Por Ricardo Combellas / Opinión
El derecho constituye el núcleo
duro de la política. “El derecho es a las instituciones políticas lo que los
huesos son al cuerpo”, constituye una divisa para aquellos que nos dedicamos al
estudio jurídico de las instituciones políticas, el Derecho constitucional. Es
cierto que las constituciones las hacen los políticos, y también es mejor que
se elaboren con la mayor participación popular, pero no es menos cierto que sus
intérpretes son los abogados, o si se prefiere, para dotar de jerarquía al
tema, los juristas, sea en su rol docente, libre práctica, jueces y
magistrados. El tema viene al caso, y es de la mayor relevancia, pues se
ha planteado por algunos la posibilidad de que la AN continúe en ejercicio de
sus funciones después del 5 de enero de 2021, en atención al principio del
Derecho administrativo que se conoce como la continuidad administrativa. Si
bien, que yo sepa, la AN no se ha pronunciado formalmente sobre el caso, sí lo
ha realizado su presidente, y presidente encargado de la República, el
ingeniero Juan Guaidó, lamentablemente, en mi opinión, mal asesorado.
Intentaré a continuación desgranar
una serie de argumentos conclusivos de que el principio de la continuidad
administrativa no aplica en los órganos constitucionales (y la AN es por
excelencia un órgano constitucional), para terminar reafirmando que la AN
actual no tiene otra alternativa que cerrar sus funciones el 4 de enero
de 2020, a menos que pretenda la peligrosa y a todas luces descabellada
decisión de violar el mandato a la cual la obliga, nolens volens, nada más y
nada menos que nuestra Ley Superior, la Constitución de 1999.
Lo primero que conviene
resaltar es que nuestra Constitución fija en su artículo 219 taxativamente que
el primer período de sesiones ordinarias de la AN comenzará, sin
convocatoria previa, el 5 de enero de cada año. Estamos hablando de una
norma constitucional de meridiana claridad, que no admite otra interpretación
que la que de forma diáfana se plasma en su texto. En suma, la AN no es un
órgano administrativo sino un órgano constitucional, cuya estructura y
funciones derivan directamente de la Constitución, como obra que es del poder
constituyente del pueblo, representado por la Asamblea Constituyente el
año 1999, mediante el voto libre y el referéndum democrático, como reza su
Preámbulo. Como órgano constitucional que es, se identifica, es su alfa y
omega, plena y exclusivamente con la Constitución, dadas las sagradas funciones
de representación y legislación que le corresponde cumplir. No se
identifica la AN, en tanto órgano constitucional, con las personas físicas (los
diputados) que desempeñan sus funciones. Como señala Carré de Malberg: “A
diferencia de la palabra representante, que llama directamente la atención
sobre la persona que ha de actuar por otra, la palabra órgano hace abstracción
de los individuos encargados de querer por el Estado. Es un término impersonal
que únicamente se refiere a la organización estatal y que relega al último
plano a los individuos, cuyo concurso es indispensable, sin embargo, para el
funcionamiento de esta organización”.
En conclusión, los diputados, ni
siquiera por unanimidad, pueden alterar las normas de la Constitución,
tarea que le corresponde exclusivamente al pueblo soberano a través de un
referéndum constitucional. Por lo demás, la actual AN ratificó (no
podía hacerlo de otra manera) el postulado constitucional, al señalar en el
artículo 13 del Estatuto de la Transición que sus funciones concluyen el 4 de
enero de 2021, así como que el 5 de enero de 2021 se instalará la nueva
Legislatura de la AN. Cesa en sus funciones, recalco, la actual AN, y por ende
también el presidente encargado, Juan Guaidó.
¿Qué posibilidades quedan a la
oposición ante tal situación? Diversos factores entran en juego,
como es el caso, y de la mayor importancia, las elecciones parlamentarias
convocadas para el próximo 6 de diciembre, pretendidos comicios de discutida
legitimidad constitucional, y que nos remiten al dilema de participar o no
participar. Todo un desafío lo constituye por parte de los partidos
democráticos convencer al pueblo de que dichos comicios son ilegítimos, por lo
cual no tendría ningún sentido participar, y desarrollar al unísono una lucha
pacífica y democrática por restablecer el orden constitucional desde hace
tiempo vulnerado, a tenor de lo establecido por el artículo 333 de nuestra
carta magna. Dicho artículo pasa a ser entonces el arma por excelencia de
resistencia constitucional. Cualquier otra vía, la “apelación al cielo” de
Locke, podría tener peligrosas consecuencias, que no quisiera por ningún motivo
imaginar.