Ana de Mendoza y de la Cerda —princesa de Éboli— es un personaje de la
mitología del Siglo de Oro español. Se le asocia al reinado de Felipe II y, en
particular, a un sonado escándalo ocurrido en 1578, que entremezcla intrigas,
espionaje, tráfico de secretos de Estado y un asesinato, el de Juan de
Escobedo, el secretario de Juan de Austria. Crimen que ordenara el secretario
de Estado del rey Felipe II, Antonio Pérez, y que contó con la admitida
complicidad de la princesa de Éboli, su amante. Pero en el que, como se supo después,
no faltó la oscura complicidad del mismo Felipe. La princesa acabó siendo la
cabeza de turco de este desmadre, pues se le castigó con la reclusión perpetua,
mientras el culpable esquivaba la justicia y hasta el escarnio público.
Orlando
Arciniegas*
Valencia, abril de 2021
Quien fuera la princesa de Éboli nació en 1540 en Cifuentes (Guadalajara). Hija única de Diego de Mendoza, virrey del Perú y aristócrata de varios títulos, y de doña Catalina de Silva, hija de los condes de Cifuentes. Pertenecía, por tanto, a una de las familias castellanas más poderosas de su época, la Casa de Mendoza y de la Cerda. En 1553, con solo doce años de edad, Ana de Mendoza firmó las capitulaciones de boda con el noble segundón portugués Ruy Gómez de Silva, por gestiones del príncipe Felipe, el futuro Felipe II (1527-1598). El fausto marido de doña Ana había nacido en la Chamusca, Portugal, en octubre de 1516. Era 24 años mayor que la princesa y había llegado a España en febrero de 1526 —de 9 años—, en compañía de su abuelo Ruy Téllez de Meneses, cuando, como mayordomo mayor de la princesa Isabel de Portugal, la escoltó para casarse con el rey emperador Carlos V, el 3 de marzo de 1526 en Sevilla.
Muy pronto, Ruy Gómez entró al servicio de
la emperatriz como menino y, tras el nacimiento del príncipe Felipe, sería su paje
y compañero de juegos. Luego sería un amigo de toda la vida. Así, en 1543,
cuando el príncipe Felipe casó con María Manuela de Portugal (1527-1545), Ruy
Gómez estuvo presente. Y, en 1548, cuando el emperador Carlos puso Casa a su
hijo, nombraría al duque de Alba mayordomo mayor y a Ruy Gómez como uno de los
cinco gentilhombres de cámara. Esto explica la gran amistad de ambos con el príncipe
Felipe. En 1551, de regreso a Castilla, Felipe pensó en casar a su fiel servidor
de 36 años con una dama castellana y tras un intento fallido, se fijó en doña
Ana Mendoza que solo tenía 12 años. Esta boda se celebró el 18 de abril de 1553
en Madrid.
Pero Felipe le impuso a su amigo y
cortesano que lo acompañara a Inglaterra, donde contrajo matrimonio con María
Tudor (1516-1558), reina de Inglaterra e Irlanda. Esta boda se efectuó el 25 de
julio de 1554. Para elevar a Felipe al rango de su consorte, Carlos V, su
padre, le cedió la corona de Nápoles. El matrimonio duró entre 1554 y 1558, fecha
en que murió María Tudor. En 1556 el emperador renuncia también a los reinos de
España, al imperio español de ultramar y al Franco Condado en favor de su hijo.
Felipe pasa ese año a ser Felipe II de España. El retorno a España de Ruy Gómez
fue en 1559, cuando pudo establecerse en palacio con su esposa. Este pasaría a
ser secretario de Estado y favorito del rey. Se hace tan influyente que los
embajadores lo llamaban “Rey Gomes II”. Como poderoso, Gómez prohijará a Juan
de Escobedo, quien lo acompañaba desde la boda de Felipe y María Tudor, y continuaría
en servicio junto a él por largo tiempo. Escobedo era, además, parte de la
familia, pues era pariente de su esposa.
Ese mismo año, Felipe II designa a Gómez príncipe
de Éboli (Campania, Italia) con asignación de tierras, que luego vendería para
comprar las villas de Estremera, de Valdaracete y, luego, la villa de Pastrana
(1569). Felipe lo hace sucesivamente II duque de Estremera y II duque de
Pastrana y le otorga el más alto título de nobleza: Grande de España. Así, Ana de Mendoza se convierte en la primera
princesa de Éboli y la primera duquesa de Pastrana, dos títulos que agregaría a
sus anteriores dignidades nobiliarias. En los cuatro años que van desde la compra
de Pastrana hasta su muerte en 1573, Gómez no dejó de mejorar y ampliar sus cultivos,
para lo cual contrata moriscos que fundan una industria floreciente. Crea con
su esposa la iglesia Colegial de Pastrana y favoreció la fundación por Santa
Teresa de Jesús de dos conventos Carmelitas en Pastrana en 1569.
La princesa de Éboli fue considerada una de las mujeres de mayor talento de su época y, por
mucho tiempo, se la tuvo entre las más bellas de la Corte. Era tuerta, había
perdido su ojo derecho a causa de una herida de florete en sus clases de
esgrima en 1553. Fue madre de diez hijos, de los que sobrevivieron seis, esposa
devota y monja al enviudar. Esta bisnieta del marqués de Santillana (1398-1458)
y nieta del Gran Cardenal Mendoza (1428-1495), para referir a dos de sus nobles
parientes, fue alabada y vilipendiada por quienes no le hurtaron calificativos:
unos para adularla y otros para la detracción. En algún momento fue descrita
como “pequeña y encantadora, menuda y con propensión al habla desgarrada y
populachera”. Sin dejar de decir que era “claramente seductora, coqueta,
caprichosa y sobre todo imprudente”, esto por su inveterado gusto por la
intriga. Durante el matrimonio la vida de la princesa fue bastante estable. Su marido,
Ruy Gómez, le dio siempre un trato suave y comprensivo. La viudez, por su
parte, abriría su espíritu a la aventura y rebeldía.
Al
enviudar, la princesa se fue al convento de Santa Teresa en Pastrana. Desconsolada.
Pero en el convento no se despegó de sus sirvientas, lo que chocaba con el
mundo conventual de la mística española. El resultado fue que las monjas dejaron
el convento y se fueron a Segovia en 1574. Así que a la princesa no le quedó
otra que volver a la Corte madrileña, donde intentó ascender rápido, tratando
de mantener a toda costa su herencia paterna, intereses e influencias. Su arma arrojadiza
va a ser la intriga. Resabio que se dice había heredado de su madre y de los
Mendoza. En la vida de palacio ella era opuesta al partido albista, de la tradicional
Casa de Alba, siendo ella del partido ebolista, otrora guiado por su marido, pero
que ahora dirigía Antonio Pérez del Hierro (1540-1611), el secretario de Cámara
y del Consejo de Estado de asuntos atlánticos, de “fuera de España”.
Antonio
Pérez era un hijo ilegítimo del humanista y clérigo Gonzalo Pérez, que había
sido el principal secretario del emperador Carlos V. Este a su vez lo designa
como secretario y consejero de su hijo Felipe. En este cargo estaría hasta su
muerte en 1566. Antonio, su hijo, es hecho secretario de Estado al año
siguiente (1567) y Ruy de Gómez se convierte en su protector. Antes, de joven, había
sido ayudado por los Mendoza en su educación, la que hizo en las mejores universidades
de su época: Alcalá de Henares, Salamanca, Lovaina, Venecia y Padua. Durante
ese período había estado una temporada en Italia, donde había tomado el gusto
por el lujo y la ostentación.
A todas estas, ocurren los dos últimos
casamientos de Felipe II. El que contrajo con Isabel de Valois (1546-1568) y,
luego, con María de Austria. Con la francesa se casó por poderes en 1559, en París.
Isabel, de débil salud, solo parió hembras. Las sangrías de los médicos de entonces
debilitaron su salud. Murió el 3 de octubre de 1568. Isabel era la hija mayor
de Enrique II de Francia (1519-1559) y de Catalina de Médicis (1519-1598). Su boda
con Felipe II tenía el propósito de amistar las coronas de Francia y España,
que durante el tiempo de Carlos V habían estado en permanente conflicto. La
reina Isabel contribuyó a mudar la corte a Madrid y a darle mayor cabida al
arte. Se dice que la única vez que se vio llorar al rey fue en las exequias de
la joven reina. Asimismo, fue por ella que guardó el estricto luto que exhibió después.
El 14 de noviembre de 1570 Felipe se casa
por última vez, con dispensa papal, con su sobrina Ana de Austria. Él de 44 y
ella de 22. Tuvieron cinco hijos, pero al final solo sobrevivió un varón, que
sería Felipe III. Pero una peste, más las sangrías del caso, causaron su defunción
el 26 de octubre de 1580. Durante este enlace se ha hecho mención a una supuesta
relación amorosa del rey con la princesa de Éboli, pero otros investigadores niegan
el romance. La vida cortesana de entonces discurría entre el interminable conflicto
de los Países Bajos, la integración entre Portugal y España, la guerra al turco,
las vicisitudes de las colonias americanas y la cuestión de la plata americana.
Los ebolistas, en estos menesteres, se decantaban por una paz negociada con los
Países Bajos y la guerra contra Inglaterra; mientras los albistas preferían el trato
duro contra los holandeses y nada de guerra contra Inglaterra.
La
princesa de Éboli, a quien se le atribuyen distintos devaneos, inicia en 1574,
un año después de la muerte de su marido, sus amoríos con Antonio Pérez, el ya poderoso
secretario de Estado. Ella viuda y treintona —quizá de 34— vivirá una intensa
pasión amorosa salpicada de escándalos y envidias. Esos amores, que debían haber
sido en todo caso discretos, pues Pérez estaba casado con doña Juana de Coello
(1567-1611), y él había sido el protegido del noble Ruy de Gómez, el marido de
la princesa de Éboli hasta el año anterior, fueron más bien objeto de comidilla
diaria, si no: de escándalo y envidias. Un clima moral que se volvería contra la
princesa, cuando los acontecimientos centrales de esta historia se tornen sañudos
y dramáticos. Prosigamos.
Desde
el comienzo, Pérez supo ganarse la privanza del rey. Felipe reconocía su
inteligencia, el conocimiento de los asuntos de Estado y confiaba en sus
consejos. Esto ayudaría al secretario a tener más poder y, como secuela, a procurarse
mayores beneficios. La asociación entre Pérez y la Éboli sería de provecho
mutuo. A Pérez bien parecido, inteligente y prudente, la princesa le abría puertas
hacia la aristocracia. Ella, por su parte, sabía sacar provecho de los secretos
de Estado y de las influencias de Pérez. Para justificar la frecuencia y la
duración de las reuniones con el secretario real, la princesa hizo saber
públicamente que Antonio Pérez era un hijo natural del príncipe de Éboli, un
rumor que ya había circulado en palacio, y del que ahora ella sacaba partido, diciendo
que lo había callado por pura discreción. Pero la princesa, aunque había estado
en las proximidades de Santa Teresa, pasaba por una pasión no mística.
Ella
dijo a sus hijos que se trataba de un hermano, un hijo más de su padre. Como una
“donosa ocurrencia”, la calificó Mateo Vázquez de Leca, otro secretario de
Felipe II. Sin embargo, la relación era vista como impropia de una viuda
castellana de su condición. La princesa aprovechó su deleite carnal
con Antonio Pérez para satisfacer ambiciones políticas y económicas. La venta
de información política reservada y la concesión de dignidades eclesiásticas
figuraban entre los negocios más redituables de los amantes. Pérez, a su vez, participaba
de algunas conspiraciones orientadas a separar al rey Felipe de Juan de
Austria, su medio hermano, que era el gobernador de los Países Bajos, según
designación del 3 de mayo de 1576. El proyecto de don Juan, que no admitía la
condición de infante, contemplaba tener su “reino propio”, tal como se lo había
pensado: la paz en Flandes, el empleo de los Tercios en la invasión a
Inglaterra, la liberación de María Estuardo y su desposorio, y la restauración del
catolicismo en la isla.
Pero Pérez lo había
distorsionado y convertido en intriga, haciéndole ver al rey Felipe, que se
trataba de un proyecto para su derrocamiento. Y por más que el proyecto de don
Juan contemplaba una previa negociación de paz con los insurgentes flamencos, que
lo acercaba a la postura de los ebolistas de palacio —de la princesa y del mismo Pérez—, este conspiraba también para mantener
vivo el conflicto en Flandes, en vista del beneficio que significaba el tráfico
de información hacia los rebeldes. La presencia, pues, en Madrid de Juan
Escobedo, el secretario personal y hombre de confianza de don Juan, el antiguo asistente
de Ruy Gómez y un conocido de Pérez, exacerbó los temores del secretario de Estado
de ser descubierto en sus patrañas. Escobedo, tiempo atrás, había sido un espía
de Pérez, plantado en el entorno de don Juan, al que se había ordenado reportar
sus movimientos; pero la amistad había brotado entre ellos.
Escobedo había sido enviado a Madrid por don Juan a tratar
lo que era de su mayor interés: el apoyo de la corona a su proyecto de “reino
propio”. Claro que el mismo hecho de que Escobedo llegase a Madrid con agenda
propia, y cosas que tratar cara a cara con el rey, ponían a Pérez muy, muy
nervioso. Algunos historiadores sostienen que Escobedo sabía de la relación
carnal entre la princesa de Éboli y el secretario real. Y le atribuyen a Pérez
el temor de que Escobedo hiciese saber al rey esas intimidades. Esta sería la
tesis del rey celoso. Este supuesto romance, dicho sea de paso, ha sido desechado
a partir de las investigaciones de la escritora Almudena de Arteaga, basadas en
un estudio completo de la abundante correspondencia de la princesa —su fascinante antepasada—.
Se cree que Pérez, con argucias, debió haber insistido ante
el rey Felipe sobre la conveniencia de sacar del juego a Escobedo, antes de que
este desplegara sus “aviesas intenciones”. Y que en las navidades de 1577 había
sido autorizado el asesinato. Lo cierto es que el 31 de marzo de 1578, de
noche, un lunes de pascua, caía asesinado por cinco sicarios, en la calle
Almudena de Madrid, don Juan de Escobedo, que había pasado la tarde en casa de
la princesa. Este era un político que fungía como secretario de don Juan. Se lo
describe por su apostura, una indumentaria espléndida y su aire desafiante. El
primer rumor que corrió por Madrid fue el de un crimen pasional. Los
historiadores de hoy día admiten que se trató de un crimen político, cuyo autor
intelectual fue el secretario de Estado del rey Felipe II, y cuyos motivos se
relacionaban con los problemas en Flandes y don Juan de Austria, y nada que ver
con la ilustre y bella princesa de Éboli.
Las sospechas recayeron de inmediato
sobre Antonio Pérez y la princesa, que fueron denunciados por familiares de
Escobedo. Esto forzó al rey Felipe a actuar contra los amantes. Sin embargo, no
se les imputó por el crimen, sino por hechos graves contra la seguridad del
Estado. Las pruebas reunidas dieron pie a que se les acusara de vender o divulgar
secretos de Estado y otras fechorías cometidas de conjunto y relacionadas con
la política en Flandes. Sobre el móvil del crimen se especula que Escobedo
estaba en capacidad de demostrar al rey que Pérez recibía sobornos y dádivas por
secretos de Estado, por lo que este tomó la determinación de salir de aquel a
cualquier precio, para lo cual se intentó, primero, un par de envenenamientos
fallidos. Pero que luego se aseguraría mediante matones que lo apuñalaron hasta
morir, la fatal noche de fines de marzo. En octubre de 1578
muere Juan de Austria, y llegan todos sus papeles a Madrid. De ahí se
desprendía la sinceridad y lealtad del aguerrido infante. Estaba en claro la
conspiración del secretario de Estado, pero de esos documentos nada fue
revelado.
En la noche del 28 de julio de 1579,
Antonio Pérez fue detenido tras salir de su despacho. Así se hizo con la
princesa de Éboli, que fue puesta bajo custodia, primero en la Torre de Pinto,
luego en el castillo de Santorcaz y, por último, en su propio palacio ducal de
Pastrana, donde estuvo acompañada y atendida por su hija menor, Ana de Silva,
junto con tres criadas. Fue acusada de complicidad en el crimen de Juan de
Escobedo, quien el día de su asesinato había pasado el día en su palacio. Eran
parientes, como se dijo. Entonces también pudieron conocerse las intrigas
urdidas por la ambiciosa viuda. El rey no quiso ver más a la conflictiva
princesa. Fue castigada con saña bíblica, privándosele de la tutela de sus
hijos y de la administración de sus bienes. Murió el 2 de febrero de 1592 a los
51 años, después de haber estado 12 años en reclusión.
El juicio de Antonio Pérez tardo varios
años. Un variopinto proceso que acabó en fugas y exilio en Francia. Fue
detenido por segunda vez en 1585 bajo los cargos de tráfico de secretos de
Estado y corrupción. Encontrado culpable fue condenado a dos años de prisión y a
una enorme multa. En 1590 —doce años después del crimen—, agotada la paciencia del
rey, impulsado por su conciencia y su confesor, exigió entonces que declarara,
sometido a tormento, todo lo que supiera respecto del crimen. De esta forma
reconoció su implicación en la muerte de Escobedo. Antes se había obtenido el
testimonio acusador de uno de los asesinos. Pérez sostuvo que para el asesinato
había recibido autorización real. Las declaraciones de los acusados y los
testigos dieron fin a la causa criminal. La pena era a muerte.
De la prisión en Madrid logró escapar
gracias a la ayuda de su esposa Juana Coello. Así pudo evadir la justicia real
y llegar a Aragón donde fue protegido por autoridades locales. En 1591 Felipe
hubo de mandar un ejército a apresarlo, pues había sido dejado libre. Con todo,
alcanzó a huir. Fue protegido por Enrique IV de Francia y luego pasó a ser informante
de los ingleses. Estuvo en el ataque inglés a Cádiz en 1596. Dejó escritos.
Murió en París en 1611, en la mayor indigencia. Fue un traidor.
*Doctor en historia