Después del dominio de mandatarios de
izquierda en América Latina, tres países de la región viraron a la derecha y
eligieron a candidatos-empresarios. Los resultados no han sido favorables.
Por Alberto Vergara* - Texto tomado de
The New York Times
El autor es politólogo.
CIUDAD DE PANAMÁ — El 2019
latinoamericano comenzó con el estremecimiento que causaba Roma, dura y bella película que mostró las
múltiples capas de la desigualdad en México y, por extensión, en América
Latina. El año cerró con miles protestando en Santiago de Chile, luego de haber
movilizado varios millones de personas en algo más de un mes, reclamando un
orden social y económico más justo. Aunque no se inventaron en 2019, este año
las desigualdades latinoamericanas se hicieron más visibles e intolerables.
Resulta significativo que, en este
contexto, los gobiernos de derecha liderados por grandes hombres de negocios y
sus equipos de gerentes hayan naufragado. Las elecciones de Mauricio Macri en
2015, de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) en 2016 y de Sebastián Piñera en 2017,
resultaron ineficientes para reencaminar sus respectivos países hacia la senda
liberal y aún más estériles para conservar el apoyo de sus compatriotas. La
lección que dejan estos proyectos políticos alternativos a la izquierda es que
el horno latinoamericano no está para bollos plutocráticos.
Lo de la plutocracia es una
exageración. Fueron los votos y no el mero dinero quien los instaló en el
poder. Pero una vez ahí, las tres presidencias confiaron más en el mundo
empresarial que en los ciudadanos. Poblaron el Estado con élites económicas habituadas
a burbujas sociales, exhibieron una soberbia gerencial respecto de los
problemas que heredaban y, como consecuencia, leyeron erróneamente la marcha
política y económica de sus países. Si este combo no constituye la razón última
de sus fracasos, al menos ha debilitado la posibilidad de dar continuidad a sus
gobiernos y políticas públicas.
De este trío de presidencias
gerenciales a quien le fue peor fue a Kuczynski. Llenó el Estado con sus amigos
del sector privado limeño. Se autodesignaron un “gobierno de lujo”. El requisito para ingresar a su
gobierno parecía ser millonario y blanco. De hecho, los pasillos maledicentes
hablaban de un gobierno supremacista blanco, como ha documentado el periodista Marco Sifuentes
en su libro K.O. P.P.K. Nutridos de ortodoxa austeridad, los
gerentes decidieron cerrar el déficit fiscal mientras la economía se
desaceleraba. Desconectados de las urgencias ciudadanas, priorizaron eliminar
trámites que solo perturbaban a inversionistas.
Políticamente fue peor. Unas de las
primeras declaraciones de PPK tras haber indultado a Alberto Fujimori y
dividido al país las dio en un evento de hondura patriótica: la largada del
Rally Dakar en Perú. Y dejó un mensaje para la reconciliación: “Soy
un car guy”. A la frivolidad, desconexión y malas políticas siguió,
como era lógico, la desaceleración de la economía peruana, el aumento de la pobreza, el rechazo de la ciudadanía
y, en definitiva, que el presidente renunciase cuando su destitución era
inminente. Y colorín colorado, a sus empresas los gerentes han regresado.
“Tiempos mejores” prometió Sebastián Piñera en la
campaña presidencial. Para lograrlo, el gobierno del presidente millonario y
los gerentes traería inversiones y empleo. A pesar de haber sufrido
movilizaciones masivas de universitarios durante su primer mandato, en el
segundo nombró ministro de Educación a un defensor de la educación como bien económico antes
que como derecho. Algo semejante ocurría en el sector salud. Luego llegó
el intento de reforma tributaria con el
argumento reaganeano según el cual gravar menos a los ricos redunda en empleo
para todos. El 18 de octubre, al inicio de las marchas y cacerolazos en la
capital chilena, Piñera cenaba en un restaurante exclusivo. Dos días
después anunció que Chile estaba en guerra. Su esposa alertó que las protestas
eran una suerte de invasión alienígena. A esto siguió una
represión estatal con la que, denunció Human Rights Watch, se cometieron graves
violaciones de derechos humanos. Como consecuencia, el ministro del Interior,
Andrés Chadwick, a la sazón primo hermano de Piñera, renunció al cargo y ha sido acusado constitucionalmente por el Senado.
Según la encuesta que se vea, algo
más o algo menos de 10 por ciento de chilenos apoya al
presidente. Los nubarrones de una destitución constitucional se han aligerado,
pero no desaparecido. Ahora bien, Piñera fue menos el creador de su desgracia
que el representante de una clase dirigente chilena donde la promiscuidad entre
intereses políticos y económicos había cocinado a fuego lento el hartazgo
popular. De hecho, el politólogo Juan Pablo Luna se había planteado en 2016 la pregunta más pertinente:
¿Por qué la elite política chilena es incapaz de entender a su sociedad? Luna
echaba luz sobre una trama de políticos y empresarios que describía como
“príncipes” ajenos al país.
A diferencia de Kuczynski y Piñera,
Macri recibió una economía en harapos. Debería haber sido menos arrogante sobre
sus poderes para curarla. “La inflación es la demostración de tu incapacidad
para gobernar”, señaló como candidato. Y agregó que sería
sencillo domarla. Y cómo no iba a serlo si armó “el mejor equipo en los últimos cincuenta años”. Ay, la soberbia
del tecnicismo económico en boca de empresarios. Y luego arremetió la burbuja
exclusiva: “Son dos pizzas”, aseguró el ministro de Hacienda al desestimar
el aumento de las tarifas eléctricas. Macri y el gobierno de los mánager —la
expresión es del politólogo Gabriel Vommaro— no solo fracasaron en el objetivo
titánico e improbable de reemplazar una tradición de política estatal y
nacional con otra liberal y globalizada, sino que la inflación acumulada
durante su mandato alcanzó casi 300 por ciento y el país quedó con una
pobreza casi 10 puntos más alta que la recibida.
Ahora bien, los tres presidentes
gerentes no encarnan un fracaso de proporciones semejantes. De hecho, la
gestión económica de Macri ha sido desastrosa, pero políticamente lo es
bastante menos. Es el primer presidente no peronista en terminar su mandato. Y
ha perdido la reelección con el 40 por ciento de los votos. Tal vez a causa
de la propia sociedad argentina más igualitaria que la peruana y chilena, Macri
es percibido como un millonario, pero no como un aristócrata íntimo del
privilegio. Presidente de Boca Juniors: el fútbol como lazo social. Y Cambiemos,
un partido que ha echado raíces en Buenos Aires y otras regiones prósperas del
país. O sea, a quien mejor le fue de los gerentes presidentes es a quien tenía
vínculos afectivos e institucionales con la sociedad.
Entonces, en esta diferencia también
se esconden algunas lecciones para el campo no izquierdista latinoamericano.
Más que el mensaje liberal, han fallado los mensajeros respingados de un
liberalismo economicista. Y desconectado. Una consecuencia nociva de la
desigualdad es que, desde sus burbujas, las élites latinoamericanas pueden
convencerse de que el primer mundo está a la vuelta de la esquina. Aunque el
PBI per cápita de sus países sea el de un país de ingresos medios, ellos viven
en burbujas con una riqueza propia de los ricos del primer mundo. Desde esa
nube, el tránsito al desarrollo parece probable. Y lo peor es que
irresponsablemente le venden esa ilusión al país real. No es casualidad que sea
en Perú y Chile donde las elites le cantaron con más ardor a sus respectivos
“milagros”. El problema es que, como enseñó Albert Hirschman, las promesas
incumplidas pesan sobre las espaldas de la sociedad.
Ya veremos si las burbujas sociales e
ideológicas ceden. Por el momento constatemos que el sueño del gobierno de los
gerentes era una pesadilla, y el cuento del país como empresa, una bobada. En
el indignado y desigual siglo XXI, es mala idea blandir el viejo programa de
don Porfirio Díaz prometiendo “mucha administración y poca política”. Y más
extraviado aún encargárselo a los happy few.
*Alberto Vergara es profesor e
investigador en la universidad del Pacífico, Lima.