Ya no hay
regímenes fascistas en Europa, pero sí permanecen algunos de los instintos que
los auparon. El desafío interno a los sistemas liberales es quizá más grave que
el externo
Este año se
han cumplido 100 años de la eclosión del fascismo en Italia. En el manifiesto
programático del movimiento publicado en Il
Popolo d’Italia en junio de 1919 figuran
algunos objetivos loables como establecer el sufragio universal (y la
elegibilidad de las mujeres), jornadas laborales de ocho horas o el salario
mínimo. Desde sus mismos inicios, sin embargo, quedaría meridianamente clara la
naturaleza monstruosa del movimiento que inspiró experiencias similares en
otros lugares. El historiador Ian Kershaw sostiene
en su Descenso a los infiernos que
semejante proyecto político se afianzó primero en Italia y no en otros países
europeos por una conjunción de múltiples factores, de los cuales los
principales fueron la extraordinaria debilidad del Estado liberal; la creíble
amenaza de una revolución roja al estilo ruso; la tremenda frustración por las
consecuencias de la guerra.
El engendro
que salió es una nebulosa política con algunos denominadores comunes y muchos
aspectos gaseosos, sin un andamiaje intelectual bien categorizado. En El
fascismo eterno (1995), Umberto Eco subrayó esta indefinición rayana
en la chapuza intelectual que, paradójicamente, es la clave que ha establecido
al fascismo como un paradigma (junto con su naturaleza pionera). El nazismo fue
uno: fascismos ha habido muchos. Precisamente Eco destacaba cómo, bajo una
fenomenología cambiante, los denominadores comunes del protofascismo han
sobrevivido a sus cristalizaciones más brutales —como los regímenes
establecidos en Italia, Alemania o España— y siguen fluctuando en los instintos
profundos de las sociedades.
Las
características que definen el espíritu fascista no llegan a conformar un
sistema de pensamiento, pero son múltiples. Entre las que evidencia Eco: el
culto a la tradición y el rechazo a la modernidad; el rechazo frontal (hasta la
aniquilación) de la crítica y el disenso, que se tratan como traición; el miedo
a la diferencia; la agitación de clases medias frustradas; el populismo (como
levantamiento de clases populares contra elites); el machismo.
Afortunadamente,
desde la caída de regímenes de corte fascista en España, Grecia y Portugal a
mediados de los setenta, Europa se ha alejado mucho de las versiones más
brutales y liberticidas del fascismo. Pero no es difícil detectar muchos de los
elementos espirituales del fascismo fluctuando en las sociedades occidentales.
También se detectan formas contemporáneas de reducción a mínimos el disenso, no
a través de la violencia sino del abuso de las mayorías parlamentarias. Síntomas de este último fenómeno han
aparecido en el Este de Europa. Los
sentimientos subyacentes al fascismo se detectan, en dosis minoritarias, en
muchos lares de Europa.
El continente
no está en riesgo de derivas fascistas tout court, pero sí debe
vigilar con cuidado el vigor de sus arquitecturas democráticoliberales. Ésa es,
probablemente, la mayor amenaza al estilo de vida europeo. De ahí surge la
perplejidad que ha causado en muchos observadores la decisión de la futura
presidenta de la Comisión, Ursula Von der Leyen, de bautizar como Protegiendo el
estilo de vida europeo una cartera que incluye la cuestión migratoria.
Hay múltiples explicaciones semánticas para esa decisión. Lo importante es no
dejar de preguntarse: ¿el mayor riesgo para nuestros valores procede de fuera o
de nosotros mismos?
Tomado de El País / España.