El ensayista, escritor y profesor,
fue crítico literario de 'The New Yorker' desde 1966 hasta 1997
JUAN CRUZ – El País - España
George Steiner, intelectual
y un hombre de letras cuya influyente crítica a menudo abordaba la paradoja del
poder moral de la literatura, ha muerto este lunes en su casa en Cambridge,
Inglaterra, según ha informado su hijo. Steiner tenía 90 años.
Ensayista, escritor de ficción, profesor y crítico literario, sucedió a Edmund
Wilson como crítico de libros para The New Yorker desde 1966
hasta 1997. Durante este periodo, deslumbró a sus lectores por su profundidad
analítica, convirtiéndose en un gran maestro de lo que se dio en llamar
“literatura comparada”. Su defensa del canon y la crítica al relativismo y a la
banalización técnica fueron los ejes de su obra.
Cuando nos recibió en su casa de
Cambridge, Inglaterra, dijo que hablaría durante una hora. A lo largo de ese
tiempo repasó la historia mundial, con el mismo énfasis en la guerra que en
Chareles Darwin, en Pablo Neruda o en Albert Einstein. Atravesado por todas las
heridas de su época, Steiner tenía el sentido del humor de un muchacho que
sigue jugando, como aconsejaba Samuel Beckett, a fracasar mejor. Su historia
fue la de un exiliado de todas las guerras del siglo XX y a todas ellas se
refirió en esa entrevista que tuvimos cuando a Europa y al mundo los mordía la
guerra de la austeridad, que prosigue. Esos días le dijo a su amigo y colega
italiano Nuccio Ordine que él no se sentía ya cómodo en el mundo; este es un
lugar irreconocible, y lo era para una de las personas que con más inteligencia
lo interpretó.
Era tan
preciso, y esa inteligencia era tan implacable, que, en su cabeza amueblada
para el escándalo y la alegría no había ni un minuto de reposo para la
improvisación. Hasta el punto que, cuando había pasado la hora en punto que nos
dio para conversar, dijo: "Hemos acabado. Ahora vamos a tomar jerez,
galletas, café y hummus". Y ahí, en ese rato en su cocina fue cuando él
quiso saber de España, de nosotros, de otros escritores, con la memoria que aún
tenía de cuando, en Oviedo, recibió en 2001 el Príncipe de Asturias. Era 2008. En
España, y en el Reino Unido, estaba la sombra del paro, que a él le parecía la
amenaza "más grande del futuro". Pero nos preguntó también, por
ejemplo, por Javier Marías, "quien me honró haciéndome parte de su Reino
de Redonda", a quien consideraba uno de los grandes escritores de Europa.
Su discusión con las artes, la
poesía, la narrativa, la pintura, se reducía, en su inteligencia, a lo que
según él era lo más sublime que había alcanzado el hombre, "la
melodía". Según él, que parecía siempre estar dirigiendo una pequeña
orquesta, subiendo y bajando sus manos como si en ellas estuviera la residencia
de sus palabras, no había nada más perfecto que la melodía porque en ella
estaba el misterio.
Era un hombre proclive al silencio y
de ello hizo un monumento paródico: escribió un libro de ensayos, Los
libros que nunca he escrito, y una prolongación de su autobiografíia, Errata,
y en todo lo que escribió siempre estaba como su voluntad de tacharlo. Proclive
al silencio, también lo fue al escándalo. Le preguntamos sobre lo que él sentía
en torno a la tristeza y al pesimismo que fueron conceptos manejados por la
generación que, como la suya, había vivido bajo la amenaza de la desaparición.
Nos dijo: "¿Sabes por qué soy tan poco popular entre mis colegas
académicos? Siendo joven ya dije que había una diferencia abismal entre el
creador y el profesor, o editor, o crítico. Y a los colegas no les gusta
escucharlo". Lo que no les gustó escuchar a sus colegas fue el
capítulo Envidia: él fue el miembro más joven de la Universidad de
Princeton, donde convivía con Einstein y Robert Oppenheimer. "Y yo quería
ser El Cartero entre ellos, quiero que me llamen El Cartero, como ese personaje
maravilloso en la película sobre Neruda. Es un trabajo muy hermoso ser
profesor, ser el que entrega las cartas, aunque no las escriba". "Mis
colegas", decía Steiner, "detestan escuchar eso. ¡La vanidad de los académicos
es enorme! Derrida dijo que toda la literatura, hasta la más grande, es un mero
pretexto. ¡Al infierno con Derrida! Shakespeare no es un pretexto. Beckett no
es un pretexto. No lo es Neruda, no lo es Lorca".
Becket fue una parte clave de su
conversación con la literatura, con la historia y con el fracaso. "Yo
intento fracasar mejor", nos dijo. Después fue cuando, al piano, quiso
emular a Franz Schubert y, más tarde, en la cocina, quiso ser el músico, el
conversador, el hombre que, ante el mundo que entonces le rodeaba dijo, como le
dijo a su amigo Nuccio Ordine, que era un horror vivir en un mundo que ya no
reconocía. En aquella entrevista nos dijo: "Creo firmemente en el derecho
a la eutanasia. Es un horror envejecer sin dignidad. Antes, las familias más o
menos se podían hacer cargo de sus ancianos, pero ya no pueden. Quizás la
próxima crisis sea generacional". Steiner estaba entonces prediciendo que
un día la conversación que entonces milimetraba hasta hacerla perfecta en una
hora dejara de existir algún día como síntoma final del fracaso que era al fin
toda existencia. Aunque fuera tan pletórica como la suya.