La tendencia a desconvivir manteniendo el nexo amoroso no es a priori un
síntoma de individualismo, sino respeto a la singularidad de cada quien.
Si la economía lo permite, muchas
parejas dejan de convivir sin separarse.
“Nos dimos cuenta de que teníamos que
hacer un cambio en la pareja antes de que la convivencia y la vida cotidiana
empezara a desgastar el vínculo”, cuenta Paula, profesora de secundario de 44
años que vive en Ciudad Evita, en el oeste del conurbano bonaerense. El cambio
fue bastante drástico: después de vivir juntos casi una década, Paula y Martín
decidieron hace un año y medio que la relación siguiera con el mismo compromiso
amoroso, pero en casas separadas.
Julia y Gonzalo, de 47 y 48 años,
profesionales de La Plata con una hija pequeña, optaron por el mismo camino de
“desconvivir”. Igual que Myriam, de 57 y su pareja, Oscar, de 54: ahora sus
casas están a unos diez kilómetros una de la otra en distintas zonas de la
ciudad de Córdoba.
¿Casos aislados o tendencia
incipiente? ¿Exceso de home office? ¿Otra cara de la profundización del
individualismo? ¿O la valoración de la singularidad y los espacios propios? Una
ruptura, sin dudas, de la concepción más tradicional del estar en una pareja
estable. Para las mujeres, sobre todo, hay una búsqueda de autonomía e
independencia y dejar atrás un reparto desigual de tareas domésticas.
La mirada académica
“Forma parte de una tendencia a no
pensar que el fin de la convivencia, necesariamente tiene que ver con el fin de
la relación” apunta Débora Tajer, doctora en Psicología y profesora titular de
Estudios de Género en la Facultad de Psicología de la UBA.
“Aunque puede encuadrarse como un
ejercicio de hiperindividualismo, también veo en los casos que conozco, que las
mujeres apuestan a una mayor libertad de movimiento, a probarse a sí mismas que
pueden ser más autónomas, y les hace muy bien”, señala Mabel Burín, doctora en
Psicología Clínica, especialista en Género y Salud Mental y directora del
Programa de Género y Subjetividad de la UCES. Claro que, destaca Burin,
para poder sostener una relación luego de decidir no convivir más, hay que
tener por los menos recursos económicos y también, subjetivos.
“Es algo que está pasando y creo que
se va a ver muchísimo más. Es cierto que en Argentina hay una gran limitación,
que es la económica y la situación de los alquileres. Pero sin duda muchas
personas querrían hacerlo”, estima Lucía Díaz, psicóloga, sexóloga y terapeuta
de parejas.
En un contexto de crisis económica y
ajuste, suba de alquileres y despidos en distintos sectores, la lógica indica
que seguramente son más las parejas que desearían vivir en casas separadas, que
las que pueden hacerlo; y aún más, las que habiendo decidido divorciarse, se
ven obligadas a seguir conviviendo por falta de ingresos para que alguno de los
dos se pueda mudar. Algunos optan, atrapados bajo el mismo techo, por
dormitorios separados. Otros prefieren camas distintas, frente a diferencias en
hábitos nocturnos, horarios para dormirse y levantarse, o para alimentar el
deseo sexual con cierta distancia, sin llegar a la mudanza y lejos de una
ruptura de la pareja.
“No son modalidades novedosas, aunque
tal vez empiezan a contarse más porque antes había cierta vergüenza social de
blanquear estas formas de convivencia”, señala Díaz.
Con compromiso pero sin convivencia
Otra forma –cada vez más extendida–
es iniciar una relación formal, comprometida, pero en casas separadas, lo que
se conoce en Europa y EE.UU. con las siglas LAT que significan Living Apart
Together –vivir juntos separados–. En algunos casos, tiene que ver con el hecho
de estar en países diferentes por cuestiones laborales, o porque se conocieron
de manera virtual y en esos casos, se encuentran cada tanto.
En otras situaciones son personas con
hijos de parejas anteriores –saben del desgaste que lleva la convivencia, que
los llevó a separarse – y prefieren preservarse del roce cotidiano y la
elección del modo LAT les permite encontrarse –generalmente algún día de la
semana y los fines de semana– y compartir lo mejor de la vida en pareja, sin el
embrollo de lo doméstico.
Dejar de convivir, pero seguir juntos
no es exactamente el modelo LAT: es dar un golpe de timón, pero pensando en un
horizonte común.
"A mí me generó más deseo
sexual”
Julia y Gonzalo, los dos
profesionales de La Plata, de 47 y 48 años, se conocieron en 2018. Empezaron a
convivir hace 3 años, la edad del hijo en común que tienen. “La llegada de
nuestro hijo significó la realización de un deseo muy esperado por mí”, cuenta
Julia.
Gonzalo había estado en una relación
por dos décadas y con su ex, ya tenía dos hijas de 13 y 18 años. Ella, en
cambio, no. En el pasado, Julia había mantenido una convivencia de 8 años, pero
cuando la vida la cruzó con Gonzalo, hacía diez años que estaba sin una
relación estable. La mudanza para vivir juntos fue “un tanto particular",
cuenta. Ella estaba embarazada a punto de parir y él trabajaba en otra
provincia, después de un año sin conseguir empleo.
“La convivencia se inició, entonces,
entre sus hijas, el bebé recién nacido y yo”. Él se sumó medio año
después. “Hemos tenido muchos desencuentros y discusiones, en gran
porcentaje vinculadas a la convivencia, la organización de las tareas
domésticas y las responsabilidades de la casa, y por diferencias en modos de
crianza”, cuenta.
Los conflictos escalaron al punto de
que fue inevitable la separación. La propuso él. “A mí me costaba pensarlo”,
reconoce Julia. Recurrieron a una terapia de pareja. “Habíamos decidido
separarnos y eso ya nos había descomprimido de lo cotidiano. Le propuse
mantener el vínculo, en tanto me atrae y lo quiero, aun cuando hayamos
discutido tanto…. Pensamos que podía ser una forma de postergar la separación,
como un modo de dilatarla, pero apostamos a seguir. Ese acuerdo hizo
muy amoroso el proceso para todos, sobre todo para nuestro hijo. Y
llamativamente, a mí me generó más deseo sexual, que antes tenía totalmente
olvidado... entendía que tenía que ver con mi maternidad, porque antes
no era así… La mudanza de Gonza fue en Semana Santa. Desde ese momento estamos
muy bien, procesando cada uno de la familia los cambios y las pérdidas, pero
encontrándonos con formas nuevas a nivel de la pareja, con espacios y planes
lindos, y restando roces y diferencias”, valora Julia.
“Él hace su vida, yo la mía, pero no
hay dudas de infidelidades”
Myriam y Oscar son empleados, ella en
un establecimiento educativo y él en una empresa pública. Hace 15 años y medio
que están juntos. Cuando empezaron la relación, él tenía 39 años, estaba
separado y era padre de una nena de 4 años. Myriam, también separada, tenía 42
y era madre de dos adolescentes de 16 y 18 años. La relación tuvo idas y
vueltas, algún impasse... Y en 2014 decidieron pasar a convivir: ella se mudó
al departamento de él; sus hijos, ya más grandes, se quedaron viviendo en su
casa solos.
“Duró un año y medio. Y en julio de
2015 decidimos continuar en pareja sin convivir”, cuenta Myriam. “Justo
coincidió con que había sido abuela de uno de mis hijos quien, al poco tiempo
--cuando mi nieta tenía 10 meses-- se separó. Entonces yo estaba muy enfocada
en mi abuelitud. Me empecé a ocupar de mi nieta, a ayudar a mi hijo con la
crianza. La beba era chiquita. Para mí fue la situación ideal dejar de
convivir. Los dos pudimos organizar nuestras vidas. Tenemos economías
diferenciadas. Yo estoy en mi departamento sola. Mis hijos ya viven por su
cuenta. Pago mis cosas. Y suelo ir los miércoles a la tarde a la casa de él
hasta el jueves que voy al trabajo. Y vuelvo el viernes por la tarde hasta el domingo”,
cuenta. Pasan juntos el fin de semana. “Es piola, él hace su vida, yo
la mía, pero no hay dudas de infidelidades”, destaca Myriam.
Cuenta que a él le gusta mucho la
música, toca el piano y tiene una banda, y se junta con amigos a tocar en su
casa. “Yo estudio, hago cursos, voy a pilates y me manejo sola. La verdad que
toda mi vida viví acompañada, si no fue con mis hijos, fue con él o con otras
parejas y a esta edad, he descubierto el estar sola con los gatos. Me encanta y
a él también. Nos hemos acomodado, entonces ni yo le rompo las bolas a él ni él
a mí, y en general nos reservamos los fines de semana y los miércoles para
estar juntos”. Los gastos del fin de semana los comparten. Del mismo modo que
compraron entre los dos “una flor de cama y un excelente colchón” para la casa
de Oscar, donde duermen juntos. “Es el único bien en común que tenemos”, se ríe
Myriam. Ella tiene 57 años y él, 54. Viven a unos diez kilómetros de distancia
en barrios diferentes de la ciudad de Córdoba.
“Ser la persona que sustenta la casa
era un desafío”
Paula es docente y tiene 44 años.
Martín es bobinador, trabaja en el taller familiar con su padre y tiene 39
años. Viven en Ciudad Evita, partido de La Matanza, en el mismo barrio a pocas
cuadras de distancia. “Hace un año y medio resolvieron dejar de compartir la
misma vivienda. Hacía seis años que convivían. “Los dos teníamos necesidades de
más espacio y autonomía en cuanto a los tiempos”, cuenta Paula. Tiene una hija
de 15 años de una relación anterior que suele vivir con ella de lunes a viernes
e ir los fines de semana con el padre.
Martín se había acoplado a la
organización familiar de ellas. “No es que no funcionara, sino que para él
era un poco abrumador. La necesidad de tiempos y espacios era distinta para los
dos. Para él pasó más por disponer de tiempo y espacio propio al
volver de trabajar. Yo tenía la necesidad y el desafío, en realidad, de vivir
sola. Pasé de la casa de mis viejos a estar en pareja con el papá de mi hija”,
señala. “Los dos nos dimos cuenta de que teníamos que hacer un cambio en la
pareja antes de que la convivencia y la vida cotidiana empezara a desgastar el
vínculo”, reflexiona Paula.
“Poder ser la persona que sustenta
económicamente la casa para mí también era un desafío porque nunca había tenido
un trabajo estable para poder hacerlo”, cuenta. Es profesora en un colegio
secundario. “Me recibí en 2019, pandemia de por medio, recién en 2022 pude
tener más horas de clases para poder sostener la economía familiar.
–¿Cómo decidieron dejar de convivir?
–le preguntó este diario.
–Lo estuvimos hablando durante meses.
Para mí fue una gran oportunidad. Nos vemos los fines de semana y el resto de
los días nos comunicamos por WhatsApp.
¿Individualismo o exceso de home
office?
Consultada por Página/12,
la terapeuta de pareja y sexóloga Lucía Díaz sostiene que la “desconvivencia”
va muy de la mano de la era del home office que se instaló con
más fuerza durante la pandemia de Covid. Aunque no sea el único factor, dice, “el
compartir una vivienda y encima encontrarse uno o los dos permanentemente en la
casa, trabajando, también te lleva a ver cosas de la intimidad del otro que
quizás estaría bueno no tenerlas tan cerca, sobre todo el fastidio o el mal
humor laboral, o problemas del trabajo que vas consumiendo por estar
compartiendo el mismo espacio y que tranquilamente podrías no verlos de
trabajar en una oficina todos los días de la semana”, señala,
Díaz encuentra puras ganancias cuando
las parejas dejan de convivir o viven en techos separados. Los encuentros además
de ser intencionados, planificados y un poco más deseados, también llevan a
tener una conversación más desde el principio, desde la pregunta inicial de
cómo estás, y genera que las parejas se cuenten cosas de la diaria, destaca. “Y
no dar por sentado que me levanto y me acuesto todas las noches con la misma
persona, hace que las personas valoren la posibilidad de que le haga falta el
otro, de extrañarlo”, agrega.
Para Tajer, autora del libro
Psicoanálisis para todxs (Topia, ediciones), los procesos de “desconvivencias”
no se relacionarían con un exceso de individualismo. “El individualismo
es cuando lo único que te importa es lo propio por sobre el otro o por lo menos
en primer lugar, y me parece que esto es otra cosa. Es una elección en función
de la singularidad, de cómo cada quien es de verdad, y permite también
hacer mejores vínculos porque no todo el mundo que vive junto, está contento
viviendo así. Esta es una posibilidad de gente que se quiere mucho pero que
quiere tener su espacio y hacer sus cosas”, sostiene. Hay características
personales que afectan considerablemente la convivencia, cosas tan básicas como
el hecho de que uno sea noctámbulo y la otra persona no, o una sea ordenada y a
la otra le moleste el desorden, advierte. Y agrega: “Realmente se puede
querer un montón a una pareja, pero ese tipo de cuestiones en la convivencia
molestan muchísimo, y si no convivís no te importan porque estás unos días o
dormís en ese lugar y después te vas y podés compartir con esa persona, sin
poner el foco en esas diferencias”.
[Algunas personas de este artículo
pidieron no aparecer con su nombre].
Fuente: Página 12 / Argentina.