Miles
de conservadores del progresista Oregón están tan enfadados que promueven la
anexión de sus pueblos al feudo republicano vecino.
La
Pine (Oregón)
Las
aguas del río Deschutes discurren turbias, custodiadas por miles de pinos, bajo
el sol clemente de los primeros fríos del otoño en el noroeste americano. Dicen
los lugareños de La Pine, un pueblo de 1.600 habitantes de Oregón, que ese azul
turquesa del cielo no es el habitual, que desde los incendios del verano nada ha sido como antes y que
lo que se veía normalmente a las cuatro de la tarde, al levantar la cabeza, era
un color tan intenso que se sentía uno parte del más allá.
“Mire, si el proyecto de las nuevas fronteras saliese adelante, aquí, donde estamos nosotros, sería Oregón, y ahí enfrente, al otro lado del río, empezaría ya Idaho, el nuevo gran Idaho”, dice Mike McCarter, exgranjero, exmilitar, instructor de armas, cazador, padre de nueve hijos.
Jesús
es su salvador, Trump es su presidente. Así lo anuncia el lema de su gorra
negra, gastada y ajustada en el cráneo, y así lo va contando él poco a poco,
conforme desgrana la misión que ha abrazado a los 73 años de vida: promover un
cambio de fronteras de manera que todo el Oregón rural conservador, que mira a
la ciudad progresista de Portland por telescopio, como si fuera Marte, quede
anexionado a su vecino Idaho, paraíso de la derecha y del cultivo de patatas,
donde no se vota a un presidente demócrata desde Lyndon B. Johnson, en 1964.
“Ahí
mismo empezaría ya Idaho”, repite McCarter con los ojos puestos en el otro lado
del agua turbia, entre el sonido de los pájaros.
Hay
territorios divididos, hay comunidades presas de la desafección y también
ciudadanos hartos de los gobernantes. Y luego están Mike McCarter y el
movimiento que lidera, que están tan enfadados con la política de la ciudad que
han recogido ya miles de firmas para poder votar su anexión al Estado vecino.
Su movimiento se llama “Mover la frontera de Oregón para un mayor Idaho”.
Con
este caso extremo de fractura campo-ciudad empieza EL PAÍS una serie sobre la
polarización de la sociedad estadounidense, a apenas dos semanas de unas
elecciones presidenciales insólitas, acechadas por una grave crisis
sanitaria, económica y política.
“Todo
lo que deciden nuestras autoridades responde a los valores urbanos, no a los
rurales, quieren poner una tasa al carbono, cuando nosotros necesitamos el
coche para todo; quieren poner un salario mínimo muy alto para un sitio de
empleos agrícolas, más bajos por lo general; y aquí, no es que nunca pase nada,
pero no tenemos sus problemas de crimen y empiezan a querer poner restricciones
a las armas”, explica el hombre, quien acude a la cita con una pequeña pistola
en el bolsillo.
Las
montañas de la Cascada se han convertido en un telón de acero ideológico. En el
noroeste se encuentra la ciudad de Portland, uno de los grandes nichos
progresistas de EE UU, donde este verano se produjeron algunos de los episodios
más violentos de la ola de protestas contra el racismo. El condado que ocupa no
elige a un presidente republicano desde Richard Nixon (no el Nixon ganador de
1968, sino el primer candidato Nixon que perdió contra JFK en 1960). Al otro
lado, en Idaho y la mayor parte de sus condados vecinos de Oregón, no han
votado a un demócrata desde Johnson.
Como,
con el paso de las décadas, la población del Estado se ha ido concentrando más
y más alrededor de Portland, su peso político ha crecido y el conjunto del
Estado es como ese cielo que tanto añora Mike McCarter, de un azul muy intenso,
que es el color que identifica a los demócratas en EE UU. El área metropolitana
Portland tiene 2,4 millones de habitantes, según el censo de 2017, lo que
representa el 60% de la población de todo el Estado. Allí, Hillary Clinton ganó
en 2016 con el 73% de los votos; al otro lado, Trump obtuvo unos niveles de apoyo similares.
El
clima político se ha hecho tan irrespirable que los legisladores republicanos
han boicoteado varias veces las sesiones de la Asamblea del Estado para evitar
que se aprueben nuevas medidas sobre impuestos y control de armas. El año
pasado, para combatir una tasa medioambiental, los legisladores desaparecieron
y la gobernadora del Estado, la —cómo no— demócrata Kate Brown, tuvo que mandar
a la policía a buscarlos. Brown es la bestia negra de la página de Facebook del
movimiento separatista, con unos 10.000 miembros. En ella se resaltan las
bondades de Idaho —menos regulaciones, menos presión fiscal, más acceso a las
armas— y se critica a los demócratas.
El
gran Idaho se comería 19 condados de Oregón, de los cuales cuatro han recogido
firmas suficientes para poder votar sobre el asunto (Douglas, Jefferson, Union
y Wallowa). Pero más allá de la terapia de grupo que supone el movimiento en
sí, es difícil que sus aspiraciones salgan adelante. Para ello, lo deberían
aprobar las Cámaras de Oregón y Idaho y, luego, el Congreso de Estados Unidos,
en Washington. Esos son muchos acuerdos para la era del desgarro, aunque el
objetivo sea el divorcio.
¿Cuándo
empezó todo este embrollo? ¿Por qué? En 2008, el profesor de Políticas Públicas
Mark Henkels publicó junto a otros dos autores un premonitorio análisis
titulado La política de un solo Oregón. Causas, consecuencias y
perspectivas de superar la división entre el mundo rural y el urbano. En
él, explicaba que las políticas medioambientales habían causado un fuerte
impacto en el mundo rural, que vio muy mermado el negocio maderero, entre
otros. Y que ese declive del campo transcurrió en paralelo a la migración
política de muchos trabajadores hacia el Partido Republicano, catalizados por
la revolución reaganiana. Mientras, las ciudades recibieron nuevas minorías,
más propensas a votar a los demócratas.
“Es
cierto que las regulaciones han perjudicado a la gente que vive de la madera y
la agricultura, pero sin ellas [las políticas medioambientales], en la era de
la información también tendrían muy difícil seguir creciendo. Hay que
preguntarse si pueden seguir creciendo si no cambian su forma de hacer las
cosas”, responde ahora por teléfono Henkels.
Las
calles de La Pine se encuentran vacías este jueves de mediados octubre; los
escasos comercios transmiten decadencia, no está muy claro si debido a la
pandemia o al paso de los años, a ese letargo en el que se han sumido tantos pueblos de la América rural. El asunto ha fabricado
su propio género literario, docenas de ensayos, muchos de ellos en busca de una
explicación al auge del populismo de derechas, a aquel Tea Party de 2008, al
huracán Trump de 2016.
La
nostalgia invade a vecinos como Barbara Martin, tesorera del movimiento
conservador secesionista, que nació en Los Angeles en 1952. “California era
republicana entonces, ¿sabe? Crecí en un suburbio donde nadie cerraba la puerta
de casa, jurábamos lealtad a la bandera cada mañana en el colegio, andábamos
siempre en bici y el cartero y el policía eran figuras de autoridad”, rememora.
-¿Cuál
ha sido el mejor presidente que ha tenido Estados Unidos a lo largo de su vida?
-Creo
que Trump, nunca he visto a nadie hacer tanto.
-¿Le
cree mejor que Eisenhower [también republicano]?
-Es
que yo era demasiado pequeña entonces.
-¿Mejor
que Ronald Reagan?
-Empatado
con Reagan.
Este
choque en Oregón es un ejemplo extremo de lo que más o menos pasa en el resto
del país. La polarización geográfica, por la cual los seguidores de un partido
tienden a concentrarse en las mismas zonas, ha ido aumentando en Estados Unidos
desde los años setenta y, según un estudio académico de Rebecca Sullivan, Ethan
Kaplan y Jörg Spenkuch, el país no estaba tan dividido desde 1860. Según el
recuento que hizo The New York Times el año pasado, es la
primera vez en más de un siglo que todos los Estados salvo uno —Minnesota—
están controlados por un solo partido.
En
realidad, si McCarter, Barbara Martin y los suyos se saliesen con la suya, a
Oregón no le dejarían mucho más que la ciudad de Portland y alrededores, y se
llevarían de paso un buen pedazo del norte de California, donde, aseguran, los
conservadores se sienten tan alienados como ellos.
La
cultura de las armas es uno de los asuntos más controvertidos. Ambos han pasado
el día con este periódico, paseando por el condado y con un trato hospitalario,
armados.
Él
lleva una pistola muy pequeña, apenas del tamaño de un teléfono móvil, que poco
tiene que ver con los rifles que más tarde enseñará en su casa. “Me he criado
cazando, pero no malgasto, todo lo que cazo lo comparto”, recalca. Ella,
Barbara, tiene otra guardada en el coche. Siempre la tiene allí. Primero, dice,
por si un día atropella a un animal y, para liberarle del sufrimiento, o del
ataque de otros animales, necesita rematarle. Y, segundo, por si algo distinto
de un animal intenta atacarla. “A veces la policía no está cerca”, advierte. Lo
que no usa ninguno es mascarilla, salvo en los sitios donde es obligatorio.
El
movimiento separatista no es del todo nuevo en esa zona. Desde hace años, y con
la misma filosofía, otro grupo promueve la creación de un nuevo Estado llamado
Jefferson, que englobaría el norte de California y el suroeste de Oregón. Sin
embargo, como dice McCarter, “eso sería más difícil de conseguir porque añaden
escaños en el Congreso de Washington y entonces unos ganan y otros pierden. Si
se hace como decimos, todo sigue igual, Idaho, republicano, y Oregón,
demócrata”.
Al
dejar La Pine, el panorama empieza a cambiar. En tan solo 30 minutos se llega a
Bend, un precioso rincón de turismo de montaña, restaurantes estilosos y firmas
de moda conocida. En uno de los cafés trabaja Porter Parker-Smyth, que tiene 20
años y ha crecido en la zona. “Estoy muy preocupada por estas cosas, parece que
es mucho ruido, pero cada vez más gente parece dispuesta a aceptarlo. También
creo que la presidencia de Trump ha resucitado mucho de este sentimiento”,
opina.
Siguiendo
la carretera al noroeste se llega a Portland, convertida en agente indeseable
de los conservadores del campo. Uno de los centros neurálgicos de las
protestas, la plaza frente al Palacio de Justicia, es hoy un campo de tiendas
de campaña, tenderetes y grafitis, vestigios de las movilizaciones Black
lives matter de este verano. “¿Tierra prometida?”, reza una de sus
pintadas.
“Oregon
no siempre fue así”, advierte McCarter, “yo me crié en un suburbio de Portland,
mi padre era un trabajador de fábrica, y era demócrata. Este no es un
movimiento de partido, es un movimiento conservador”, recalca.
La
tarde cae en La Pine. Cuando Barbie Martin empieza a enfilar hacia el coche,
bajo ese azul del cielo que no es tan azul como antes, se despide con una frase
lapidaria, pronunciada de forma casi inconsciente, sin darle importancia: “Yo
no estoy intentando cambiar Oregón, solo quiero que siga como solía ser”.
Tomado de El País / España