Sergio Ramírez
La inmensa mayoría de los prisioneros políticos que
purgaba en las cárceles de la dictadura delitos que nunca cometieron,
inventados en leyes represivas dictadas exprofeso, han sido liberados, puestos
en un avión chárter, y enviados de madrugada al destierro, de la misma manera
arbitraria en que fueron capturados y sometidos a procesos que nunca tuvieron
ningún valor jurídico, y mantenidos en condiciones inicuas en celdas de
aislamiento, unos pocos de ellos confinados en sus casas.
Acabo de ver el video oficial en que un magistrado togado, presidente del Tribunal de Apelaciones de Managua, lee con voz cavernaria, en una sala desierta de público en el Complejo Judicial, la sentencia donde se les cambia la pena prisión por la pena de destierro, y se les despoja, además, a perpetuidad, de todos sus derechos políticos y ciudadanos por traición a la patria, otra arbitrariedad sin asidero alguno.
Poco después, la Asamblea Nacional, reunida de emergencia, ha
aprobado por obediente unanimidad un decreto para quitar la nacionalidad
nicaragüense a los traidores a la patria, es decir, a los desterrados en vuelo,
en contra de la Constitución. Más arbitrariedad todavía. Y olvidan que las
leyes no son retroactivas por principio universal, aunque se tratara de una ley
constitucional, pero en Nicaragua han dejado de valer los principios universales.
Desterrados, apátridas, pero libres. Dios escribe torcido los
renglones de la libertad, pero con letra derecha. Y este es apenas el primer
folio. Las mejores páginas están por venir.
Les quitan la nacionalidad para buscar como contentar los
oídos de los rabiosos fanáticos, militantes a ciegas, paramilitares
comprometidos con sangre en la represión, que deben hallarse confundidos,
acostumbrados como están al rabioso discurso, martillado cada día, de que esos
traidores a la patria, terroristas responsables de un frustrado golpe de estado
en 2018, no verían jamás la luz del sol. Ese ha sido el discurso oficial.
Traidores, terroristas, basura, vendepatrias. Y la vieron. Vieron la
libertad. Como la verá un día el país entero.
Todos los presos políticos bajo la dictadura, los que
subieron al avión que los llevó al destierro, y los que se quedaron, aún no
sabemos por qué, son nicaragüenses ejemplares, que resistieron con dignidad por
largos meses el aislamiento en celdas de castigo, e hicieron de la cárcel su
trinchera de lucha, la cárcel donde nunca debieron haber estado. Hombres y
mujeres valientes, dirigentes políticos, sindicales y campesinos, abanderados
de los derechos humanos, directivos empresariales, periodistas, líderes
estudiantiles, juristas, académicos, sacerdotes católicos, y hasta un obispo,
cabeza de las diócesis de Matagalpa y Estelí, monseñor Rolando Álvarez, una voz
de verdad profética.
Todos ellos, reos de un delito sacado de la manga leguleya,
“menoscabo a la soberanía nacional”; la soberanía apropiada por una pareja, una
familia en el poder, un viejo partido revolucionario convertido en remedo de un
sueño hace tanto tiempo fracasado.
Nunca fueron doblegados. Nunca bajaron la cabeza frente a los
jueces mequetrefes en las audiencias orwellianas. Vistieron los uniformes de
prisioneros sin detrimento de su dignidad, y dieron un ejemplo de decoro a un
país acallado a la fuerza, que mientras tanto ve salir a miles por puntos
ciegos a través de sus fronteras, huyendo de la represión, del silencio, del
miedo. Un país que todavía no despierta de su larga pesadilla, tras una
dictadura otra, aún más feroz, pero que al despegar el avión que se lleva a los
prisioneros desterrados, lo celebra en lo íntimo, como una pequeña alegría, aun
sabiéndose lejos de la meta final de la libertad y de la democracia.
Siempre estuvo claro que esos prisioneros políticos eran
rehenes. La dictadura, frente a su creciente aislamiento internacional, quería
guardarse esta carta de negociación, la única posible, los presos a cambio de
algo: las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos, la Unión Europea,
Canadá, Suiza, Inglaterra, tanto a entidades de gobierno como empresas públicas
y empresas privadas afines al régimen, así como a policías, funcionarios y
miembros de la familia dictatorial. ¿Han conseguido algo de eso? Aun no se sabe
qué obtuvieron a cambio. El vuelo especial en que los rehenes viajaron tuvo
como destino el aeropuerto Dulles de Washington, pero el departamento de estado
se ha apresurado en aclarar, en una comunicación destinada a los congresistas,
que se ha tratado de una decisión unilateral de Ortega, “su propia decisión”, y
lo instan a dar otros pasos para el restablecimiento de la democracia y la
libertad en Nicaragua, sin reconocer ninguna transacción.
De cualquier manera, la dictadura se ha quedado con las
manos vacías. Su mejor estrategia habría sido negociar a los rehenes por lotes,
y no soltarlos de una vez, para conservar cartas en la mano. Mala señal, en lo
que les concierne. Y liberarlos no es una prueba de fortaleza, sino de
debilidad. Lo demuestra al declararlos apátridas, una venganza final, ya lejos
del alcance de sus garras, como si sus decretos, y las sentencias y leyes de
sus comparsas, jueces y diputados, tuviera valor a perpetuidad, y Nicaragua
fuera a continuar bajo su férula para siempre.
Esos desterrados son más nicaragüenses que nunca.