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19 agosto, 2019

Cuando los cubanos eran malos…


Recientemente, el Frente Institucional Militar (FIM) emitió un comunicado —soy uno de los firmantes— en el cual se le solicitó a la Asamblea Nacional que “declare como acto de soberanía la ruptura de relaciones diplomáticas con la dictadura cubana”.  Además, que se exigiese la retirada de los miembros de las fuerzas armadas cubanas que, en nuestro país, y con el beneplácito de los jerarcas del régimen, “ocupan posiciones en las diferentes áreas estratégicas”, así como el cese del envío a esa isla de ingentes recursos y dineros que son requeridos por los venezolanos.  Porque esa “ayuda material está desangrando al país”.

Los firmantes del comunicado tienen la autoridad moral para hacer esa exigencia porque muchos de nosotros sufrimos las consecuencias de la guerra irregular que se peleó en los sesenta “cuando fuerzas subversivas, adiestradas y financiadas por Fidel Castro Ruz en búsqueda de beneficios políticos y económicos para Cuba, trataron de apoderarse de nuestro país a sangre y fuego, desencadenando una lucha que causó ingentes pérdidas de vidas humanas y materiales”.  No lo lograron porque “los derrotamos militarmente evitando así que el castro-comunismo se implantara en Venezuela”.  Para el comienzo de los setenta, el único camino sensato que les quedaba a los cientos de venezolanos que cogieron la montaña, embobados por los cantos de sirena de Castro, era acogerse a la pacificación ofrecida por el gobierno presidido por Rafael Caldera.


A mí me tocó bien temprano.  Y por casualidad.  Yo estaba de servicio, el 10 de noviembre de 1963 en el destacamento de la Guardia Nacional sito en Paraguaná y que tenía como jurisdicción todo Falcón.  Me informaron que alguien quería denunciar algo.  Lo escuché y habló acerca de unas armas que descubrió enterradas en la playa de Punta Macolla.  Esa era una de las tácticas empleadas por los contrabandistas que traían mercancías desde Curazao: desembarcarlas y cubrirlas con la arena hasta que traían un vehículo para llevarlas más adentro.  Los habitantes de las cercanías que veían el matuteo, cobraban “el derecho de vista” apropiándose de una botella de whisky, unos pantalones, un corte de tela.  Y eso fue lo que intentó el informante, pero se topó con unas armas.  En mi candidez, pensé que hablaba de unos cuantos revólveres.  El informante me corrigió: eran cientos de armas largas; que él sabía de lo que hablaba porque era reservista del Ejército.

Ordené una comisión al mando de un subteniente y, al rato, con las infames comunicaciones de aquellos tiempos, este me corroboró que eran varias centenas de fusiles FAL, subametralladoras UZI —la primera vez que vi una de esas, porque en aquel entonces, nosotros estábamos dotados con Madsen— ametralladoras Browning, lanza-cohetes y hasta un cañón sin retroceso de 75 mm.  Más las municiones para estos.  Total, más de tres toneladas de armas.  Desperté al comandante de la unidad, le informé, y este me ordenó que adelantara la entrega del servicio, me fuera al sitio a establecer una defensa perimétrica (no fuesen a aparecer los “dueños de la mercancía”) y a organizar el transporte hasta el cuartel.  Fueron cuatro camiones los necesarios.

Por las experticias que hicieron, entre otros, los técnicos de la Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de Bélgica, los fabricantes de los FAL, se logró probar con certeza que las armas eran de las fuerzas armadas cubanas.  El gobierno de Venezuela llevó el caso a la OEA, y Cuba recibió una condena que terminó de aislarla de América Latina.

Eran los tiempos en que los cubanos eran malos.  Porque ahora, si se les hace caso a los figurones de la nomenklatura, ¡son buenísimos!  Tanto, que se les recibe con alfombra roja por un terminal aeroportuario especial, se les ha dado cargos de importancia en las más altas estructuras del gobierno civil y del estamento militar; las bases de datos estratégicas de la nación —sobre identificación, registro de propiedades, recursos militares, tesoro nacional, petróleo y pare usted de contar— son examinadas, censuradas, modificadas y devueltas para su implantación corregidas desde La Habana.  Y del usurpador para abajo, empezando por los ministros y alto mando, no se da un paso fuera de lo pautado por Cuba y sin consultarlo antes con los comisarios políticos residentes que les han impuesto.

Antes de la llegada de los vándalos, el país proseguía su avance.  Según los estudios de la época, el primer país de habla hispana que iba a saltar del Tercer Mundo al Primero iba a ser Venezuela.  Pero, el gozo se fue al pozo cuando Boves II empezó a envenenarle la mente a sus paisanos, a dividirnos de tal manera que, en el futuro cercano, habremos de hacer ingentes esfuerzos —todos, pueblo y gobierno— para que entendamos que somos prójimos, que nos debemos los unos a los otros, que tenemos un destino como nación, que no hay sustituto para la paz.

Sin embargo, eso no se logrará mientras sigan el ilegítimo y sus cómplices en Miraflores.  Especial responsabilidad en esta desgracia la tiene el MinPoPoDefensa, el general Padrino.  Por su encallecimiento en politizar lo que, según el mandato constitucional, “está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de persona o parcialidad política alguna”.  En ese sentido, hago mías las palabras con las que el general Ochoa Antich —alguien que sabe mucho de asuntos militares y de relaciones exteriores— cierra su artículo del domingo pasado: “A ustedes, miembros de la Fuerza Armada les pregunto: ¿puede justificarse que la ambición de un solo hombre y la absurda aplicación de un retrógrado proyecto político permitan que una nación y todo un pueblo, incluidos a nosotros mismos,  continúen siendo sometidos a la miseria, al hambre, a la crisis hospitalaria, a la inseguridad, a la violación de sus derechos políticos, al riesgo de comprometer nuestra soberanía  y pare usted de contar? La Fuerza Armada Nacional debería reflexionar sobre tan delicada realidad. Está en juego el destino de Venezuela”...