Vistas de página en total

10 mayo, 2022

Fernando Savater: «Estoy convencido de que veremos a Otegi de lendakari»


 El escritor habla con David Mejía sobre su infancia, sus aficiones y su compromiso con la educación y con la defensa de las libertades

David Mejía

@davidmejiaNY

PREGUNTA. Empecemos por el principio. La infancia ha jugado un papel importante no sólo en tu vida sino en tu obra. ¿Sigues pensando habitualmente en tu infancia?

RESPUESTA. La infancia recuperada empezaba con una frase de Maurice Merleau-Ponty que decía: «nunca me repondré de mi incomparable infancia», y nunca me he repuesto, soy un lisiado perpetuo. La infancia te puede traumatizar por dos cosas, porque sea muy mala o porque sea muy buena… saber que tienes el paraíso a la espalda y no delante es fatal. Te quita mucha ilusión en la vida.

P. Para ti es un paraíso, entre otras cosas, porque es donde cultivas lo que hoy siguen siendo tus placeres: la lectura y las carreras de caballos.

R. Sin duda. Yo creo que salvo el whisky, los habanos y alguna otra perversión, todas las cosas que me gustan ya me gustaban a los doce años.

P. Incluido San Sebastián.

R. Sí, San Sebastián es un poco la Disneylandia espiritual en la que he vivido toda la vida. Pero, fíjate, la medalla de Madrid me ha hecho reflexionar. Yo siempre he tenido una relación más bien hosca con Madrid, porque perder Sebastián me parecía una desgracia incomparable. Mi llegada a Madrid coincidió, además, con el final de la infancia, la muerte de mis seres queridos, mis abuelos, mis padres… y la entrada en la vida adulta, que a mí nunca me ha terminado de convencer. Por eso siempre he tenido una relación relativamente mala con Madrid, y he escrito cosas críticas… Y sin embargo, Madrid se ha portado conmigo extraordinariamente bien. Me he pasado la vida haciendo elogios de San Sebastián y contando todas sus glorias, y lo único que puedo agradecer es que no me hayan matado (ríe). Vamos, no creo que me vayan a nombrar hijo predilecto nunca. Al final, es verdad que Madrid es una ciudad generosa y acogedora, y otras, en cambio, son bellísimas, pero ponen tantas condiciones que no sé si merece la pena.

P. Dentro de ese universo de la infancia está el hogar y está la familia, principalmente tus padres.

R. Yo he sido siempre muy familiar. Yo he tenido amigos y tal, pero nunca comparables con lo que era el vínculo familiar. Nosotros éramos de padres, de abuelos, de hermanos, de todo el clan, muy sicilianos. Y mi madre es la huella más clara de mi vida, porque me contaba historias, me compraba los libros de aventuras, cuando se me caía un diente, el ratón siempre me traía una cosa de Chesterton o de Salgari… Y mi padre, que estaba siempre trabajando, me recitaba poesías -le  gustaba mucho la poesía, sobre todo la modernista- y me llevaba a las carreras de caballos. Esto me ha ahorrado muchísimo dinero en psicoanalistas, porque yo sé muy bien que las dos pasiones de mi vida -los libros y los caballos- vienen de papá y de mamá (rie).

P. Y más allá de los placeres que te transmitieron tus padres, ¿cómo los recuerdas como educadores? ¿En qué reconoces que tenían razón y en qué dirías que se equivocaron?

R. Bueno, la educadora realmente fue mi madre, y mi educación fue, por supuesto, católica, de derechas, pero muy liberal. Lo que les preocupaba era que me pegaran un porrazo o un tiro, pero no mis ideas. Yo solía volver bastante maltrecho a casa y mientras mi madre me curaba las heridas, yo le contaba exaltado mis ideas y ella me decía «sí, todo eso me parece bien, ¿pero por qué siempre tú, hijo?». Luego, a lo largo de la vida, me he preguntado lo mismo: por qué siempre termino yo en primera línea. En general tenía más razón que yo en casi todo. Además, ellos vivieron la Guerra y eso me ha protegido contra el maniqueísmo barato.

P. Es interesante que hables con ese cariño de la familia, como clan siciliano, porque tú no has reproducido ese modelo.

R. No he sabido, ahí he fracasado completamente. Para mí, la familia es la mía del pasado. Yo no he sabido reconstruirla: no he sido buen padre, he sido un marido bastante volátil… me hubiera gustado, pero he fracasado.

«Los niños felices crecen cuidados por padres que están constantemente reprimiéndose»

P. Bueno, tenías otro espíritu.

R. Si tú le quieres llamar espíritu, eres muy generoso (ríe). Yo he sido un golfo. Los niños felices crecen cuidados por padres que están constantemente reprimiéndose y frustrándose. Si los padres viven una vida completamente libre y dichosa, los hijos se fastidian. Y si los hijos viven una vida tan feliz como la que yo viví, es porque que mis padres estaban más dedicados a nosotros que a sí mismos.

P. Sin embargo, has educado a varias generaciones.

R. Siempre he tenido una buena capacidad pedagógica por una razón muy sencilla: no soy muy sabio. Soy muy ignorante y entiendo muy bien la ignorancia de los demás. He tenido compañeros de la Facultad que eran mucho más sabios pero peores profesores, porque los sabios no entienden que los demás no sepan. En ese sentido, he escrito cosas de utilidad; no son obras inmortales, pero son útiles desde el punto de vista pedagógico.

P. ¿Fue casualidad que encontraras ese espacio como intelectual público que piensa en la educación?

R. No, casi todos esos libros los he hecho por encargo. Por ejemplo, Ética para Amador lo escribí porque tenía una amiga que daba clases en un instituto en Barcelona y me invitaba a sus clases: veía cómo charlaba con los chicos, se reían… Y entonces me dijo que por qué no escribía algo, porque en Ética no había textos. Luego, a partir del éxito que tuvo, desde el Sindicato de Maestros Mexicanos, me encargaron un libro sobre educación para regalar en su Centenario, y entonces escribí El valor de educar. Digamos que mi vocación pedagógica se descubrió porque los demás me dijeron que lo hacía bien.

«Toda educación tiene una dimensión de coacción»

P. Has firmado recientemente un manifiesto contra la Ley de Educación. ¿Llevas la cuenta de los manifiestos que has firmado?

R. No, no, (ríe). Yo soy de la generación que pensaba que había que firmar muchos manifiestos. Un intelectual tiene una función pública, debe ser útil. Y el tema de la educación es el que me parece más notable, más digno de interés y en el cual las personas que llevan -o hemos llevado- muchos años dando clase deberían ser escuchadas. Por ejemplo, no conozco a nadie que esté dando clase a quien le parezcan bien las últimas genialidades del Ministerio de Educación.

P. ¿La escuela tiene que transmitir conocimientos o enseñar aptitudes?

R. La educación tiene dos aspectos: la domesticación y el aprendizaje. La socialización primaria es mejor hacerla en familia, pero los conocimientos hay que transmitirlos. Evidentemente, toda educación tiene una dimensión de coacción, quien lo niegue es que no ha educado nunca a nadie, y esa coacción está basada en la transmisión de conocimientos. La idea de que hay que aprender a aprender a aprender a aprender… ¿aprender qué?, porque algo habrá que aprender. Las capacidades son una forma de ordenamiento, no de saberes. Hay muchas formas distintas de ordenar una habitación, pero no se puede ordenar una habitación vacía. La transmisión sigue siendo importante; la geografía pasa por saber que París es la capital de Francia. Y eso no es un capricho, no es algo voluntario, ni un rasgo de genio, es un hecho objetivo y hay que transmitirlo.

P. ¿Falta insistencia sobre el aspecto más hedonista de la cultura?

R. Sí, claro, pero no se puede caer en el error de decirles a los chicos que uno puede educarse sin esfuerzo; la educación es aprender los esfuerzos que hay que hacer, y luego esos esfuerzos se recompensan de modo placentero, pero aprender a leer no es tan divertido como leer a Stevenson.

P. ¿Pero crees que sería una buena idea que a un niño de once o doce años se le diera libertad para elegir lo que quiere leer? Es decir, en lugar de obligarle a leer a Juan Ramón o a Cervantes, dejar que se enganche a Harry Potter o al Señor de los anillos.

R. Yo recuerdo que a mi hijo Amador, cuando tenía doce o trece años, le dieron en el colegio Crimen y castigo de Dostoyevski. Lo miraba y me preguntaba «¿pero esto es bueno?». Claro, es muy bueno, pero no es bueno a los trece años. Es el problema de esa gente que dice que leía a Proust a los siete años; son unos hipócritas o unos tarados. A los siete años hay que leer a Julio Verne, a Harry Potter… No hace falta que te diga que yo he escrito incluso elogios de ese tipo de literatura, porque es la que me gustaba y la que me gusta, o sea, la que sigo leyendo con placer. Y Harry Potter ha sido decisivo en el descubrimiento de la vocación lectora de muchos niños. De ahí que, cuando salía la última entrega, había delante de la librería una cola que daba la vuelta al edificio. Ese es el mejor elogio de la lectura.

P. ¿Qué autores te gustaría reivindicar? En otras palabras, ¿qué autores dirías que están infravalorados?

R. ¡Uf! A mí me gustan mucho los autores secundarios. Por ejemplo, la escritora que más me gusta en España es Pilar Pedraza. Es una autora de género fantástico, que nunca aparece entre las recomendaciones, y es muy original, muy divertida y mejor que las más habituales, con excepción de Sara Mesa.

P. ¿Y qué autor o autora consideras que está sobrevalorado?. Por ejemplo, últimamente oigo -te advierto que esto te va a molestar- que Borges está sobrevalorado.

R. Borges no me parece sobrevalorado. En cambio, no sé, hay autores, sobre todo los autores de obras colosales… Mira, precisamente Borges hablaba de Orson Welles y decía que era un genio «en el sentido más intimidatorio del término». Bueno, a mí los genios, en el sentido intimidatorio, normalmente no me gustan. Y bueno, con todos mis respetos, Galdós me aburre mortalmente. He hecho esfuerzos, algunas cosas me gustan un poco, pero en general…

P. ¿Ni siquiera Los episodios nacionales, que tienen ese componente más aventurero?

R. Algún episodio, pero siempre me da la impresión de que estoy leyendo cosas de relleno. Siempre pienso, ¡pero cuando llega lo que quería contar!

P. Escribes en prensa desde hace mucho tiempo, ¿qué lección le darías a todo columnista?

R. Lo primero, hay que recordar que nadie lee artículos por obligación. El gran descubrimiento que hacen autores como Voltaire es que hay que seducir al lector. El profesor apático puede ser aburrido, y normalmente lo es, porque los alumnos tienen obligación de escucharle si quieren aprobar el curso. Pero el lector de artículos no tiene esa obligación. Eso lo descubrieron los autores del XVIII porque escribían para señoras, y las señoras no tenían por qué aguantar a un tipo que las aburriera. Es decir, yo creo que al escribir una columna hay que recordar que, aunque nosotros creamos que estamos revelando misterios enormes, nadie tiene la obligación de leernos. Y si empiezas a aburrir en la primera línea, no te va a leer nadie. La utilización, por ejemplo, del humor, como hace Voltaire, es evidentemente una técnica astuta, sibilina, para ser leído. Creo que el columnista tiene que ser un poco clásico, tiene que saber atraer al lector y que el lector permanezca fiel. A veces tendremos una cosa estupenda que comunicarle y otras veces se nos ocurrirá algo más bien liviano. Pero si lo contamos bien, nos aseguramos al lector para la próxima semana.

P. ¿Crees que la extensión ilimitada de palabas que ofrece la prensa digital es una trampa para el columnista?

R.  Eso es muy peligroso y es una de las cosas que más me asusta cuando pienso en escribir en prensa digital. Creo que es fundamental tener un número limitado de palabras, porque cuando no sabes qué decir, escribes muchísimo, te dejas arrastrar. Los blogs son aburridísimos porque la gente se deja ir y escribe todo lo que le pasa por la cabeza, y lo que nos pasa por la cabeza a la mayoría de nosotros casi siempre son tonterías. Precisamente hay que tener una cierta disciplina para que aquello que nos pasa por la cabeza sea algo sustancial.

P. Un arte que dominas es el de la cita: citas muy bien y cuando citas, si no me equivoco, pones algo de tu parte.

R. (Ríe) Bueno, no las estropeo; a veces las mejoro. En el fondo creo que los intelectuales somos como carteros que traemos cartas para los lectores. Una buena cita es como una carta de alguien interesante. Y acertar es saber qué es lo interesante. Yo creo que las citas son un servicio público.

P. Según tu experiencia, ¿los artículos son influyentes?

R. Ahora es muy difícil porque hay una híper abundancia, pero hubo una época, sobre todo con el problema del terrorismo en el País Vasco, que sí. Yo recopilé una serie de artículos que había escrito sobre el tema con el título de uno de ellos: «Perdonen las molestias». Ese libro sí fue importante porque manejaba un discurso sobre el terrorismo distinto al que estaba amparado por los intelectuales de izquierda. Pero en aquel momento, escribir artículos que dieran en el clavo respecto al terrorismo y, sobre todo, respecto a los apoyos al terrorismo -que era lo importante, al terrorista le importaban un bledo los artículos-  fue clave. Porque había un mundo de tolerancia o de aceptación del terrorismo que sí se veía desmontado. Creo que eso ahora es muy difícil.

P. Ya estamos en el otro frente -además de la educación- en el que has dado la batalla como intelectual público: la defensa de los derechos constitucionales y las libertades públicas que, desde la muerte de Franco, han sido amenazadas fundamentalmente por el nacionalismo. Sin embargo, inicialmente no estabas en este frente, llegas tras un despertar.

R. Sí, en un primer momento, sobre todo por el País Vasco, uno veía que la oposición al franquismo venía de movimientos nacionalistas. En aquel momento, los nacionalistas defendían la libertad de expresión, la libertad de sacar su bandera, etcétera. Y además la idea centralista estaba identificada con una dictadura. Evidentemente, nunca me gustó el discurso xenófobo, de hecho yo siempre he tenido una simpatía enorme por Cáceres porque en el País Vasco se llamaba «cacereños» a quienes no eran de allí. Había ruido sobre el tema, pero yo comprendía que era una reacción frente a la dictadura. Pero claro, una vez que llegó la democracia, dije «bueno, ya está, vamos a unirnos a defender el pluralismo». Y entonces descubrí, tardíamente, que la mayoría de los antifranquistas no eran demócratas; eran antifranquistas, pero a nivel democrático estaban igual que Franco. Y esto fue un gran desconocimiento que se fue acentuando con el tiempo, sobre todo al ver hasta qué punto los constitucionalistas estábamos abandonados en el País Vasco y si nos quejábamos, pasábamos a ser gente de derechas peligrosa.

 

P. Y el hecho de haber sido una persona que despertara, ¿te ha ayudado también a detectar a los somnolientos? Porque los radicales sabemos dónde están.

R. Estuve casado treinta años con una ex etarra, y es la persona que más he querido en la vida. Algunos de mis mejores amigos en el País Vasco eran etarras: Patxo Unzueta, Mikel Azurmendi o Teo Uriarte son las personas que me han enseñado. Y no son esos «hombres de paz» que dicen que ahora la violencia no conviene; son hombres de paz porque han comprendido la atrocidad que era luchar con las armas y se han convertido en los mejores defensores de la Constitución. Eso para mí fue muy pedagógico, saber que esta gente que ha tenido los santos cojones de estar con el fusil, no se limita a dejarlo, sino que está dispuesta ahora a luchar con el mismo empeño contra quienes todavía siguen utilizando la violencia.

P. ¿Te han sacado más de quicio los tibios que los malos?

R. Eso sí, porque soy un poco radical, en el fondo soy un poco borroka (ríe). Los prudentes me fastidian, sobre todo mientras haya personas que corran verdaderos riesgos. Probablemente yo debería ser más prudente en algunos temas teóricos, pero cuando hay peligro en la pérdida de libertades y pluralismo, quienes dicen «pero ya no matan» me ponen más nervioso incluso que los que han matado.

P. ¿Tú recuerdas el primer día que saliste a la calle con escolta?

R. Sí, lo recuerdo muy bien. Mi primer escolta fue un segurata pagado por Jesús Polanco a raíz del asesinato de Francisco Tomás y Valiente. Paco y yo hacíamos charlas en tándem: él hacía la parte jurídica y yo la parte ética. Él estaba siempre preocupado, diciéndome que era un loco, que me iba a pasar algo… Y cuando mataron a Paco, claro, empezamos a espabilar, porque todos teníamos la idea absurda de que la universidad era un recinto sagrado donde ETA no podía entrar, cuando es el sitio perfecto porque saben dónde estás y a qué horas. Entonces, cuando mataron a Paco, Jesús me llamó y me dijo: «Esta noche tienes en la puerta a un señor». Y ese verano -el verano en San Sebastián me parecía sagrado- Jaime Mayor, entonces Ministro del Interior, me dijo «Tú no puedes estar en San Sebastián todo el verano sin vigilancia». Conforme fue avanzando el tiempo, la cosa fue empeorando, porque aparecí en los papeles de ETA, así que mi corte fue cada vez mayor.

P. ¿Y cómo recuerdas tu vida de entonces? ¿Nunca llegó a amargarte tener que renunciar a tantas cosas?

R. Sí, me hubiera gustado ir de bares, pero me compraba la botella de vino y me la bebía en casa, y si no podía ir al cine, veía la televisión. He tenido suerte porque yo siempre tuve como escoltas a personas muy agradables, muy serviciales, muy humanas. De hecho, todavía soy amigo personal de algunos de ellos. La preocupación era siempre por la familia, a mi mujer la atacaron un par de veces por la calle. Eso es lo que me preocupaba. Y llevar escolta era una lata porque tenías que planearlo todo.

P. Recuerdo un pasaje de tus memorias donde cuentas que una señora se te acercó en el paseo de la Concha para decirte: «profesor, mientras usted esté aquí, sabemos no nos han dejado solos». ¿Cómo te influían estos acercamientos, que todavía te ocurren?

R. Había momentos en que nos preguntábamos qué estábamos haciendo y Sara me decía: «qué cabezota eres, por qué quieres seguir aquí, vámonos a otro sitio». A ella no le dejaban dar clase en la universidad, yo estaba ya en Madrid… te preguntabas por qué tenías que seguir. Pero si me encontraba de pronto con una persona que me decía «mientras le veamos a usted aquí, sabemos que no nos han dejados solos», pues sabía que no me podía ir.

«Los ideales constitucionalistas en el País Vasco han sido traicionados»

P. ¿Cómo valoras ahora esa lucha, a la luz de la situación actual?

R. Yo creo que la lucha se justifica por sí misma, quizá porque no soy un soldado, soy un guerrero, y la diferencia es que un soldado quiere la victoria y un guerrero quiere la batalla. Tras la primera manifestación grande que hicimos en el año 2000, me preguntaban «pero qué hemos conseguido» y yo siempre decía: «pasar una tarde estupenda, una tarde en la que en vez de estar metidos en casa maldiciendo, hemos estado todos juntos defendiendo lo nuestro». Y bueno, visto ahora, te das cuenta de que los ideales constitucionalistas en el País Vasco han sido traicionados por este Gobierno. Desde Zapatero, por mantener una ficción de poder de izquierdas, se ha traicionado lo que era verdaderamente importante, que es la defensa constitucional y la propuesta de un modelo no nacionalista para el País Vasco y Cataluña. Estoy convencido de que veremos a Otegi de lendakari, lo cual no es una tragedia cósmica, pero es un fastidio.

P. ¿Y qué se puede hacer para rebajar, no solamente las ansias del nacionalismo, sino su legitimación en el espacio público?

R. Eso no es cuestión de un día. Muchos hemos estado batallando por defender unos principios, por ejemplo, corregir la entrega de las competencias educativas a las autonomías, y sobre todo a las autonomías nacionalistas. Es un error. Debería haber un cuerpo de enseñanza común que defendiera unos principios históricos, políticos, etcétera, para todo el país. No olvidemos que el nacionalismo surge en España en el XIX y no en Francia, porque allí había una educación pública laica. En España, la educación estaba en manos de curas que amparaban lenguas regionales y criticaban al gobierno central porque era masón, y seguimos en la misma tesitura. La mitología de que con tal de evitar a la derecha todo está justificado es la ruina política de España desde hace años. Y en eso estamos.

«Me la sopla si el PSOE sobrevive o no, me importa que sobreviva la democracia española»

P. Hace un par de semanas, Ignacio Varela nos decía en este mismo sofá que dudaba que el PSOE sobreviviera a Pedro Sánchez.

R. A mi, te digo la verdad, me la sopla si el PSOE sobrevive o no sobrevive. A mí lo que me importa es que sobreviva la democracia española. Y eso sí que lo veo difícil: la cantidad de cosas importantes que se están sacrificando en el altar de Pedro Sánchez están lesionando, no al PSOE, que me trae sin cuidado, sino a la democracia española.

P. ¿Cuál es actualmente el mayor riesgo para la democracia española?

R. Eso lo explicaba muy bien también Ignacio Varela: el hecho de que se vacíe de contenido, es decir, que se convierta en un animal disecado. El otro día, por ejemplo, Batet modificó las mayorías de la Comisión de Secretos para dar entrada a partidos que no deben estar ahí, por la misma razón que no es aconsejable poner a Al Capone al frente de la Brigada Criminal. Y el hecho de que se reaccione pasivamente a eso indica que se pierde el nervio, se pierde la médula de lo que es la democracia.

P. ¿Te ha decepcionado cómo ciertas capas de la sociedad, incluidos algunos medios, han tolerado estos embistes a la democracia?

R. Yo creo que la sociedad ha respondido mejor. El éxito de Díaz Ayuso, por ejemplo, demuestra que la gente no está contenta. Ahora, que intelectuales, profesores o periodistas hayan sido tan acomodaticios, y que haya tan poco nervio racional, intelectual, que se enfrente a ello, sí, me parece decepcionante.

P. Y para terminar, ¿a quién quieres que invitemos a ‘Vidas Cruzadas’ de tu parte?

R. He pensado en José Luis Pardo, él es un filósofo de verdad, no como yo, y además es una persona inteligente y decente. Creo que a la gente le va a interesar mucho lo que tiene que decir.

Imagen: Carmen Suárez / Texto tomado de TheObjective