Por Joseph E. Stiglitz
El incremento de casos, hospitalizaciones y muertes por
covid‑19 en Estados Unidos es un triste recordatorio de que la pandemia no
terminó. La economía mundial no volverá a la normalidad mientras la enfermedad
no esté controlada en todas partes.
Pero el caso estadounidense es una auténtica tragedia, porque lo que ocurre
aquí es totalmente innecesario. Mientras los habitantes de países emergentes y
en desarrollo anhelan la vacuna (y muchos mueren por no tenerla), el suministro
en Estados Unidos es lo bastante grande como para dar una segunda dosis (y
ahora también una de refuerzo) a toda su población. Y cuando casi toda la
población esté vacunada, es casi seguro que la covid‑19 «desaparecerá», como en
la memorable frase del expresidente Donald Trump.
Sin embargo, la cantidad de personas vacunadas en Estados Unidos todavía es insuficiente para evitar un nuevo aumento de casos en muchas zonas, como consecuencia de la muy contagiosa variante delta. ¿Cómo es posible que en un país con una población aparentemente bien educada haya tanta gente que actúa en forma irracional, contra sus intereses, contra la ciencia y contra las enseñanzas de la historia?
Una parte de la respuesta es que pese a ser rico, el país no está tan bien educado como se supone; da cuenta de ello su desempeño internacional comparativo en las evaluaciones estandarizadas. En muchas áreas de Estados Unidos (incluidas algunas con los mayores índices de resistencia a la vacunación) la educación en ciencias es particularmente deficiente, por la politización de temas fundamentales como la evolución y el cambio climático, que en muchos casos se excluyeron de los programas de estudio.
En este entorno hay muchas personas que son terreno fértil para la desinformación. Y las plataformas de redes sociales, a salvo de toda responsabilidad por lo que transmiten, han creado un modelo de negocios basado en maximizar el tiempo de conexión de los usuarios difundiendo información falsa (incluso en relación con la covid‑19 y las vacunas).
Pero una parte esencial de la respuesta tiene que ver con un enorme malentendido (presente sobre todo en la derecha) en relación con la libertad individual. Un argumento habitual de quienes se niegan a usar mascarilla o mantener el distanciamiento social es que supone una limitación de su libertad. Pero la libertad de uno termina donde empieza la de los demás. Si por negarse a usar mascarilla o vacunarse, algunas personas provocan que otras se contagien la covid‑19, les están negando el derecho más fundamental a la vida misma.
La esencia del asunto es que hay grandes externalidades: en una pandemia, las acciones de una persona afectan el bienestar de otras. Y allí donde existen esas externalidades, el bienestar de la sociedad exige acción colectiva: regular para restringir conductas socialmente perjudiciales y promover conductas socialmente benéficas.
Toda sociedad ordenada implica restricciones. Prohibiciones como las de matar, de robar, etc., restringen la libertad individual, pero es evidente que una sociedad no puede funcionar sin ellas. En el mundo que seguirá a la covid-19, tal vez haya que interpretar que los Diez Mandamientos incluyen «no matarás, y tampoco lo harás transmitiendo enfermedades contagiosas cuando puedas evitarlo».
Y del mismo modo: «Te vacunarás». Cualquier limitación de la libertad individual por el hecho de exigir la aplicación de vacunas seguras y muy eficaces contra la covid‑19 es nada en comparación con los beneficios sociales (y los consiguientes beneficios económicos) de la salud pública. Que todas las personas deben vacunarse (con algunas excepciones limitadas por razones médicas) se cae de maduro. Y ya que muchos Gobiernos parecen demasiado temerosos de exigirlo, deben encargarse de ello empleadores, escuelas, organizaciones sociales; cualquier ámbito de actividad organizada donde haya contacto entre personas.
Como hemos aprendido estos últimos dieciocho meses, la salud mundial es un bien público mundial. Mientras la enfermedad siga haciendo estragos en algunas partes del mundo, crecerá el riesgo de que aparezca una mutación más letal, más contagiosa y más resistente a las vacunas.
Pero en la mayor parte del mundo, el problema no es que haya resistencia a la vacunación sino una enorme escasez de vacunas. Es evidente que el sector privado no consigue aumentar la producción para asegurar un suministro adecuado. ¿Se debe eso a que los productores de vacunas carecen de capital? ¿Hay escasez de frascos de vidrio o jeringas? ¿O esperan tal vez que restringir el suministro de dosis aumente los precios y las ganancias? Uno de los principales obstáculos a un mayor suministro es el acceso al uso de propiedades intelectuales necesarias; por eso la propuesta de suspensión de patentes que se está discutiendo en la Organización Mundial del Comercio es tan importante.
Y en vista de la urgencia y de la magnitud del desafío, hace falta más: una de las medidas que puede tomar el Gobierno del presidente estadounidense Joe Biden es invocar la Ley de Producción para la Defensa y aprovechar el hecho de que el Gobierno federal es titular de patentes fundamentales. Estados Unidos ha dado a las farmacéuticas libre acceso a esos bienes intelectuales públicos, mientras se embolsan miles de millones de dólares en utilidades. Estados Unidos debe usar todos los instrumentos de los que dispone para aumentar la producción dentro y fuera del país.
Esto también se cae de maduro. Aun si el costo de la vacunación en todo el mundo llegara a varios miles de millones de dólares, no sería nada en comparación con el costo humano y económico de que la pandemia de covid‑19 continúe.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate. / Tomado de POLIS: Política y Cultura