que desde Venezuela hicieron que la pobreza local se mitigara. También la
nuestra.
Hablar de la miseria que había en aquellos tiempos, y que
continuó, no cesó jamás del todo, es hacer una crónica general de España, pues
todas las poblaciones de todas las regiones, insulares y peninsulares,
sufrieron la misma clase de escasez, que empezaba por la más dolorosa de todas:
la que provocan el hambre, la enfermedad o el disgusto de vivir, así como la
cárcel, que era una de las manifestaciones de la dictadura.
Aquellos emigrantes pronto pudieron aliviar a los parientes
que se quedaron junto a nuestros barrancos. Por azares del destino, y de la
ubicación de mi casa, además del hecho de que pronto pude leer y escribir, yo
fui un testigo muy precoz de los cambios que se fueron sucediendo gracias a
Venezuela…
Este país, entonces afluente, muy rico, les dio trabajo a
quienes iban a mi casa a buscar la carta de llamada… Mi padre nunca viajó, pero
mi madre se fue allá en el pensamiento que dedicaba a los parientes que desde
allí le fueron contando qué pasaba lejos de la indigencia isleña.
Atrás habían quedado las mujeres, que puntualmente les
explicaban a quienes se habían ido, en general sus maridos, o sus hijos, qué
pasaba en el terruño que habían dejado atrás. No fue una balsa de aceite
aquella vida, y yo lo supe tan bien porque esas mujeres, gran parte de ellas
(como los hombres, e incluso los niños) analfabetas, iban a mi casa a dictarme
las cartas que les explicaban a sus parientes la situación en la que seguía la
vida en los barrancos.
Aquellas mujeres se sentaban a mi lado, yo era un chiquillo
que las oía, y en esa situación de escribiente, como aquellos escribientes de
las novelas y las películas brasileñas, yo apuntaba todo, todo, absolutamente
cada una de las cosas que me decían. Como suele suceder en el universo habitual
de las cartas de los pobres, el principio de las mismas era halagador,
ilusorio: “Querido marido (o cualquier pariente), me alegro de que al recibo de
esta mi carta te encuentres bien, nosotros por aquí bien, gracias a Dios”.
Tras esa formalidad venía la realidad que habitaba nuestra
casa, por cierto, además de las casas de alrededor, así que las mujeres me
dictaban, como en una novela de Juan Rulfo, la verdadera geografía humana, la
intensa desesperación popular, que se vivía en esos años de plomo de la vida
española, taponada por la horrible consecuencia de la contienda europea, que
nos dejó a todos los que nacimos en esos años (yo nací en 1948) al borde de la
inanición y el analfabetismo.
En mi casa yo tuve una desgracia, el asma, y varias suertes.
Una de ellas fue que mi padre había comprado una radio con la que aprendí a
leer, y la otra es que, al no admitirme en trabajo alguno a causa de una
enfermedad, pronto hice de mi facultad para leer, y para escribir, una razón
para que me admitieran en un taller de venta de partes para remendar los
automóviles.
Aquellas cartas, muchas de ellas conmovedoras, me ayudaron
también a tomar conciencia del mundo en el que vivía, y a saber muy pronto
hasta qué punto era Venezuela esa parte de Dios a la que se dirigía mi madre, y
las otras madres o parientes, que suspiraban por un mundo mejor. Naturalmente
no era verdad esa letanía (“nosotros por aquí bien, gracias a Dios”)… Uno de
aquellos hombres, primo y a la vez cuñado de mi madre, volvió años después,
siendo una persona con posibles, ganados en una empresa láctea de Caracas,
Leche Carabobo…
Él llegó al patio de mi casa, yo lo vi llegar, y lo miré
cuando él se fijaba en lo más evidente de aquella cueva oscura: el petróleo
había dejado como el cuadro de la pobreza el sitio en el que mi madre nos hacía
la comida… Al día siguiente llegó a casa la primera cocina de gas que hubo en
el barrio, y yo siempre le atribuí ese milagro a la realidad de la vida:
Venezuela era el sitio del que podíamos esperar asistencia o futuro.
Venezuela fue la representación de la generosidad y el futuro
para muchos de los que vivíamos en el barranco, y por eso le repliqué en 2016
al líder español de Podemos, Pablo Iglesias, cuando instó a los periodistas a
no interferir con sus artículos o informaciones, según él sesgadas, contrarias
al legado de Hugo Chávez, el devenir glorioso de Venezuela…
No era un porvenir glorioso, no lo fue, no lo ha sido. Muchos
venezolanos viven ahora lejos de la miseria, huyendo de la miseria, en los
barrancos desde los que viajaban en barcos oscuros los canarios que a muchos
nos salvaron de la miseria y nos dieron la alegría de una vida que hizo
escribir a un emigrante de la isla del Hierro esta inscripción en la casa
grande y alta, un rascacielos, que pudo hacerse en su isla: “Gracias,
Venezuela”.
Aquel artículo con el que repliqué a Iglesias se tituló Por
aquí todos bien, gracias a Dios. Fue evocado en seguida en las redes sociales
por una emigrante venezolana de aquellas fechas, en torno a 2016, de modo que
resultó, por su repercusión, el texto más leído de todos los que he escrito en
mi vida. Estimo que eso fue porque lo leyó mucha gente en el mundo, venezolanos
o de todas partes, persuadidos de que la vida no era como la pintaba la
historia reescrita por los que consideraron, como el citado Iglesias, que aquel
país vivía en una gloria supuesta que acabó en dictadura…
Ahora, el 28 de julio, hay elecciones en Venezuela. Se dicen
decisivas, ojalá lo sean. La Fundación Ortega y Gasset de Madrid celebró este
último martes un coloquio al que me convocaron. Más o menos conté estas cosas,
para hablar de mi amor a Venezuela, de mi esperanza en el porvenir humano de
Venezuela.
Mi colega mexicano Ricardo Cayuela dijo allí algo muy
importante: si ganan los que se oponen a los presentes oprobios, los que venzan
han de ser generosos, respetuosos, con los que pierdan. Venezuela necesita un
abrazo, miles de abrazos, y sobre todo necesita ser, otra vez, el país de la
esperanza, aquella que nos vino a los canarios cuando nosotros dábamos las
gracias a Venezuela por ayudarnos a sobrevivir la miseria.
Tomado de Clarín /
Argentina.