Por Ricardo E. Quero* / Especial para Entre Todos D.
A las
nueve y media de la noche del 28 de julio de 1899, en París, exhalaba su
postrer aliento Antonio Guzmán Blanco. Con su partida se cerraba un capítulo de
nuestra agitada historia republicana, y cuyo máximo desenlace había sido la
cruenta Guerra Federal. Y sería precisamente de esa trágica y devastadora
contienda de donde emergería la aureola del compatriota que esa noche parisina
cerraba sus ojos para siempre, y quien era sin duda el último de los grandes caudillos de
la Venezuela del siglo XIX y uno de los presidentes más polémicos de nuestros
anales.
Podría decirse que fue Guzmán individuo de dos caras. Sería un megalómano a ultranza. Se afirma que hizo pintar su rostro en una iglesia caraqueña. También en vida le serían erigidas estatuas y dado su nombre a estados de la República, plazas, puentes, avenidas, etc. De igual manera le sería otorgado por el Congreso el título de «Regenerador de Venezuela e Ilustre Americano». Dejaría asimismo dudas acerca del buen manejo de los dineros públicos. Sin embargo, si tomamos en cuenta la circunstancia y tiempo en que le toca actuar y lo comparamos con muchos de quienes han dirigido los destinos del país se ha de convenir en que la distancia es considerable. Más que importar teorías, se propuso hacer de Venezuela un país moderno. Entre las medidas más importantes están el decreto de Instrucción Pública gratuita y obligatoria en 1870; el establecimiento del matrimonio civil como el único válido a efectos legales; planes de vialidad y ferrocarrileros —durante su mandato se inaugurarían las líneas Caracas-Valencia (Ferrocarril alemán) y Valencia-Puerto Cabello (Ferrocarril inglés)—; el Registro Civil; organización de la Hacienda Pública, etc. Con respecto al aspecto educacional tenemos que de 141 escuelas con 7.064 alumnos existentes para el año 70 se pasaría a 1.312 escuelas con 80.900 alumnos en 1886, a inicios de su tercer y último mandato.
Hijo de Antonio Leocadio Guzmán, vería Antonio la primera luz de la vida en Caracas el último día de febrero de 1829. Era aquél un momento difícil; Colombia —la grande— se encaminaba irremisible y vertiginosamente al trance de su desaparición. En tal época su padre ha dado ya pasos firmes en el periodismo y en la arena política; tiene ya fervientes partidarios, pero también enemigos irreconciliables. Su infancia y adolescencia estarían marcadas por los vaivenes de la azarosa y agitada existencia de su padre en aquella etapa auroral de la república.
Un día de finales de enero de 1839 su progenitor llega a casa profundamente contrariado. Ha ocurrido algo que, aunque aparentemente insignificante, pudo haber tenido no desdeñable influencia en la vida venezolana de los años por venir. Con el comienzo de la segunda presidencia de Páez se incorpora como Secretario (ministro) de Interior y Justicia un personaje famoso por su intemperancia, el doctor Angel Quintero. Ocurriría que apenas llegara éste a su despacho del ministerio y viera que allí ocupaba Antonio Leocadio el cargo de Oficial Mayor soltaría una frase que quedaría para la posteridad: «Donde trabaja Angel Quintero no puede estar Antonio Leocadio Guzmán». A partir de ese momento Antonio Leocadio se convertiría en acérrimo enemigo del paecismo. En los inicios de la siguiente década será de los fundadores del partido Liberal y redactor de El Venezolano, sin duda el más famoso periódico de la historia venezolana y a cuya sombra nacerían otros voceros que con su prédica irían poco a poco caldeando los ánimos de los oponentes a los gobiernos de Páez y Soublette. Tal vez con mucho de razón el historiador R. A. Rondón Márquez señalaría con respecto a aquel despido: «Lo cierto es que puede decirse que ese mismo día empezó a incubarse la Revolución Federal».
Siete años más tarde, la mañana del 1 de septiembre de 1846, será el joven Antonio uno de los integrantes de la numerosa comitiva que sale de Caracas escoltando a Antonio Leocadio en su viaje hacia los valles de Aragua para su planificada entrevista con el general Páez. Pero... «El hombre propone y Dios dispone», reza un viejo adagio. El alzamiento inesperado del indio Rangel en la sierra de Carabobo daría al traste con las aspiraciones de los que anhelaban una solución pacífica a la agitada controversia política entre liberales y conservadores —cuyos nombres en honor a la verdad no corresponden a una exacta realidad histórica—. Iniciada la revuelta, Guzmán regresaría a Caracas. Detenido tiempo después y acusado de la autoría intelectual de la misma sería condenado a muerte. Igual pena le es dictada a Ezequiel Zamora el líder militar de la rebelión. Sin embargo, los hechos del 24 de enero de 1848 y el rompimiento de José Tadeo Monagas con Páez y los que lo llevaran al poder redunda en beneficio de los condenados. A ambos Monagas les conmuta las sentencias, a Guzmán por el destierro perpetuo y a Zamora por diez años de presidio. Muy poco tiempo después los dos estarán colaborando con José Tadeo y luego con su hermano José Gregorio. Guzmán ejercería como vicepresidente y Zamora cumpliría roles militares. Muy lejos han quedado sus ansias igualitarias; pero esto es tema ajeno a este escrito.
El joven Guzmán demostraría inteligencia y aptitud para los estudios. El 1 de julio de 1851 se estrena como bachiller; el 1 de marzo del 56 es licenciado y el 14 de abril de ese mismo año recibe el título de abogado. Cumpliría distintas funciones gubernamentales bajo el régimen de los dos próceres orientales. En 1854 es jefe de una de las secciones del Ministerio del Interior. Asimismo ejercería como cónsul en Filadelfia y Nueva York y Secretario de la legación venezolana en Washington. En la república del norte lo sorprenden los hechos de marzo de 1858, que ponen fin al dominio de los Monagas. De vuelta al país, sale al exilio después de un breve tiempo en prisión. Regresa a su lar patrio con el inicio de la Guerra Larga. Durante esta contienda será hombre de confianza de los generales Juan Crisóstomo Falcón y Ezequiel Zamora. Muerto éste en enero de 1860, Guzmán prosigue en la guerra al lado de Falcón. Después de la debacle federal de Coplé frente a las tropas del general León de Febres Cordero —hecho ocurrido el 17 de febrero de 1860—, acompaña a Juan Crisóstomo en su huida y exilio en Nueva Granada. Será uno de sus lugartenientes cuando aquél regrese a Venezuela en julio de 1861.
Aunque Guzmán estaría presente en varias batallas —entre ellas la célebre de Santa Inés—, al parecer no tendría papel destacado en ninguna de tales confrontaciones. No obstante hay elementos que permiten inferir que aquel joven no era, como podría suponerlo su apariencia y muchos así lo creyeran, un clásico “patiquín caraqueño”. Quedaría esto demostrado con un hecho ocurrido posiblemente el 15 de agosto de 1862. Este suceso partiría en dos su existencia y lo catapultaría posteriormente a las páginas de la historia venezolana. Todo comenzaría con la trágica muerte de Rafael Guillermo Urdaneta —hijo del general Rafael Urdaneta— en marzo de 1862 en la batalla de Barbacoas (Aragua). Con su desaparición queda acéfala la jefatura del ejército federal del centro. La decisión acerca de quién habría de ser su sustituto no debió ser fácil habida cuenta la legión de bravos y primitivos caudillos a los que habría de exigir obediencia el elegido, entre ellos el aragüeño Francisco Linares Alcántara y, en la región mirandina, el no menos cacique Luciano Mendoza. Porque aunque existía el candidato ideal, el general Manuel Ezequiel Bruzual —conocido como «El soldado sin miedo de la Federación»—, era éste el Jefe de Estado Mayor de los revolucionarios y debía estar en comunicación constante con Falcón.
Y sería el caso que aquel delgado abogado treintañero, al que muchos no debieron considerar el más indicado para tal cargo, solicita la designación. Para sorpresa todavía de algunos estudiosos y de los hombres de su tiempo, Falcón accede. Antes del alba del 16 de agosto de 1862, acompañado solo de un baqueano, un ayudante y un asistente, Guzmán sale de Churuguara —centro de operaciones de la jefatura federal— y toma rumbo hacia el centro «a madrugar el destino», de acuerdo con la gráfica expresión de Ramón Díaz Sánchez. Y contrario a lo que cabría suponer, logra imponer su autoridad sobre aquellos caudillos de mentalidad semifeudal —tan es así que un hombre de bravura y valentía legendarias, Joaquín Crespo, le guardaría siempre irrestricta lealtad política—. Una muestra de lo eficaz de su cometido es que en abril de 1863 es Guzmán el encargado federal de firmar en la hacienda «Coche» —en el valle de Caracas— el Tratado que pone fin a la guerra. Al año siguiente se embarca rumbo a Inglaterra con la finalidad de negociar un empréstito. Es fama que de esta misión obtendría Guzmán muy buena comisión. De nuevo en el país, siendo vicepresidente, llegaría a ejercer la primera magistratura con motivo de las frecuentes ausencias de Falcón. Igualmente cumpliría funciones como ministro de Hacienda. En 1867 contrae matrimonio con Ana teresa Ibarra y ese mismo año se embarca rumbo a Francia, nación por la que se sentiría siempre atraído.
De nuevo en su patria, en abril de 1870
encabeza el levantamiento que derroca a José Ruperto Monagas e inicia su
hegemonía que, en tres períodos, habrá de prolongarse hasta 1887. Pero su
mandato no sería fácil. Deberá enfrentar diversos conflictos y rebeliones.
Incluso se vería en la necesidad de fusilar a Matías Salazar y de expulsar del
país a monseñor Silvestre Guevara y Lira, primera autoridad de la iglesia
venezolana. En 1887, a mitad de su
último gobierno, comprende que su época ha llegado a su fin. Se marcharía a
Europa. Jamás habrá de regresar. Fallecido en 1899, como ya se expresara, su
cuerpo descansará en un cementerio parisino durante un siglo. En agosto de 1999
sus restos son repatriados y sepultados en el Panteón Nacional.
Para finalizar estas líneas sea válida una
sencilla anécdota que da idea de la autoestima de Guzmán. Ocurriría esto en una
ocasión cuando junto a un amigo recorre el campo donde se librara la célebre
batalla de Waterloo, que marcaría el ocaso definitivo del imperio napoleónico.
Caminan en silencio por aquellos históricos lugares cuando, de improviso,
Guzmán toma a su acompañante por el brazo y dícele casi al oído: «Esta batalla no la habría
perdido yo…»
*Profesor e historiador.