Eichmann, tras la guerra, gracias a la
organización ODESSA y a las gestiones del obispo pronazi, Alois Hudal, había
conseguido documentos legales. Desde Italia saltó a la Argentina adonde llegó
en julio de 1950. Como Mengele y otros nazis, portaba un pasaporte de la Cruz
Roja. En Buenos Aires fue acogido, se asentó, hizo amplias relaciones, adquirió
vivienda y vio nacer a su último hijo. Con el tiempo, Eichmann y sus hijos
pasaron, incluso, a usar su verdadero apellido. Cierto que las redes de
protección seguían funcionando, pero eso no dejó de ser un error…
Orlando Arciniegas*
22/01/2021.
Valencia
Era el jueves por la noche del 31 de mayo de 1962, cuando Otto Adolf Eichmann, nacido en Solingen, Alemania, y antiguo SS-obersturmbannführer –teniente coronel de las SS– fue sacado de su celda y conducido al patíbulo. Iba desnudo. En la prisión de Ramla, cerca de Jerusalén, llevaba seis meses. Tenía 56 años. Lo esperaba Shalom Nagar, el verdugo de ocasión, nervioso y vestido de negro. Con gesto preciso, rechazó la capucha, “no hay necesidad”; pero dócilmente aceptó la soga al cuello. Así lo refería el mismo Nagar a un periodista, décadas después, al que también confió haber oído las últimas palabras de Eichmann: “Larga vida a Alemania. Larga vida a Austria. Larga vida a Argentina. Estos son los países con los que me identifico y nunca los olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. ¡Estoy listo!”.
Nagar fue de los primeros
en ver el cadáver. “Yo lo vi colgado. Su rostro era blanco. Sus ojos estaban
salidos. Su lengua colgaba”. Junto a él, su comandante. Menos cerca, cuidaban la
escena el oficial Mijael Gilad y sus policías. Gilad era el sobreviviente de Auschwitz
número 161135: “Estuve frente a Eichmann, a un metro de él”. El cadáver fue
llevado al patio e incinerado. Nagar, “el escolta yemenita”, debía acompañar
las cenizas al puerto de Jaffa, pero no pudo. Lo perseguía la imagen del hombre
colgado. Antes del alba, las cenizas fueron llevadas a un buque de la Guardia
Costera que las esparció fuera de las aguas de Israel. “Para no contaminar la
Tierra Santa”. Sin tumba, se pensó, no habría peregrinaje. Gilad y sus hombres debieron
quedarse hasta el final.
En Israel no había verdugo
oficial. Así que el sayón debió salir del grupo de los 22 hombres de custodia,
los “guardias Eichmann”. Judíos sefardíes, orientales o norafricanos, que,
individual o familiarmente, habían tenido escasa o ninguna experiencia directa
con la Shoá, el Holocausto. Esto para evitar en lo posible algún maltrato al
reo. “Yo no quería hacerlo. Se hizo un sorteo, y yo extraje la paja más corta”,
recordaba Nagar. Se lamentaba de que, por la ejecución, se había ganado noches en
vela, unas, y de pesadillas, otras, casi siempre viendo cómo se abría la
trampilla de la horca. ¡Uy! Pero, ahora, después de 50 años, dejó saber sin reparo:
“si me pidieran que lo hiciera otra vez,
estaría encantado de hacerlo”.
La captura de Eichmann
El prendimiento de Eichmann
en Buenos Aires, la llamada «operación
Garibaldi», fue
llevada a cabo por agentes de varias agencias de inteligencia, entre ellas la
más prestigiada, el Mossad, el instituto de inteligencia y operaciones
especiales israelí, a cargo entonces de Isser Harel (1952-1963). Se trató del secuestro
ilegal y traslado clandestino de un Eichmann sedado y disfrazado, desde
Argentina a Haifa, Israel, en un vuelo de EL
AL, la aerolínea bandera de Israel. Acometido por un comando de expertos
agentes –Isser Harel, Rafael Eitan, Peter Malkin–, llevado a cabo en mayo de
1960, entre los días 11 y 20. En esta operación
se reconoce el aporte del alemán Lothar Hermann, un vecino de Buenos Aires, quien,
desde 1957, inició sus denuncias sobre la presencia de Eichmann en dicha
ciudad; y el papel de Fritz Bauer, un judío alemán quien, desde Alemania, hizo
llegar esas denuncias al Mossad, esquivando los infiltrados servicios de inteligencia
de la extinta Alemania Occidental, el BND; así como la participación de Simon
Wiesenthal, el más famoso de los cazanazis conocidos.
Tres días después, el 23
de mayo, el premier David Ben-Gurión anunciaba la llegada de Eichmann a Israel.
Lo hizo ante el parlamento, la Knesset,
sin ocultar su satisfacción. Señaló su pronto enjuiciamiento, para lo cual ya
se le interrogaba en la prisión fortificada de Yagur, cerca de Haifa. A
Ben-Gurión, aunque patriarca, no le costaba mucho anteponer su sed de venganza
al proceder de la justicia; la afirmación es de Hanna Arendt, en su libro de
1963, Eichmann en Jerusalén, de consulta
obligatoria sobre este proceso.
De aquella aventura se
sabe lo que contara años después Peter Z. Malkin, el agente israelí que, junto
con otros, abordó y sometió a Eichmann, la “fría y húmeda noche” del 11 de mayo.
Por cierto que Malkin usó en ese instante las dos únicas palabras que había aprendido
en español: “Momentito, señor”. Hasta este aprieto, Eichmann había vivido seguro
y tranquilo en Argentina. Usaba el nombre de Ricardo Klement y trabajaba para la
Mercedes-Benz en Buenos Aires. El grupo, con el cautivo, debió esperar durante
diez días. Para los agentes fue el tiempo necesario para urdir el escape. Para
el
cautivo, consciente de su indefensión y el
propósito de sus captores, fue la circunstancia para hilvanar una estrategia.
Malkin, con muchas
habilidades, supo crear un “clima de convivencia”. Artista, como era, le hizo
docenas de dibujos. Como sabía que Eichmann tenía un hijo con el que jugaba
todas las noches, planteó el tema de su sobrino. Le dijo: “El hijo de mi
hermana, mi compañero de juegos favorito, tenía la edad de tu hijo. También era
rubio y de ojos azules, igual que tu hijo. Y lo mataste”. Perplejo por la
observación, esperó un momento. “Sí, dijo finalmente, pero él era judío, ¿no es
así. Ese era mi trabajo. ¿Qué podía hacer yo? Yo era un soldado. También usted
es un soldado. Usted me vino a capturar. Está siguiendo una orden”. Malkin
recuerda que a Eichmann se le iluminaba el rostro cuando hablaba de Hitler.
“Para él era un dios. Me dijo que Hitler había cambiado la vida de los
alemanes, les había devuelto el honor”. Y varias veces hubo de oírlo decir: “Yo
no maté a nadie, solo fui responsable por el transporte de la gente”.
Malkin, recordando a
Eichmann, llegó a decir que era un hombre, no un monstruo, solo que “el ser
humano hace cosas que incluso el monstruo no hace”. En otro momento escribió:
“era un hombrecito suave y pequeño, algo patético y normal, no tenía la
apariencia de haber matado a millones de los nuestros… Pero él organizó la
matanza”. De eso sabía bien el célebre agente, pues en Auschwitz, en la Polonia
natal, había perdido a su hermana Fruma, con sus tres hijos; y a 150 familiares
más. A su madre moribunda le confesó: “Fruma está vengada”. Todo eso quedó en
sus memorias: Eichmann in my hands,
de 1990.
En el santuario sudamericano
En Argentina, el caso de
Eichmann, dio lugar a un serio incidente. A Israel se acusó de violación de la soberanía,
la invasión por un grupo de agentes y el secuestro del ciudadano Ricardo
Klement, cédula de identidad Nº 341.952. El presidente argentino, Dr. Arturo
Frondizi, condenó los procedimientos empleados, nazis los llamó; y elevó el
incidente ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Golda Meier tuvo que decir
que los secuestradores “no eran agentes sino individuos privados”, gajes del
empleo, con lo que el incidente se redujo a una “violación aislada de la ley
argentina”. El 23 de junio de 1960, se aprobó la resolución que impuso a Israel
pagar las reparaciones del caso. Pero no fue sino hasta febrero del 2005 que Israel
reconoció oficialmente los hechos.
Eichmann, tras la guerra,
gracias a la organización ODESSA y a las gestiones del obispo pronazi, Alois
Hudal, había conseguido documentos legales. Desde Italia saltó a la Argentina
adonde llegó en julio de 1950. Como Mengele y otros, portaba un pasaporte de la
Cruz Roja. En Buenos Aires fue acogido, se asentó, hizo amplias relaciones, adquirió
vivienda y vio nacer a su último hijo. Con el tiempo, Eichmann y sus hijos pasaron,
incluso, a usar su verdadero apellido. Cierto que las redes de protección
funcionaban, pero eso fue un error. Sin duda. Lothar Hermann, un exprisionero
de Dachau, alemán y ciego, advertido por el descuido, alcanzó a identificar, a
través de su hija Silvia Hermann, a Adolf Eichmann, al que denunció desde 1957.
Pero, para mala suerte de aquel y buena para éste, los del Mossad decidieron ignorar
sus denuncias, desconfiando de un informante ciego e incrédulos de que un ex
alto jefe nazi habitara en un barrio de pobres, el suburbio de San Fernando.
Hermann, ejemplo de tenacidad, hubo de
recurrir, para llamar la atención del Mossad, a su viejo amigo judío, Fritz
Bauer. Este, un antiguo perseguido, fue desde 1956 el Fiscal general del estado
federado alemán de Hesse, cargo desde el cual auspició en 1963 el “Proceso de
Auschwitz de Fráncfort”. El primero contra el Holocausto en Alemania, que logró
enjuiciar a algunos nazis. Bauer, quien conocía la infiltración nazi en los
servicios de inteligencia alemanes, hizo llegar las denuncias al Mossad, ¡un
total de 26 cartas!, que, aun así, fueron engavetadas. Hermann, desanimado, hizo
saber su decepción al Gobierno israelí en marzo de 1960: “Obviamente que
ustedes no tienen ningún interés en detener a Eichmann”. Y se desahogó.
Se lee que para entonces
el Mossad buscaba a Josef Mengele, el Ángel
de la Muerte, oficial de las Schutzstaffel
(SS), médico, autor de experimentos humanos y seleccionador de víctimas para
las cámaras de gas en Auschwitz. Se sabía que vivía en Argentina, donde
permaneció entre 1949 y 1959. Mengele tuvo nacionalidad argentina, pasaporte de
Alemania Occidental, propiedades, y llegó a vacacionar en Europa con su nombre
real. El colmo: en noviembre de 1959, la Corte Suprema de Buenos Aires denegó
la solicitud de extradición pedida por Alemania, en razón de que la
Constitución prohibía la “extradición por causas políticas”. Y cuando por
presión de los “cazadores de nazis”, Wiesenthal, entre ellos, Alemania hubo de emitir
una nueva orden de aprehensión con solicitud de extradición; el “político
Mengele”, según los juristas argentinos, ya había huido a Paraguay, otro de los
santuarios nazis de Sudamérica.
A Eichmann se le buscó en
serio a fines de los 50. Las denuncias de Hermann tendrían un efecto tardío. Alemania
casi se había olvidado de que debía dar caza a los jerarcas nazis. La Cancillería,
la inteligencia, así como la judicatura y fiscalías, como se supo, se vieron
infestados por exfuncionarios nazis durante la gestión de Konrad Adenauer
(1949-1963). Se sabe, por ejemplo, que el BND, el servicio de Inteligencia de Alemania
Occidental, conocía desde 1952 el paradero de Eichmann, con su nombre de
fachada y su dirección. De Eichmann circularon, aunque con cierto carácter
subterráneo, la serie de entrevistas que, entre abril y octubre de 1957, le
hiciera el periodista holandés, nazi SS, Willem Sassen sobre el tema de la
“solución final”; un asunto suficientemente escandaloso como para haber llamado
la atención. Este material –las transcripciones con sus audios– obtenido por la
historiadora alemana Bettina Stangneth a fines de la década de 1990, le sirvió para
fundar una visión de Eichmann, recogida en su libro, Eichmann antes de Jerusalén, de 2014, que nos pone ante un personaje
cínico y cruel, a la par que fanático irreductible; con lo cual se desafía la
visión de Arendt de haber sido un simple “burócrata escrupuloso”, expuesta en su
referido libro de 1963.
Un notorio caso de
infiltración de la inteligencia alemana fue el del topo Hans Globke (1898-1973).
Un “jurista del horror” del régimen nazi, redactor de las leyes raciales de
Núremberg en 1935, por las que se podía revocar la nacionalidad alemana a los
judíos; y en otro momento, el asesor legal principal de la Oficina de Asuntos
Judíos del Reich, que jefeaba Adolf Eichmann a sus anchas. Globke, con el
tiempo, logró escalar las cimas de la Cancillería de la Alemania Federal hasta
llegar a ser jefe de personal, entre los años de 1953 y 1963, durante la gestión
de Adenauer. En el cargo tenía, entre otras, las siguientes atribuciones:
dirigir la Cancillería, designar cargos, supervisar los despachos de
inteligencia de Alemania Occidental y atender las relaciones con otras agencias
de inteligencia, especialmente con la CIA. Un tiempo en el que se piensa que
los santuarios nazis de Suramérica se mostraron muy confiados.
Un caso más de protección
“constitucional”, en el santuario nazi sudamericano, ocurrió con el exoficial
nazi Walther Rauff, un coronel de las SS
–standartenführer–, torturador,
sádico, responsable del asesinato de al menos 200.000 personas, a quien la
Corte Suprema de Chile salvó, en 1963, al declarar prescritos los delitos
señalados en la solicitud alemana de extradición, la cual había sido expresamente
demorada. En este caso se llega a lo insólito, pues Rauff, vinculado a Reinhard
Heydrich, asistente de Himmler, fue empleado por el Mossad, a través del físico
israelí Shalhevet Freier en Italia en 1949. Y luego fue ayudado con visa
legítima y familiar para que viajara a Sudamérica. Rauff, quien primero estuvo
en Ecuador, vivió en Chile desde 1958 hasta su muerte en 1984. No sin antes
haber sido agente del Servicio Federal de Inteligencia alemán (BND) y servido como
instructor de la DINA de Pinochet, en la investigada Colonia Dignidad. Su
funeral en Santiago, bien concurrido, dejó ver los muchos amigos nazis que lo
rodeaban en Chile.
El juicio contra Eichmann
El juicio contra Eichmann
comenzó el 11 de abril de 1961, casi un año después de la operación Garibaldi.
Fue televisado. Muy de acuerdo con el interés del entonces Gobierno Israelí de
promover la mayor atención sobre el caso y se extendió, entre grandes expectativas,
hasta el 15 de diciembre de ese año. Un total de nueve meses entre muchas revelaciones
y controversias. Fue incluso un doloroso regreso al pasado, expuesto a través
de todos los medios existentes. La sede del tribunal se instaló en el cómodo y recién
abierto Beit Ha’am –el Centro Gerard Behar–. A Eichmann, por razones de seguridad, se le
construyó ex profeso una cabina de
vidrio a prueba de balas. Todo, además, siempre estuvo resguardado por hombres bien
armados.
La crítica sostuvo que
Israel carecía de jurisdicción para juzgar a Eichmann por delitos que se habían
cometido en Alemania y en otros países de Europa. Muchos preferían un tribunal
internacional. Esa era la posición, por ejemplo, de Karl Jaspers, el filósofo
germano suizo, que aducía que, en aras de la justicia, el nazi debía ser juzgado
por un tribunal internacional y no por un tribunal israelí. Jaspers, por tener
esposa judía, había sufrido persecuciones y, en ocasiones, llegó a temerse que
la pareja fuese arrojada a un campo de concentración. Otros señalaban con razón
que, en el secuestro de Eichmann, se habían hecho violaciones tanto de algunas leyes
locales como internacionales.
En medio de todo, Eichmann
pudo defenderse. Contó con el buen trato del tribunal, ansioso de demostrar que
un tribunal judío podía administrar justicia. En este particular fue mucho lo
que hicieron los jueces: Moshe Landau, quien presidió el tribunal; Benjamín
Halevy y Yitzhak Raveh. Landau, jurista este muy equilibrado, también hizo cuanto
pudo para rebajar el tono de espectáculo. Gideón Hausner (1915-1990), el
acusador en el juicio, era a la sazón el Fiscal General de Israel, quien, junto
con el cuerpo de fiscales, determinó el carácter del juicio: relatar la
historia del Holocausto, el más terrible sufrimiento por el que pueblo alguno
haya pasado. Pero, por supuesto, que se debían establecer las culpas
específicas de Eichmann. Para eso, y no otra cosa, estaban citados los jueces.
Aunque fuera en un segundo plano.
Hausner lo dejó bien
establecido cuando dijo: “Somos seis millones de demandantes”. Pero todos esos
no podían estar. Los testigos fueron 110, la mayoría ni siquiera había visto al
acusado, y mucho de lo que dijeron no guardaba relación directa con sus acciones
criminales. Hausner, por su parte, aun 20 años después, quiso recordarnos lo
que se había querido hacer: “La idea fue organizar un proceso ejemplar, contra
el hombre y un sistema, para que el mundo y la juventud israelí tomasen
consciencia de los acontecimientos a los que se prefería no mencionar”. Era la
misma voz de Ben-Gurión, quien al inicio del juicio lo expresara así: “No
debería ser un juicio simplemente de Eichmann, sino un juicio en el que se
pueda contar toda la historia del Holocausto”.
El abogado de Eichmann fue
el criminalista alemán, Robert Servatius, el mismo que se desempeñara en los
Juicios de Núremberg como defensor de varios oficiales nazis. Sus honorarios –$20,000–
fueron abonados por el Estado de Israel,
después que fracasara en su intento de cobrar un monto mayor a Alemania
Occidental. Israel se atuvo al precedente de Núremberg, donde los aliados
pagaron a los abogados defensores. También modificó sus leyes para hacer
posible que Servatius, un legista extranjero, pudiera actuar en sus tribunales,
lo que hasta ese momento estaba vedado. Desde octubre de 1960, el Dr. Servatius,
como le gustaba que lo llamaran, estuvo con su cliente y, al final, cuando fue
desestimado el recurso contra la pena de muerte, dirigió por su cuenta una
solicitud de perdón al presidente israelí Yitzhak Ben-Zvi.
Eichmann, para sorpresa de
todos, reconoció haber cometido todo de cuanto se le acusaba. No negó el
Holocausto ni su rol en su organización, sino que afirmó, una y otra vez, que seguía
órdenes cuyo cumplimiento era inescapable. Tanto insistía, que el fiscal llegó
a preguntarle. “¿Era usted un obersturmbannführer
o un oficinista?”. Claro que se trataba de su estrategia, pero quizá era también
un estado de conciencia. “Jamás di muerte a un judío”. Y negaba la veracidad de
los testimonios de los testigos y víctimas. “La persecución, por otra parte,
solo podía decidirla un gobierno, pero en ningún caso yo. Acuso a los
gobernantes de haber abusado de mi obediencia”, como para deslindar
responsabilidades. Así, evadía entrar en alguna consideración ética sobre el martirio
de judíos y gitanos. Y se preguntaba quién soy yo para juzgar. Repitió que no
era antisemita y que, de hecho, guardaba algún parentesco con judíos.
Servatius, por su parte, como le correspondía, rechazaba de plano la
jurisdicción del tribunal de Jerusalén.
En el juicio, Eichmann quedó
vinculado a Reinhard Heydrich y Heinrich Himmler, sus jefes, como los mayores artífices
de la persecución y exterminio del pueblo judío. Él, Eichmann, figuraba como el
responsable de organizar la logística de la transportación de los prisioneros
judíos, y de obtener beneficios con los activos confiscados a estos. Sobre
todo, después de la «Conferencia
de Wannsee» (enero
de 1942), que impulsó el Holocausto, porque fue entonces cuando tuvo el
liderazgo en la deportación por ferrocarril de los judíos –desde distintos
puntos europeos– hacia los campos de exterminio: Auschwitz, Treblinka, Sobibor,
Chelmno, Belzec y Madjanek. Una política que multiplicó la matanza. En ¡un año!
fueron asesinados 2.361.885 hombres, mujeres y niños, cifra que, como se sabe,
no fue la definitiva. A su cuenta penal, que no a su cínica conciencia, se
añadirían la muerte de 10.000 gitanos sinis y romaníes.
Cabe señalar que hasta
1945, ni fiscales ni mandos militares aliados supieron de Eichmann, pero en
1946, el fiscal Smith Brookhart, de motu
proprio, confirmó su existencia y su responsabilidad en la “solución final
de la cuestión judía”. A partir de ahí, se procuró tal volumen de información
que, para el momento del juicio, se calculaba en 400.000 los documentos y
fotografías tenidos en su contra, incluido el largo interrogatorio grabado a
Eichmann durante nueve meses, en la prisión de Yagur. Misión que estuvo a cargo
de los jefes policiales israelíes Avraham Zelinger, Efraim Hoffstater y Mijael
Gilad, con el concurso, en el papel de interrogador principal, del capitán de
policía germano israelí Avner W. Less. Con toda esta información, el margen que
tenía el acusado para negar imputaciones quedaba reducido considerablemente.
Tras la muerte de Avner
Less en 1987, un hijo suyo, Alon Less, contó a The Guardian, esta sorpresa de su padre: “mi padre pensaba que se
encontraría con un hombre alto, rubio y de ojos azules, un verdadero nazi
alemán, pero se encontró con un hombre pequeño, casi calvo y que usaba gafas
con unos cristales muy gruesos. Esto le sorprendió profundamente y comprendió
lo que los seres humanos más normales son capaces de hacer”. ¿Acaso no era
Eichmann un verdadero nazi? Solo que no cuadraba con el estereotipo étnico. Por
lo demás, era un monstruoso nazi.
Esclavo de su deber,
Eichmann cumplía, a gusto, con más de cuanto se le exigía. Seguramente, fiel al
voto que hiciera el 1º de abril de 1932, al ingresar a las SS y afiliarse al
NSDAP (Partido Nacionalsocialista). A partir de lo cual puso en marcha, hasta
el final del Tercer Reich, dos de sus más grandes vocaciones: la organización
logística a gran escala y el asesinato en masa de judíos. ¡Hasta el último! Como
se predicó. Pero hechas las cosas, como las percibió Arendt, de un modo tal,
que Eichmann parecía no advertir la monstruosidad del mal, sino que se
subsumía, con irreflexiva banalidad en los múltiples detalles a engranar para
alcanzar “la solución final”. Según el deseo del Führer. Y de modo trepidante a
partir de enero de 1942, cuando se pasó, de modo irreversible, al asesinato
masivo, sistemático e industrial.
Esa supuesta condición
humana de Eichmann, de cometer atrocidades sin empatía ni compasión, sin que
mediara algún trauma o distorsión mental –¡era normal, según varios psiquiatras!–,
todo bajo una cierta normalidad, “normalidad” que es a su vez el origen del
mal, pues sin sentido ético ni crítico, su voluntad se hacía una misma con la genocida
voluntad burocrática que la inspiraba, fue llamada por Arendt la banalidad del mal. Este concepto arrojaría
explicación acerca de muchas conductas particulares, tal vez de millones de
personas, que, en aquella hora aciaga, no tuvieron escrúpulos en dar apoyo a
Hitler y en darse alguna forma de participación en la empresa criminosa del
régimen nacionalsocialista, que luego justificarían por haber sido subordinados.
Pero en el caso de
Eichmann, bien vale la pena considerar la investigación posterior de la historiadora
Bettina Stangneth, que lo deja ver, a través de los elementos obtenidos en las
entrevistas del periodista holandés Sassen, más que como un «burócrata gris», como un «Cínico, sin comprensión ni
humanidad, corrupto, sin noción alguna de tacto ni límites…». Un punto que ha llevado al
historiador estadounidense, experto en el estudio del Holocausto, Christopher Browning
a decir que Arendt concibió un concepto trascendental pero con un ejemplo
equivocado, el de Eichmann. Arendt, cabe señalar, asistió al
juicio de Eichmann, como periodista de la revista New Yorker, convirtiéndose, así, en un testigo de excepción. Sus
informes, densos, agudos y muy debatidos, que contienen la disección de
Eichmann y de sus juzgadores, fueron luego publicados, como antes se dijo, en
forma de libro con el título, Eichmann en
Jerusalén, en 1963.
Con todo en sazón, el
juicio acabaría el 15 de diciembre de 1961. Eichmann fue condenado por 15
delitos. Entre ellos, culpable de crímenes contra el pueblo judío, culpable de
crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra; también fue acusado de ser
miembro de organizaciones criminales, la SS, la SD y la Gestapo, que habían
sido declaradas como tales en 1946, según el veredicto del Juicio de Núremberg.
La condena fue a la horca. Lo que causó mucho revuelo. La apelación presentada
por su abogado fue rechazada. El 29 de mayo de 1962 el presidente de la Corte
confirmó la sentencia, después de que el presidente israelí Itzjak Ben Zvi
denegara, a su vez, los múltiples pedidos de clemencia.
Las solicitudes de clemencia
La solicitud de perdón
presidencial del mismo Eichmann fue revelada a la prensa el 27 de enero de
2016. Se dijo entonces que había sido entregada dos días antes de la ejecución.
En el escrito alegaba lo que había sostenido con reiteración. “Nunca di órdenes
en mi nombre, sino que siempre actué según las órdenes”. ¡Un pequeño engranaje,
nada más! “Vera”, Verónika Liebl, la esposa del condenado, pidió también por su
cuenta la indulgencia presidencial: “como esposa y madre de cuatro niños”.
Desde el 2015, se sabe que “Vera” pudo visitarlo en prisión días antes de la
ejecución. La visita había sido secreta y correspondió a Golda Meier, ministra
de Relaciones Exteriores en el Gabinete de Ben-Gurión, dar su
consentimiento.
La condena de Eichmann
divide
La idea de matar a
Eichmann resultó difícil de aceptar. Conocidos intelectuales judíos se
mostraron partidarios de cambiar la pena. Pronto se vio que la mayoría prefería
la cadena perpetua. Isaiah Berlin, el filósofo judío británico, no quiso que se
le enjuiciara en Israel y, ya conocido el veredicto, se mostró partidario de
entregarlo a Alemania o Egipto. Martin Buber, líder espiritual, atacó fuerte:
“No queremos que el cruel enemigo nos obligue a nombrar de entre nosotros un
verdugo”. Buber se había resistido también a enjuiciar a Eichmann en Israel, y
como otros, había preferido un tribunal internacional. Su oposición a la pena
de muerte se basaba en las Escrituras. Citaba al rabino Mendel de Kotsk: “Lo
que la Torá nos enseña es esto: nadie más que Dios puede mandarnos a destruir
un hombre”.
Todo resultó en vano. La
suerte de Eichmann estaba cantada, antes y después del juicio. La muerte de
Eichmann por sanción tenía para Israel la enorme significación simbólica de
redimir la humillación inferida. Se reflejaba en la actitud de Ben-Gurión y en
la de la gente común, que había acompañado durante el juicio la reconstrucción
del Holocausto. Había además otro mensaje: frente a la inacción en la
persecución de los fugitivos nazis, algunos de los cuales fueron incluso absorbidos
y empleados por la Alemania Occidental y los Estados Unidos, cada vez más
implicados en el anticomunismo de la Guerra Fría, estaba el Estado de Israel,
capaz de perseguirlos y castigarlos. Con todo, Eichmann fue el único nazi juzgado
en Israel. Por algo sería…
El castigo de Eichmann
Pues bien, llegadas las
cosas a estas alturas, a Eichmann solo le quedaba el encuentro final con Shalom
Nagar, “el escolta yemenita”, quien, como verdugo novicio, lo esperaba perplejo
y nervioso. Para Eichmann sería su última cita, para la cual se había
preparado. Su testimonio tuvo la firmeza de un guion y nadie lo vio entrar en pánico.
Para Nagar, fue imborrable. Durante el juicio, se oía cada cosa a cuál más
terrible; pero, por los lados del condenado, todo lucía normal. Pulcro. Mejor:
“terriblemente normal”, como lo admitió Nagar, agradecido de quien le hubiera
dado esta frase. Cuatro décadas después, comentó: “Si yo no hubiese sabido qué había hecho ese hombre, hubiese dicho que
era un santo”.
*Profesor titular (J)
de la Universidad de Carabobo, doctor en historia.