El escritor habla con David Mejía sobre su infancia, sus aficiones y su compromiso con la educación y con la defensa de las libertades
PREGUNTA. Empecemos por el principio. La infancia ha jugado
un papel importante no sólo en tu vida sino en tu obra. ¿Sigues pensando habitualmente en tu
infancia?
RESPUESTA. La infancia recuperada empezaba con una frase de Maurice Merleau-Ponty que
decía: «nunca me repondré de mi incomparable infancia», y nunca me he repuesto,
soy un lisiado perpetuo. La infancia te puede traumatizar por dos cosas, porque
sea muy mala o porque sea muy buena… saber que tienes el paraíso a la espalda y
no delante es fatal. Te quita mucha ilusión en la vida.
P. Para ti es un paraíso, entre otras cosas, porque es donde
cultivas lo que hoy siguen siendo tus placeres: la lectura y las carreras de
caballos.
R. Sin duda. Yo creo que salvo el whisky, los habanos y alguna otra
perversión, todas las cosas que me gustan ya me gustaban a los doce años.
P. Incluido San Sebastián.
R. Sí,
San Sebastián es un poco la Disneylandia espiritual en la que he vivido toda la
vida. Pero, fíjate, la medalla de Madrid me ha hecho reflexionar. Yo siempre he
tenido una relación más bien hosca con Madrid, porque perder Sebastián me
parecía una desgracia incomparable. Mi llegada a Madrid coincidió, además, con
el final de la infancia, la muerte de mis seres queridos, mis abuelos, mis
padres… y la entrada en la vida adulta, que a mí nunca me ha terminado de
convencer. Por eso siempre he tenido una relación relativamente mala con
Madrid, y he escrito cosas críticas… Y sin embargo, Madrid se ha portado
conmigo extraordinariamente bien. Me he pasado la vida haciendo elogios de San
Sebastián y contando todas sus glorias, y lo único que puedo agradecer es que
no me hayan matado (ríe). Vamos, no creo que me vayan a nombrar hijo
predilecto nunca. Al final, es verdad que Madrid es una ciudad generosa
y acogedora, y otras, en cambio, son bellísimas, pero ponen tantas
condiciones que no sé si merece la pena.
P. Dentro de ese universo de la infancia está el hogar y está
la familia, principalmente tus padres.
R. Yo he sido siempre muy familiar. Yo he tenido amigos y tal, pero nunca
comparables con lo que era el vínculo familiar. Nosotros éramos de padres, de
abuelos, de hermanos, de todo el clan, muy sicilianos. Y mi madre es la huella
más clara de mi vida, porque me contaba historias, me compraba los libros de
aventuras, cuando se me caía un diente, el ratón siempre me traía una cosa de
Chesterton o de Salgari… Y mi padre, que estaba siempre trabajando, me recitaba
poesías -le gustaba mucho la poesía, sobre todo la modernista- y me
llevaba a las carreras de caballos. Esto me ha ahorrado muchísimo dinero en
psicoanalistas, porque yo sé muy bien que las dos pasiones de mi vida -los
libros y los caballos- vienen de papá y de mamá (rie).
P. Y más allá de los placeres que te transmitieron tus
padres, ¿cómo los recuerdas como educadores? ¿En qué reconoces que tenían razón
y en qué dirías que se equivocaron?
R. Bueno, la educadora realmente fue mi madre, y mi educación fue, por
supuesto, católica, de derechas, pero muy liberal. Lo que les preocupaba era
que me pegaran un porrazo o un tiro, pero no mis ideas. Yo solía volver
bastante maltrecho a casa y mientras mi madre me curaba las heridas, yo le
contaba exaltado mis ideas y ella me decía «sí, todo eso me parece bien, ¿pero
por qué siempre tú, hijo?». Luego, a lo largo de la vida, me he preguntado lo
mismo: por qué siempre termino yo en primera línea. En general tenía más razón
que yo en casi todo. Además, ellos vivieron la Guerra y eso me ha protegido
contra el maniqueísmo barato.
P. Es interesante que hables con ese cariño de la familia,
como clan siciliano, porque tú no has reproducido ese modelo.
R. No he sabido, ahí he fracasado completamente. Para mí, la familia es la
mía del pasado. Yo no he sabido reconstruirla: no he sido buen padre, he sido
un marido bastante volátil… me hubiera gustado, pero he fracasado.
«Los niños felices crecen cuidados por padres que están
constantemente reprimiéndose»
P. Bueno, tenías otro espíritu.
R. Si tú le quieres llamar espíritu, eres muy generoso (ríe). Yo he
sido un golfo. Los niños felices crecen cuidados por padres que están
constantemente reprimiéndose y frustrándose. Si los padres viven una
vida completamente libre y dichosa, los hijos se fastidian. Y si los hijos
viven una vida tan feliz como la que yo viví, es porque que mis padres estaban
más dedicados a nosotros que a sí mismos.
P. Sin embargo, has educado a varias generaciones.
R. Siempre he tenido una buena capacidad pedagógica por una razón muy
sencilla: no soy muy sabio. Soy muy ignorante y entiendo muy bien la ignorancia
de los demás. He tenido compañeros de la Facultad que eran mucho más sabios
pero peores profesores, porque los sabios no entienden que los demás no sepan.
En ese sentido, he escrito cosas de utilidad; no son obras inmortales, pero son
útiles desde el punto de vista pedagógico.
P. ¿Fue
casualidad que encontraras ese espacio como intelectual público que piensa en
la educación?
R. No, casi todos esos libros los he hecho por encargo. Por ejemplo, Ética
para Amador lo escribí porque tenía una amiga que daba clases en un
instituto en Barcelona y me invitaba a sus clases: veía cómo charlaba con los
chicos, se reían… Y entonces me dijo que por qué no escribía algo, porque en
Ética no había textos. Luego, a partir del éxito que tuvo, desde el Sindicato
de Maestros Mexicanos, me encargaron un libro sobre educación para regalar en
su Centenario, y entonces escribí El valor de educar. Digamos
que mi vocación pedagógica se descubrió porque los demás me dijeron que lo
hacía bien.
«Toda educación tiene una dimensión de coacción»
P. Has firmado recientemente un manifiesto contra la Ley de
Educación. ¿Llevas la cuenta de los manifiestos que has firmado?
R. No, no, (ríe). Yo soy de la generación que pensaba que había que
firmar muchos manifiestos. Un intelectual tiene una función pública, debe ser
útil. Y el tema de la educación es el que me parece más notable, más digno de
interés y en el cual las personas que llevan -o hemos llevado- muchos años
dando clase deberían ser escuchadas. Por ejemplo, no conozco a nadie que esté
dando clase a quien le parezcan bien las últimas genialidades del Ministerio de
Educación.
P. ¿La escuela tiene que transmitir conocimientos o enseñar
aptitudes?
R. La educación tiene dos aspectos: la domesticación y el aprendizaje. La
socialización primaria es mejor hacerla en familia, pero los conocimientos hay
que transmitirlos. Evidentemente, toda educación tiene una dimensión de
coacción, quien lo niegue es que no ha educado nunca a nadie, y esa
coacción está basada en la transmisión de conocimientos. La idea de que hay que
aprender a aprender a aprender a aprender… ¿aprender qué?, porque algo habrá
que aprender. Las capacidades son una forma de ordenamiento, no de
saberes. Hay muchas formas distintas de ordenar una habitación, pero no
se puede ordenar una habitación vacía. La transmisión sigue siendo
importante; la geografía pasa por saber que París es la capital de Francia. Y
eso no es un capricho, no es algo voluntario, ni un rasgo de genio, es un hecho
objetivo y hay que transmitirlo.
P. ¿Falta insistencia sobre el aspecto más hedonista de la
cultura?
R. Sí, claro, pero no se puede caer en el error de decirles a los chicos que
uno puede educarse sin esfuerzo; la educación es aprender los esfuerzos que hay
que hacer, y luego esos esfuerzos se recompensan de modo placentero, pero
aprender a leer no es tan divertido como leer a Stevenson.
P. ¿Pero crees que sería una buena idea que a un niño de once
o doce años se le diera libertad para elegir lo que quiere leer? Es decir, en
lugar de obligarle a leer a Juan Ramón o a Cervantes, dejar que se enganche
a Harry Potter o al Señor de los anillos.
R. Yo recuerdo que a mi hijo Amador, cuando tenía doce o trece años, le dieron
en el colegio Crimen y castigo de Dostoyevski. Lo miraba y me
preguntaba «¿pero esto es bueno?». Claro, es muy bueno, pero no es bueno a los
trece años. Es el problema de esa gente que dice que leía a Proust a los siete
años; son unos hipócritas o unos tarados. A los siete años hay que leer a Julio
Verne, a Harry Potter… No hace falta que te diga que yo he escrito incluso
elogios de ese tipo de literatura, porque es la que me gustaba y la que me
gusta, o sea, la que sigo leyendo con placer. Y Harry Potter ha sido
decisivo en el descubrimiento de la vocación lectora de muchos niños. De
ahí que, cuando salía la última entrega, había delante de la librería una cola
que daba la vuelta al edificio. Ese es el mejor elogio de la lectura.
P. ¿Qué autores te gustaría reivindicar? En otras palabras,
¿qué autores dirías que están infravalorados?
R. ¡Uf! A mí me gustan mucho los autores secundarios. Por ejemplo, la
escritora que más me gusta en España es Pilar Pedraza. Es una autora de género
fantástico, que nunca aparece entre las recomendaciones, y es muy original, muy
divertida y mejor que las más habituales, con excepción de Sara Mesa.
P. ¿Y qué autor o autora consideras que está sobrevalorado?.
Por ejemplo, últimamente oigo -te advierto que esto te va a molestar- que
Borges está sobrevalorado.
R. Borges no me parece sobrevalorado. En cambio, no sé, hay autores, sobre
todo los autores de obras colosales… Mira, precisamente Borges hablaba de Orson
Welles y decía que era un genio «en el sentido más intimidatorio del término».
Bueno, a mí los genios, en el sentido intimidatorio, normalmente no me gustan.
Y bueno, con todos mis respetos, Galdós me aburre mortalmente. He hecho
esfuerzos, algunas cosas me gustan un poco, pero en general…
P. ¿Ni siquiera Los episodios nacionales, que
tienen ese componente más aventurero?
R. Algún episodio, pero siempre me da la impresión de que estoy leyendo
cosas de relleno. Siempre pienso, ¡pero cuando llega lo que quería contar!
P. Escribes en prensa desde hace mucho tiempo, ¿qué lección
le darías a todo columnista?
R. Lo primero, hay que recordar que nadie lee artículos por obligación. El
gran descubrimiento que hacen autores como Voltaire es que hay que seducir al
lector. El profesor apático puede ser aburrido, y normalmente lo es, porque los
alumnos tienen obligación de escucharle si quieren aprobar el curso. Pero el
lector de artículos no tiene esa obligación. Eso lo descubrieron los autores
del XVIII porque escribían para señoras, y las señoras no tenían por qué
aguantar a un tipo que las aburriera. Es decir, yo creo que al escribir una
columna hay que recordar que, aunque nosotros creamos que estamos revelando
misterios enormes, nadie tiene la obligación de leernos. Y si empiezas a
aburrir en la primera línea, no te va a leer nadie. La utilización, por
ejemplo, del humor, como hace Voltaire, es evidentemente una técnica astuta,
sibilina, para ser leído. Creo que el columnista tiene que ser un poco clásico,
tiene que saber atraer al lector y que el lector permanezca fiel. A veces
tendremos una cosa estupenda que comunicarle y otras veces se nos ocurrirá algo
más bien liviano. Pero si lo contamos bien, nos aseguramos al lector para la
próxima semana.
P. ¿Crees que la extensión ilimitada de palabas que ofrece la
prensa digital es una trampa para el columnista?
R. Eso es muy peligroso y es una de las cosas que más me asusta cuando
pienso en escribir en prensa digital. Creo que es fundamental tener un número
limitado de palabras, porque cuando no sabes qué decir, escribes
muchísimo, te dejas arrastrar. Los blogs son aburridísimos porque la
gente se deja ir y escribe todo lo que le pasa por la cabeza, y lo que nos pasa
por la cabeza a la mayoría de nosotros casi siempre son tonterías. Precisamente
hay que tener una cierta disciplina para que aquello que nos pasa por la cabeza
sea algo sustancial.
P. Un arte que dominas es el de la cita: citas muy bien y
cuando citas, si no me equivoco, pones algo de tu parte.
R. (Ríe) Bueno, no las estropeo; a veces las mejoro. En el fondo creo
que los intelectuales somos como carteros que traemos cartas para los lectores.
Una buena cita es como una carta de alguien interesante. Y acertar es saber qué
es lo interesante. Yo creo que las citas son un servicio público.
P. Según
tu experiencia, ¿los artículos son influyentes?
R. Ahora es muy difícil porque hay una híper abundancia, pero hubo una
época, sobre todo con el problema del terrorismo en el País Vasco, que sí. Yo
recopilé una serie de artículos que había escrito sobre el tema con el título
de uno de ellos: «Perdonen las molestias». Ese libro sí fue importante porque
manejaba un discurso sobre el terrorismo distinto al que estaba amparado por
los intelectuales de izquierda. Pero en aquel momento, escribir artículos que
dieran en el clavo respecto al terrorismo y, sobre todo, respecto a los apoyos
al terrorismo -que era lo importante, al terrorista le importaban un bledo los
artículos- fue clave. Porque había un mundo de tolerancia o de aceptación
del terrorismo que sí se veía desmontado. Creo que eso ahora es muy difícil.
P. Ya estamos en el otro frente -además de la educación- en
el que has dado la batalla como intelectual público: la defensa de los derechos
constitucionales y las libertades públicas que, desde la muerte de Franco, han
sido amenazadas fundamentalmente por el nacionalismo. Sin embargo, inicialmente
no estabas en este frente, llegas tras un despertar.
R. Sí, en un primer momento, sobre todo por el País Vasco, uno veía que la
oposición al franquismo venía de movimientos nacionalistas. En aquel momento,
los nacionalistas defendían la libertad de expresión, la libertad de sacar su
bandera, etcétera. Y además la idea centralista estaba identificada con una
dictadura. Evidentemente, nunca me gustó el discurso xenófobo, de hecho yo
siempre he tenido una simpatía enorme por Cáceres porque en el País Vasco se
llamaba «cacereños» a quienes no eran de allí. Había ruido sobre el tema, pero
yo comprendía que era una reacción frente a la dictadura. Pero claro, una vez
que llegó la democracia, dije «bueno, ya está, vamos a unirnos a defender el
pluralismo». Y entonces descubrí, tardíamente, que la mayoría de los
antifranquistas no eran demócratas; eran antifranquistas, pero a nivel
democrático estaban igual que Franco. Y esto fue un gran desconocimiento que se
fue acentuando con el tiempo, sobre todo al ver hasta qué punto los
constitucionalistas estábamos abandonados en el País Vasco y si nos quejábamos,
pasábamos a ser gente de derechas peligrosa.
P. Y el hecho de haber sido una persona que despertara, ¿te
ha ayudado también a detectar a los somnolientos? Porque los radicales sabemos
dónde están.
R. Estuve casado treinta años con una ex etarra, y es la persona que más he
querido en la vida. Algunos de mis mejores amigos en el País Vasco eran
etarras: Patxo Unzueta, Mikel Azurmendi o Teo Uriarte son las personas que me
han enseñado. Y no son esos «hombres de paz» que dicen que ahora la violencia
no conviene; son hombres de paz porque han comprendido la atrocidad que era
luchar con las armas y se han convertido en los mejores defensores de la
Constitución. Eso para mí fue muy pedagógico, saber que esta gente que ha
tenido los santos cojones de estar con el fusil, no se limita a dejarlo, sino
que está dispuesta ahora a luchar con el mismo empeño contra quienes todavía
siguen utilizando la violencia.
P. ¿Te han sacado más de quicio los tibios que los malos?
R. Eso sí, porque soy un poco radical, en el fondo soy un poco borroka (ríe). Los
prudentes me fastidian, sobre todo mientras haya personas que corran
verdaderos riesgos. Probablemente yo debería ser más prudente en algunos temas
teóricos, pero cuando hay peligro en la pérdida de libertades y pluralismo,
quienes dicen «pero ya no matan» me ponen más nervioso incluso que los que han
matado.
P. ¿Tú recuerdas el primer día que saliste a la calle con
escolta?
R. Sí, lo recuerdo muy bien. Mi primer escolta fue un segurata pagado por
Jesús Polanco a raíz del asesinato de Francisco Tomás y Valiente. Paco y yo
hacíamos charlas en tándem: él hacía la parte jurídica y yo la parte ética. Él
estaba siempre preocupado, diciéndome que era un loco, que me iba a pasar algo…
Y cuando mataron a Paco, claro, empezamos a espabilar, porque todos teníamos la
idea absurda de que la universidad era un recinto sagrado donde ETA no podía
entrar, cuando es el sitio perfecto porque saben dónde estás y a qué horas.
Entonces, cuando mataron a Paco, Jesús me llamó y me dijo: «Esta noche tienes
en la puerta a un señor». Y ese verano -el verano en San Sebastián me parecía
sagrado- Jaime Mayor, entonces Ministro del Interior, me dijo «Tú no puedes
estar en San Sebastián todo el verano sin vigilancia». Conforme fue avanzando
el tiempo, la cosa fue empeorando, porque aparecí en los papeles de ETA, así
que mi corte fue cada vez mayor.
P. ¿Y cómo recuerdas tu vida de entonces? ¿Nunca llegó a
amargarte tener que renunciar a tantas cosas?
R. Sí, me hubiera gustado ir de bares, pero me compraba la botella de vino y
me la bebía en casa, y si no podía ir al cine, veía la televisión. He tenido
suerte porque yo siempre tuve como escoltas a personas muy agradables, muy
serviciales, muy humanas. De hecho, todavía soy amigo personal de algunos de
ellos. La preocupación era siempre por la familia, a mi mujer la atacaron un
par de veces por la calle. Eso es lo que me preocupaba. Y llevar escolta era
una lata porque tenías que planearlo todo.
P. Recuerdo un pasaje de tus memorias donde cuentas que una
señora se te acercó en el paseo de la Concha para decirte: «profesor, mientras
usted esté aquí, sabemos no nos han dejado solos». ¿Cómo te influían estos
acercamientos, que todavía te ocurren?
R. Había momentos en que nos preguntábamos qué estábamos haciendo y Sara me
decía: «qué cabezota eres, por qué quieres seguir aquí, vámonos a otro sitio».
A ella no le dejaban dar clase en la universidad, yo estaba ya en Madrid… te
preguntabas por qué tenías que seguir. Pero si me encontraba de pronto con una
persona que me decía «mientras le veamos a usted aquí, sabemos que no nos han
dejados solos», pues sabía que no me podía ir.
«Los ideales constitucionalistas en el País Vasco han sido
traicionados»
P. ¿Cómo valoras ahora esa lucha, a la luz de la situación
actual?
R. Yo creo que la lucha se justifica por sí misma, quizá porque
no soy un soldado, soy un guerrero, y la diferencia es que un soldado quiere la
victoria y un guerrero quiere la batalla. Tras la primera manifestación grande
que hicimos en el año 2000, me preguntaban «pero qué hemos conseguido» y yo
siempre decía: «pasar una tarde estupenda, una tarde en la que en vez de estar
metidos en casa maldiciendo, hemos estado todos juntos defendiendo lo nuestro».
Y bueno, visto ahora, te das cuenta de que los ideales
constitucionalistas en el País Vasco han sido traicionados por este
Gobierno. Desde Zapatero, por mantener una ficción de poder de izquierdas, se
ha traicionado lo que era verdaderamente importante, que es la defensa
constitucional y la propuesta de un modelo no nacionalista para el País Vasco y
Cataluña. Estoy
convencido de que veremos a Otegi de lendakari, lo cual no es una
tragedia cósmica, pero es un fastidio.
P. ¿Y qué se puede hacer para rebajar, no solamente las
ansias del nacionalismo, sino su legitimación en el espacio público?
R. Eso no es cuestión de un día. Muchos hemos estado batallando por defender
unos principios, por ejemplo, corregir la entrega de las competencias
educativas a las autonomías, y sobre todo a las autonomías nacionalistas. Es un
error. Debería haber un cuerpo de enseñanza común que defendiera unos
principios históricos, políticos, etcétera, para todo el país. No olvidemos que
el nacionalismo surge en España en el XIX y no en Francia, porque allí había
una educación pública laica. En España, la educación estaba en manos de curas
que amparaban lenguas regionales y criticaban al gobierno central porque era
masón, y seguimos en la misma tesitura. La mitología de que con tal de evitar a
la derecha todo está justificado es la ruina política de España desde hace
años. Y en eso estamos.
«Me la sopla si el PSOE sobrevive o no, me importa que
sobreviva la democracia española»
P. Hace un par de semanas, Ignacio Varela nos decía en este
mismo sofá que dudaba que el PSOE sobreviviera a Pedro Sánchez.
R. A mi, te digo la verdad, me la sopla si el PSOE sobrevive o no
sobrevive. A mí lo que me importa es que sobreviva la democracia española.
Y eso sí que lo veo difícil: la cantidad de cosas importantes que se están
sacrificando en el altar de Pedro Sánchez están lesionando, no al PSOE, que me
trae sin cuidado, sino a la democracia española.
P. ¿Cuál es actualmente el mayor riesgo para la democracia
española?
R. Eso lo explicaba muy bien también Ignacio Varela: el hecho de que se
vacíe de contenido, es decir, que se convierta en un animal disecado. El otro
día, por ejemplo, Batet modificó las mayorías de la Comisión de Secretos para
dar entrada a partidos que no deben estar ahí, por la misma razón que no es
aconsejable poner a Al Capone al frente de la Brigada Criminal. Y el hecho de
que se reaccione pasivamente a eso indica que se pierde el nervio, se pierde la
médula de lo que es la democracia.
P. ¿Te ha decepcionado cómo ciertas capas de la sociedad,
incluidos algunos medios, han tolerado estos embistes a la democracia?
R. Yo creo que la sociedad ha respondido mejor. El éxito de Díaz Ayuso, por
ejemplo, demuestra que la gente no está contenta. Ahora, que intelectuales,
profesores o periodistas hayan sido tan acomodaticios, y que haya tan poco
nervio racional, intelectual, que se enfrente a ello, sí, me parece
decepcionante.
P. Y para terminar, ¿a quién quieres que invitemos a ‘Vidas
Cruzadas’ de tu parte?
R. He pensado en José Luis Pardo, él es un filósofo de verdad, no como yo, y
además es una persona inteligente y decente. Creo que a la gente le va a
interesar mucho lo que tiene que decir.
Imagen: Carmen Suárez / Texto tomado de TheObjective