Por Orlando Arciniegas *
Sin discusión, el protagonismo
de la Independencia pertenece a los hombres. La libertad alcanzada, como en
todo lo humano, debe mucho a las mujeres. Así ha sido y será; desde Adán y Eva,
y así lo reconoce la historiografía de hoy, muy dispuesta a dar cabida a la
figuración femenina, que, como en este caso, se cumplió bajo distintas modalidades,
en las que no faltó el sacrificio. Fue el caso, entre otras, de Cecilia Mujica,
Policarpa Salvatierra y Antonia Santos. Hubo también las mujeres de combate, para
mencionar a Josefa Camejo, Manuela Sáenz y a Juana Ramírez. Sin embargo, su
gran actuación se realizaría en el «frente
doméstico», muy frecuente
en las guerras, cuando las mujeres ocupan el papel social de los hombres
movilizados. Labor, por mucho tiempo ignorada.
Otras sobresalieron en asuntos logísticos y de inteligencia. Y las más, a la manera de las adelitas en la revolución mexicana, con sus diferencias entre soldadas y soldaderas. La auténtica «soldadera» es la que va en las columnas sin perder su carácter de mujer, de esposa, de madre y hasta de víctima. La soldada, por su parte, es de armas tomar. Con todo, el proyecto político independentista no contempló la ciudadanía femenina. Inequidades de su tiempo. Iniquidades.
En este espacio queremos
recordar a dos de ellas; dos mujeres que supieron juntar el compromiso con la
lucha y una profunda entrega amorosa, haciendo posible que sus hombres
sobrellevaran sus enormes tareas y compromisos. Nos referimos a Rosita
Campuzano, sentimentalmente unida a José de San Martín, durante su permanencia
en Lima entre 1821 y 1822; y a Manuelita Sáenz, apasionada amante y compañera
de Bolívar desde 1822 hasta su muerte en 1830.
San Martín, parco y reservado,
nunca se jactó de sus amoríos, que, al decir de sus biógrafos, no fueron
muchos. Pero está claro que perdió la cabeza por Rosa Campuzano, una espía de
los patriotas peruanos, nacida en Guayaquil en 1798. Rosita, delgada, de
mediana estatura y ojos celestes, unía en explosivo encanto su sensualidad y
belleza. Era hija natural de un rico funcionario español, y recibió una
esmerada educación. A los 18 años se hizo amante de un opulento comerciante
español que la trasladó a Lima. Allí, residenciada en magnífica vivienda,
abrió sus salones a liberales y
conspiradores. En ese tiempo conoció e intimó con su paisana, la quiteña Manuela
Sáenz, quien casada con el médico inglés James Thorne, ostentaba lujosa
residencia, en la misma calle, por cierto.
Rosita, pues, valiéndose de sus
encantos, que eran suficientes para cualquier seducción, se convirtió en espía
al servicio de la causa patriótica. Amante del general Domingo Tristán, obtenía
en confidencias de alcoba información militar que el general acordaba con el
virrey la Serna. Activista como era, indujo a otros a luchar contra España. Al
llegar San Martín victorioso a Lima, en 1821, Rosita pasó a trabajar en el
círculo del «Protector
del Perú». En
enero de 1822, junto a más de un centenar de damas, recibió la Orden de Caballeresa del Sol, creada por
San Martín, con banda que decía: «Al
patriotismo de las más sensibles». Este reconocimiento lo
recibió igualmente Manuelita Sáenz, ya comprometida con la lucha.
Crónicas de la época evocan a
un San Martín, de valores austeros, vistiendo suntuosos uniformes recamados con
palmas de oro, paseándose en carroza de gala por la aristocrática Lima,
acompañado de la preciosa guayaquileña, que no perdía ocasión para mostrarle su
cariño. Rosita, en irónica alusión, fue llamada «la
Protectora», pero
su estrella se apagó una vez que San Martín se alejó del Perú en 1823. Sufrió
persecución y llevó después una vida corriente, en medio de la pobreza. Tuvo un
hijo. No se conoce la fecha de su defunción, pero se dice que fue entre los
años de 1858 y 1860.
Manuela Sáenz nació en Quito,
en 1797 —así es
aceptado—, como
hija natural de padres españoles pertenecientes a la aristocracia. Huérfana de
madre, recibió una solícita educación conventual y pronto entró en contacto con
las influencias culturales de un Quito afrancesado. Bella, de formas
esculturales y de ojos negros intensos, mostró siempre un carácter rebelde y
levantisco. Manuela fue, definitivamente, una mujer superior. Reunía la
valentía de la mexicana Antonia Nava, la «generala», y la
capacidad política de la chilena Javiera Carrera, que ayudó a organizar la
primera Junta de Gobierno en su país; y por su carácter desprejuiciado, entró
en ruptura con los estrechos moldes que limitaron a las mujeres de su tiempo,
por lo cual pagó un alto precio.
En 1817 se casó con Jaime
Thorne, médico inglés, con quien luego se residenciaría en Lima. Allí entró de
lleno en el movimiento emancipador, dando muestras de entusiasmo y coraje, lo
cual le valió ser nombrada, por el general San Martín, Caballeresa de la Orden del Sol, en julio de 1821. En Quito estaba
cuando, después de la victoria de Pichincha, en mayo de 1822, Bolívar entró a
la ciudad donde fue recibido como héroe. Desde entonces principiaron sus
amores. Atrás quedó su matrimonio. Manuela tenía 24 y Bolívar 39 años. Desde
entonces dedicó su vida a Bolívar y a la causa de la rebelión americana. Por
ocho años estuvieron juntos.
En 1824, desde el frente en Ayacucho,
Sucre le escribió a Bolívar relatándole el comportamiento ejemplar de Manuela
en batalla, por lo que pedía «se le
otorgara el grado de coronel del Ejército Colombiano». Y fue
coronela. Por las calles de Lima se la vio cabalgando a horcajadas en brioso
corcel escoltada por lanceros colombianos. Todos los generales del Ejército,
incluso Sucre, tenían para ella las mayores consideraciones. En Bogotá los
amantes llevaron una vida enteramente conyugal, ante el escándalo de la
conservadora sociedad bogotana que tuvo que hacerse de la vista gorda.
Entonces, Manuela asumió no pocas funciones políticas. Conocida es su entereza
y valiente actuación en el intento magnicida del 28 de septiembre de 1828,
cuando salvó la vida del Libertador. Pese a ello intervino en favor de conmutar
la pena de muerte por el destierro a dos de los más importantes acusados.
Apasionada como era, marcó con
esa impronta su actuación en política y en el amor, y era de esperarse que en
éste, los amantes, seres libres, fueran previsiblemente infieles. Manuela
corrió con todas las aventuras y desventuras de la vida pública de Bolívar. A
la muerte del héroe fue perseguida, denigrada, ignorada y desterrada. Se
conocen sus diarios y la correspondencia personal con Bolívar. Se estableció en
el puerto de Paita, en Perú, donde murió el 23 de noviembre de 1856. Tenía 59
años. Hoy se la reconoce como heroína y prócer de las luchas de independencia americanas.
¡Salve!, Manuela.
Profesor titular (J) de la
Universidad de Carabobo, doctor en historia.