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27 enero, 2021

El final de Adolf Eichmann

Eichmann, tras la guerra, gracias a la organización ODESSA y a las gestiones del obispo pronazi, Alois Hudal, había conseguido documentos legales. Desde Italia saltó a la Argentina adonde llegó en julio de 1950. Como Mengele y otros nazis, portaba un pasaporte de la Cruz Roja. En Buenos Aires fue acogido, se asentó, hizo amplias relaciones, adquirió vivienda y vio nacer a su último hijo. Con el tiempo, Eichmann y sus hijos pasaron, incluso, a usar su verdadero apellido. Cierto que las redes de protección seguían funcionando, pero eso no dejó de ser un error…

 

Orlando Arciniegas*

22/01/2021. Valencia

 

Era el jueves por la noche del 31 de mayo de 1962, cuando Otto Adolf Eichmann, nacido en Solingen, Alemania, y antiguo SS-obersturmbannführer –teniente coronel de las SS– fue sacado de su celda y conducido al patíbulo. Iba desnudo. En la prisión de Ramla, cerca de Jerusalén, llevaba seis meses. Tenía 56 años. Lo esperaba Shalom Nagar, el verdugo de ocasión, nervioso y vestido de negro. Con gesto preciso, rechazó la capucha, “no hay necesidad”; pero dócilmente aceptó la soga al cuello. Así lo refería el mismo Nagar a un periodista, décadas después, al que también confió haber oído las últimas palabras de Eichmann: “Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria. Larga vida a Argentina. Estos son los países con los que me identifico y nunca los olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. ¡Estoy listo!”. 

 

Nagar fue de los primeros en ver el cadáver. “Yo lo vi colgado. Su rostro era blanco. Sus ojos estaban salidos. Su lengua colgaba”. Junto a él, su comandante. Menos cerca, cuidaban la escena el oficial Mijael Gilad y sus policías. Gilad era el sobreviviente de Auschwitz número 161135: “Estuve frente a Eichmann, a un metro de él”. El cadáver fue llevado al patio e incinerado. Nagar, “el escolta yemenita”, debía acompañar las cenizas al puerto de Jaffa, pero no pudo. Lo perseguía la imagen del hombre colgado. Antes del alba, las cenizas fueron llevadas a un buque de la Guardia Costera que las esparció fuera de las aguas de Israel. “Para no contaminar la Tierra Santa”. Sin tumba, se pensó, no habría peregrinaje. Gilad y sus hombres debieron quedarse hasta el final.     

 

En Israel no había verdugo oficial. Así que el sayón debió salir del grupo de los 22 hombres de custodia, los “guardias Eichmann”. Judíos sefardíes, orientales o norafricanos, que, individual o familiarmente, habían tenido escasa o ninguna experiencia directa con la Shoá, el Holocausto. Esto para evitar en lo posible algún maltrato al reo. “Yo no quería hacerlo. Se hizo un sorteo, y yo extraje la paja más corta”, recordaba Nagar. Se lamentaba de que, por la ejecución, se había ganado noches en vela, unas, y de pesadillas, otras, casi siempre viendo cómo se abría la trampilla de la horca. ¡Uy! Pero, ahora, después de 50 años, dejó saber sin reparo: “si me pidieran que lo hiciera otra vez, estaría encantado de hacerlo”.  

 

La captura de Eichmann

 

El prendimiento de Eichmann en Buenos Aires, la llamada «operación Garibaldi», fue llevada a cabo por agentes de varias agencias de inteligencia, entre ellas la más prestigiada, el Mossad, el instituto de inteligencia y operaciones especiales israelí, a cargo entonces de Isser Harel (1952-1963). Se trató del secuestro ilegal y traslado clandestino de un Eichmann sedado y disfrazado, desde Argentina a Haifa, Israel, en un vuelo de EL AL, la aerolínea bandera de Israel. Acometido por un comando de expertos agentes –Isser Harel, Rafael Eitan, Peter Malkin–, llevado a cabo en mayo de 1960, entre los días  11 y 20. En esta operación se reconoce el aporte del alemán Lothar Hermann, un vecino de Buenos Aires, quien, desde 1957, inició sus denuncias sobre la presencia de Eichmann en dicha ciudad; y el papel de Fritz Bauer, un judío alemán quien, desde Alemania, hizo llegar esas denuncias al Mossad, esquivando los infiltrados servicios de inteligencia de la extinta Alemania Occidental, el BND; así como la participación de Simon Wiesenthal, el más famoso de los cazanazis conocidos.    

 

Tres días después, el 23 de mayo, el premier David Ben-Gurión anunciaba la llegada de Eichmann a Israel. Lo hizo ante el parlamento, la Knesset, sin ocultar su satisfacción. Señaló su pronto enjuiciamiento, para lo cual ya se le interrogaba en la prisión fortificada de Yagur, cerca de Haifa. A Ben-Gurión, aunque patriarca, no le costaba mucho anteponer su sed de venganza al proceder de la justicia; la afirmación es de Hanna Arendt, en su libro de 1963, Eichmann en Jerusalén, de consulta obligatoria sobre este proceso.    

 

De aquella aventura se sabe lo que contara años después Peter Z. Malkin, el agente israelí que, junto con otros, abordó y sometió a Eichmann, la “fría y húmeda noche” del 11 de mayo. Por cierto que Malkin usó en ese instante las dos únicas palabras que había aprendido en español: “Momentito, señor”. Hasta este aprieto, Eichmann había vivido seguro y tranquilo en Argentina. Usaba el nombre de Ricardo Klement y trabajaba para la Mercedes-Benz en Buenos Aires. El grupo, con el cautivo, debió esperar durante diez días. Para los agentes fue el tiempo necesario para urdir el escape. Para el

 cautivo, consciente de su indefensión y el propósito de sus captores, fue la circunstancia para hilvanar una estrategia.  

 

Malkin, con muchas habilidades, supo crear un “clima de convivencia”. Artista, como era, le hizo docenas de dibujos. Como sabía que Eichmann tenía un hijo con el que jugaba todas las noches, planteó el tema de su sobrino. Le dijo: “El hijo de mi hermana, mi compañero de juegos favorito, tenía la edad de tu hijo. También era rubio y de ojos azules, igual que tu hijo. Y lo mataste”. Perplejo por la observación, esperó un momento. “Sí, dijo finalmente, pero él era judío, ¿no es así. Ese era mi trabajo. ¿Qué podía hacer yo? Yo era un soldado. También usted es un soldado. Usted me vino a capturar. Está siguiendo una orden”. Malkin recuerda que a Eichmann se le iluminaba el rostro cuando hablaba de Hitler. “Para él era un dios. Me dijo que Hitler había cambiado la vida de los alemanes, les había devuelto el honor”. Y varias veces hubo de oírlo decir: “Yo no maté a nadie, solo fui responsable por el transporte de la gente”.

 

Malkin, recordando a Eichmann, llegó a decir que era un hombre, no un monstruo, solo que “el ser humano hace cosas que incluso el monstruo no hace”. En otro momento escribió: “era un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal, no tenía la apariencia de haber matado a millones de los nuestros… Pero él organizó la matanza”. De eso sabía bien el célebre agente, pues en Auschwitz, en la Polonia natal, había perdido a su hermana Fruma, con sus tres hijos; y a 150 familiares más. A su madre moribunda le confesó: “Fruma está vengada”. Todo eso quedó en sus memorias: Eichmann in my hands, de 1990. 

 

En el santuario sudamericano 

 

En Argentina, el caso de Eichmann, dio lugar a un serio incidente. A Israel se acusó de violación de la soberanía, la invasión por un grupo de agentes y el secuestro del ciudadano Ricardo Klement, cédula de identidad Nº 341.952. El presidente argentino, Dr. Arturo Frondizi, condenó los procedimientos empleados, nazis los llamó; y elevó el incidente ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Golda Meier tuvo que decir que los secuestradores “no eran agentes sino individuos privados”, gajes del empleo, con lo que el incidente se redujo a una “violación aislada de la ley argentina”. El 23 de junio de 1960, se aprobó la resolución que impuso a Israel pagar las reparaciones del caso. Pero no fue sino hasta febrero del 2005 que Israel reconoció oficialmente los hechos.

 

Eichmann, tras la guerra, gracias a la organización ODESSA y a las gestiones del obispo pronazi, Alois Hudal, había conseguido documentos legales. Desde Italia saltó a la Argentina adonde llegó en julio de 1950. Como Mengele y otros, portaba un pasaporte de la Cruz Roja. En Buenos Aires fue acogido, se asentó, hizo amplias relaciones, adquirió vivienda y vio nacer a su último hijo. Con el tiempo, Eichmann y sus hijos pasaron, incluso, a usar su verdadero apellido. Cierto que las redes de protección funcionaban, pero eso fue un error. Sin duda. Lothar Hermann, un exprisionero de Dachau, alemán y ciego, advertido por el descuido, alcanzó a identificar, a través de su hija Silvia Hermann, a Adolf Eichmann, al que denunció desde 1957. Pero, para mala suerte de aquel y buena para éste, los del Mossad decidieron ignorar sus denuncias, desconfiando de un informante ciego e incrédulos de que un ex alto jefe nazi habitara en un barrio de pobres, el suburbio de San Fernando.    

 

 Hermann, ejemplo de tenacidad, hubo de recurrir, para llamar la atención del Mossad, a su viejo amigo judío, Fritz Bauer. Este, un antiguo perseguido, fue desde 1956 el Fiscal general del estado federado alemán de Hesse, cargo desde el cual auspició en 1963 el “Proceso de Auschwitz de Fráncfort”. El primero contra el Holocausto en Alemania, que logró enjuiciar a algunos nazis. Bauer, quien conocía la infiltración nazi en los servicios de inteligencia alemanes, hizo llegar las denuncias al Mossad, ¡un total de 26 cartas!, que, aun así, fueron engavetadas. Hermann, desanimado, hizo saber su decepción al Gobierno israelí en marzo de 1960: “Obviamente que ustedes no tienen ningún interés en detener a Eichmann”. Y se desahogó.

 

Se lee que para entonces el Mossad buscaba a Josef Mengele, el Ángel de la Muerte, oficial de las Schutzstaffel (SS), médico, autor de experimentos humanos y seleccionador de víctimas para las cámaras de gas en Auschwitz. Se sabía que vivía en Argentina, donde permaneció entre 1949 y 1959. Mengele tuvo nacionalidad argentina, pasaporte de Alemania Occidental, propiedades, y llegó a vacacionar en Europa con su nombre real. El colmo: en noviembre de 1959, la Corte Suprema de Buenos Aires denegó la solicitud de extradición pedida por Alemania, en razón de que la Constitución prohibía la “extradición por causas políticas”. Y cuando por presión de los “cazadores de nazis”, Wiesenthal, entre ellos, Alemania hubo de emitir una nueva orden de aprehensión con solicitud de extradición; el “político Mengele”, según los juristas argentinos, ya había huido a Paraguay, otro de los santuarios nazis de Sudamérica.      

  

A Eichmann se le buscó en serio a fines de los 50. Las denuncias de Hermann tendrían un efecto tardío. Alemania casi se había olvidado de que debía dar caza a los jerarcas nazis. La Cancillería, la inteligencia, así como la judicatura y fiscalías, como se supo, se vieron infestados por exfuncionarios nazis durante la gestión de Konrad Adenauer (1949-1963). Se sabe, por ejemplo, que el BND, el servicio de Inteligencia de Alemania Occidental, conocía desde 1952 el paradero de Eichmann, con su nombre de fachada y su dirección. De Eichmann circularon, aunque con cierto carácter subterráneo, la serie de entrevistas que, entre abril y octubre de 1957, le hiciera el periodista holandés, nazi SS, Willem Sassen sobre el tema de la “solución final”; un asunto suficientemente escandaloso como para haber llamado la atención. Este material –las transcripciones con sus audios– obtenido por la historiadora alemana Bettina Stangneth a fines de la década de 1990, le sirvió para fundar una visión de Eichmann, recogida en su libro, Eichmann antes de Jerusalén, de 2014, que nos pone ante un personaje cínico y cruel, a la par que fanático irreductible; con lo cual se desafía la visión de Arendt de haber sido un simple “burócrata escrupuloso”, expuesta en su referido libro de 1963.

 

Un notorio caso de infiltración de la inteligencia alemana fue el del topo Hans Globke (1898-1973). Un “jurista del horror” del régimen nazi, redactor de las leyes raciales de Núremberg en 1935, por las que se podía revocar la nacionalidad alemana a los judíos; y en otro momento, el asesor legal principal de la Oficina de Asuntos Judíos del Reich, que jefeaba Adolf Eichmann a sus anchas. Globke, con el tiempo, logró escalar las cimas de la Cancillería de la Alemania Federal hasta llegar a ser jefe de personal, entre los años de 1953 y 1963, durante la gestión de Adenauer. En el cargo tenía, entre otras, las siguientes atribuciones: dirigir la Cancillería, designar cargos, supervisar los despachos de inteligencia de Alemania Occidental y atender las relaciones con otras agencias de inteligencia, especialmente con la CIA. Un tiempo en el que se piensa que los santuarios nazis de Suramérica se mostraron muy confiados.  

 

Un caso más de protección “constitucional”, en el santuario nazi sudamericano, ocurrió con el exoficial nazi Walther Rauff, un coronel de las SS  standartenführer–, torturador, sádico, responsable del asesinato de al menos 200.000 personas, a quien la Corte Suprema de Chile salvó, en 1963, al declarar prescritos los delitos señalados en la solicitud alemana de extradición, la cual había sido expresamente demorada. En este caso se llega a lo insólito, pues Rauff, vinculado a Reinhard Heydrich, asistente de Himmler, fue empleado por el Mossad, a través del físico israelí Shalhevet Freier en Italia en 1949. Y luego fue ayudado con visa legítima y familiar para que viajara a Sudamérica. Rauff, quien primero estuvo en Ecuador, vivió en Chile desde 1958 hasta su muerte en 1984. No sin antes haber sido agente del Servicio Federal de Inteligencia alemán (BND) y servido como instructor de la DINA de Pinochet, en la investigada Colonia Dignidad. Su funeral en Santiago, bien concurrido, dejó ver los muchos amigos nazis que lo rodeaban en Chile.

 

El juicio contra Eichmann

 

El juicio contra Eichmann comenzó el 11 de abril de 1961, casi un año después de la operación Garibaldi. Fue televisado. Muy de acuerdo con el interés del entonces Gobierno Israelí de promover la mayor atención sobre el caso y se extendió, entre grandes expectativas, hasta el 15 de diciembre de ese año. Un total de nueve meses entre muchas revelaciones y controversias. Fue incluso un doloroso regreso al pasado, expuesto a través de todos los medios existentes. La sede del tribunal se instaló en el cómodo y recién abierto Beit Ha’am –el Centro Gerard Behar–.  A Eichmann, por razones de seguridad, se le construyó ex profeso una cabina de vidrio a prueba de balas. Todo, además, siempre estuvo resguardado por hombres bien armados.   

 

La crítica sostuvo que Israel carecía de jurisdicción para juzgar a Eichmann por delitos que se habían cometido en Alemania y en otros países de Europa. Muchos preferían un tribunal internacional. Esa era la posición, por ejemplo, de Karl Jaspers, el filósofo germano suizo, que aducía que, en aras de la justicia, el nazi debía ser juzgado por un tribunal internacional y no por un tribunal israelí. Jaspers, por tener esposa judía, había sufrido persecuciones y, en ocasiones, llegó a temerse que la pareja fuese arrojada a un campo de concentración. Otros señalaban con razón que, en el secuestro de Eichmann, se habían hecho violaciones tanto de algunas leyes locales como internacionales.   

 

En medio de todo, Eichmann pudo defenderse. Contó con el buen trato del tribunal, ansioso de demostrar que un tribunal judío podía administrar justicia. En este particular fue mucho lo que hicieron los jueces: Moshe Landau, quien presidió el tribunal; Benjamín Halevy y Yitzhak Raveh. Landau, jurista este muy equilibrado, también hizo cuanto pudo para rebajar el tono de espectáculo. Gideón Hausner (1915-1990), el acusador en el juicio, era a la sazón el Fiscal General de Israel, quien, junto con el cuerpo de fiscales, determinó el carácter del juicio: relatar la historia del Holocausto, el más terrible sufrimiento por el que pueblo alguno haya pasado. Pero, por supuesto, que se debían establecer las culpas específicas de Eichmann. Para eso, y no otra cosa, estaban citados los jueces. Aunque fuera en un segundo plano.     

 

Hausner lo dejó bien establecido cuando dijo: “Somos seis millones de demandantes”. Pero todos esos no podían estar. Los testigos fueron 110, la mayoría ni siquiera había visto al acusado, y mucho de lo que dijeron no guardaba relación directa con sus acciones criminales. Hausner, por su parte, aun 20 años después, quiso recordarnos lo que se había querido hacer: “La idea fue organizar un proceso ejemplar, contra el hombre y un sistema, para que el mundo y la juventud israelí tomasen consciencia de los acontecimientos a los que se prefería no mencionar”. Era la misma voz de Ben-Gurión, quien al inicio del juicio lo expresara así: “No debería ser un juicio simplemente de Eichmann, sino un juicio en el que se pueda contar toda la historia del Holocausto”.   

 

El abogado de Eichmann fue el criminalista alemán, Robert Servatius, el mismo que se desempeñara en los Juicios de Núremberg como defensor de varios oficiales nazis. Sus honorarios –$20,000–  fueron abonados por el Estado de Israel, después que fracasara en su intento de cobrar un monto mayor a Alemania Occidental. Israel se atuvo al precedente de Núremberg, donde los aliados pagaron a los abogados defensores. También modificó sus leyes para hacer posible que Servatius, un legista extranjero, pudiera actuar en sus tribunales, lo que hasta ese momento estaba vedado. Desde octubre de 1960, el Dr. Servatius, como le gustaba que lo llamaran, estuvo con su cliente y, al final, cuando fue desestimado el recurso contra la pena de muerte, dirigió por su cuenta una solicitud de perdón al presidente israelí Yitzhak Ben-Zvi.  

 

Eichmann, para sorpresa de todos, reconoció haber cometido todo de cuanto se le acusaba. No negó el Holocausto ni su rol en su organización, sino que afirmó, una y otra vez, que seguía órdenes cuyo cumplimiento era inescapable. Tanto insistía, que el fiscal llegó a preguntarle. “¿Era usted un obersturmbannführer o un oficinista?”. Claro que se trataba de su estrategia, pero quizá era también un estado de conciencia. “Jamás di muerte a un judío”. Y negaba la veracidad de los testimonios de los testigos y víctimas. “La persecución, por otra parte, solo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”, como para deslindar responsabilidades. Así, evadía entrar en alguna consideración ética sobre el martirio de judíos y gitanos. Y se preguntaba quién soy yo para juzgar. Repitió que no era antisemita y que, de hecho, guardaba algún parentesco con judíos. Servatius, por su parte, como le correspondía, rechazaba de plano la jurisdicción del tribunal de Jerusalén.  

 

En el juicio, Eichmann quedó vinculado a Reinhard Heydrich y Heinrich Himmler, sus jefes, como los mayores artífices de la persecución y exterminio del pueblo judío. Él, Eichmann, figuraba como el responsable de organizar la logística de la transportación de los prisioneros judíos, y de obtener beneficios con los activos confiscados a estos. Sobre todo, después de la «Conferencia de Wannsee» (enero de 1942), que impulsó el Holocausto, porque fue entonces cuando tuvo el liderazgo en la deportación por ferrocarril de los judíos –desde distintos puntos europeos– hacia los campos de exterminio: Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Chelmno, Belzec y Madjanek. Una política que multiplicó la matanza. En ¡un año! fueron asesinados 2.361.885 hombres, mujeres y niños, cifra que, como se sabe, no fue la definitiva. A su cuenta penal, que no a su cínica conciencia, se añadirían la muerte de 10.000 gitanos sinis y romaníes.     

 

Cabe señalar que hasta 1945, ni fiscales ni mandos militares aliados supieron de Eichmann, pero en 1946, el fiscal Smith Brookhart, de motu proprio, confirmó su existencia y su responsabilidad en la “solución final de la cuestión judía”. A partir de ahí, se procuró tal volumen de información que, para el momento del juicio, se calculaba en 400.000 los documentos y fotografías tenidos en su contra, incluido el largo interrogatorio grabado a Eichmann durante nueve meses, en la prisión de Yagur. Misión que estuvo a cargo de los jefes policiales israelíes Avraham Zelinger, Efraim Hoffstater y Mijael Gilad, con el concurso, en el papel de interrogador principal, del capitán de policía germano israelí Avner W. Less. Con toda esta información, el margen que tenía el acusado para negar imputaciones quedaba reducido considerablemente.    

 

Tras la muerte de Avner Less en 1987, un hijo suyo, Alon Less, contó a The Guardian, esta sorpresa de su padre: “mi padre pensaba que se encontraría con un hombre alto, rubio y de ojos azules, un verdadero nazi alemán, pero se encontró con un hombre pequeño, casi calvo y que usaba gafas con unos cristales muy gruesos. Esto le sorprendió profundamente y comprendió lo que los seres humanos más normales son capaces de hacer”. ¿Acaso no era Eichmann un verdadero nazi? Solo que no cuadraba con el estereotipo étnico. Por lo demás, era un monstruoso nazi.    

 

Esclavo de su deber, Eichmann cumplía, a gusto, con más de cuanto se le exigía. Seguramente, fiel al voto que hiciera el 1º de abril de 1932, al ingresar a las SS y afiliarse al NSDAP (Partido Nacionalsocialista). A partir de lo cual puso en marcha, hasta el final del Tercer Reich, dos de sus más grandes vocaciones: la organización logística a gran escala y el asesinato en masa de judíos. ¡Hasta el último! Como se predicó. Pero hechas las cosas, como las percibió Arendt, de un modo tal, que Eichmann parecía no advertir la monstruosidad del mal, sino que se subsumía, con irreflexiva banalidad en los múltiples detalles a engranar para alcanzar “la solución final”. Según el deseo del Führer. Y de modo trepidante a partir de enero de 1942, cuando se pasó, de modo irreversible, al asesinato masivo, sistemático e industrial.   

     

Esa supuesta condición humana de Eichmann, de cometer atrocidades sin empatía ni compasión, sin que mediara algún trauma o distorsión mental –¡era normal, según varios psiquiatras!–, todo bajo una cierta normalidad, “normalidad” que es a su vez el origen del mal, pues sin sentido ético ni crítico, su voluntad se hacía una misma con la genocida voluntad burocrática que la inspiraba, fue llamada por Arendt la banalidad del mal. Este concepto arrojaría explicación acerca de muchas conductas particulares, tal vez de millones de personas, que, en aquella hora aciaga, no tuvieron escrúpulos en dar apoyo a Hitler y en darse alguna forma de participación en la empresa criminosa del régimen nacionalsocialista, que luego justificarían por haber sido subordinados.

 

Pero en el caso de Eichmann, bien vale la pena considerar la investigación posterior de la historiadora Bettina Stangneth, que lo deja ver, a través de los elementos obtenidos en las entrevistas del periodista holandés Sassen, más que como un «burócrata gris», como un «nico, sin comprensión ni humanidad, corrupto, sin noción alguna de tacto ni límites…». Un punto que  ha llevado al historiador estadounidense, experto en el estudio del Holocausto, Christopher Browning a decir que Arendt concibió un concepto trascendental pero con un ejemplo equivocado, el de Eichmann. Arendt, cabe señalar, asistió al juicio de Eichmann, como periodista de la revista New Yorker, convirtiéndose, así, en un testigo de excepción. Sus informes, densos, agudos y muy debatidos, que contienen la disección de Eichmann y de sus juzgadores, fueron luego publicados, como antes se dijo, en forma de libro con el título, Eichmann en Jerusalén, en 1963.   

 

Con todo en sazón, el juicio acabaría el 15 de diciembre de 1961. Eichmann fue condenado por 15 delitos. Entre ellos, culpable de crímenes contra el pueblo judío, culpable de crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra; también fue acusado de ser miembro de organizaciones criminales, la SS, la SD y la Gestapo, que habían sido declaradas como tales en 1946, según el veredicto del Juicio de Núremberg. La condena fue a la horca. Lo que causó mucho revuelo. La apelación presentada por su abogado fue rechazada. El 29 de mayo de 1962 el presidente de la Corte confirmó la sentencia, después de que el presidente israelí Itzjak Ben Zvi denegara, a su vez, los múltiples pedidos de clemencia.     

 

Las solicitudes de clemencia 

 

La solicitud de perdón presidencial del mismo Eichmann fue revelada a la prensa el 27 de enero de 2016. Se dijo entonces que había sido entregada dos días antes de la ejecución. En el escrito alegaba lo que había sostenido con reiteración. “Nunca di órdenes en mi nombre, sino que siempre actué según las órdenes”. ¡Un pequeño engranaje, nada más! “Vera”, Verónika Liebl, la esposa del condenado, pidió también por su cuenta la indulgencia presidencial: “como esposa y madre de cuatro niños”. Desde el 2015, se sabe que “Vera” pudo visitarlo en prisión días antes de la ejecución. La visita había sido secreta y correspondió a Golda Meier, ministra de Relaciones Exteriores en el Gabinete de Ben-Gurión, dar su consentimiento.   

 

La condena de Eichmann divide 

 

La idea de matar a Eichmann resultó difícil de aceptar. Conocidos intelectuales judíos se mostraron partidarios de cambiar la pena. Pronto se vio que la mayoría prefería la cadena perpetua. Isaiah Berlin, el filósofo judío británico, no quiso que se le enjuiciara en Israel y, ya conocido el veredicto, se mostró partidario de entregarlo a Alemania o Egipto. Martin Buber, líder espiritual, atacó fuerte: “No queremos que el cruel enemigo nos obligue a nombrar de entre nosotros un verdugo”. Buber se había resistido también a enjuiciar a Eichmann en Israel, y como otros, había preferido un tribunal internacional. Su oposición a la pena de muerte se basaba en las Escrituras. Citaba al rabino Mendel de Kotsk: “Lo que la Torá nos enseña es esto: nadie más que Dios puede mandarnos a destruir un hombre”. 

 

Todo resultó en vano. La suerte de Eichmann estaba cantada, antes y después del juicio. La muerte de Eichmann por sanción tenía para Israel la enorme significación simbólica de redimir la humillación inferida. Se reflejaba en la actitud de Ben-Gurión y en la de la gente común, que había acompañado durante el juicio la reconstrucción del Holocausto. Había además otro mensaje: frente a la inacción en la persecución de los fugitivos nazis, algunos de los cuales fueron incluso absorbidos y empleados por la Alemania Occidental y los Estados Unidos, cada vez más implicados en el anticomunismo de la Guerra Fría, estaba el Estado de Israel, capaz de perseguirlos y castigarlos. Con todo, Eichmann fue el único nazi juzgado en Israel. Por algo sería…    

 

El castigo de Eichmann 

 

Pues bien, llegadas las cosas a estas alturas, a Eichmann solo le quedaba el encuentro final con Shalom Nagar, “el escolta yemenita”, quien, como verdugo novicio, lo esperaba perplejo y nervioso. Para Eichmann sería su última cita, para la cual se había preparado. Su testimonio tuvo la firmeza de un guion y nadie lo vio entrar en pánico. Para Nagar, fue imborrable. Durante el juicio, se oía cada cosa a cuál más terrible; pero, por los lados del condenado, todo lucía normal. Pulcro. Mejor: “terriblemente normal”, como lo admitió Nagar, agradecido de quien le hubiera dado esta frase. Cuatro décadas después, comentó: “Si yo no hubiese sabido qué había hecho ese hombre, hubiese dicho que era un santo”.

 

*Profesor titular (J) de la Universidad de Carabobo, doctor en historia.