Recientemente, el Frente Institucional
Militar (FIM) emitió un comunicado —soy uno de los firmantes— en el cual se le solicitó
a la Asamblea Nacional que “declare como acto de soberanía la ruptura de
relaciones diplomáticas con la dictadura cubana”. Además, que se exigiese la retirada de los
miembros de las fuerzas armadas cubanas que, en nuestro país, y con el
beneplácito de los jerarcas del régimen, “ocupan posiciones en las diferentes
áreas estratégicas”, así como el cese del envío a esa isla de ingentes recursos
y dineros que son requeridos por los venezolanos. Porque esa “ayuda material está desangrando
al país”.
Los firmantes del comunicado tienen la
autoridad moral para hacer esa exigencia porque muchos de nosotros sufrimos las
consecuencias de la guerra irregular que se peleó en los sesenta “cuando
fuerzas subversivas, adiestradas y financiadas por Fidel Castro Ruz en búsqueda
de beneficios políticos y económicos para Cuba, trataron de apoderarse de
nuestro país a sangre y fuego, desencadenando una lucha que causó ingentes
pérdidas de vidas humanas y materiales”.
No lo lograron porque “los derrotamos militarmente evitando así que el castro-comunismo
se implantara en Venezuela”. Para el
comienzo de los setenta, el único camino sensato que les quedaba a los cientos
de venezolanos que cogieron la montaña, embobados por los cantos de sirena de
Castro, era acogerse a la pacificación ofrecida por el gobierno presidido por
Rafael Caldera.
A mí me tocó bien temprano. Y por casualidad. Yo estaba de servicio, el 10 de noviembre de
1963 en el destacamento de la Guardia Nacional sito en Paraguaná y que tenía
como jurisdicción todo Falcón. Me
informaron que alguien quería denunciar algo.
Lo escuché y habló acerca de unas armas que descubrió enterradas en la
playa de Punta Macolla. Esa era una de
las tácticas empleadas por los contrabandistas que traían mercancías desde
Curazao: desembarcarlas y cubrirlas con la arena hasta que traían un vehículo para
llevarlas más adentro. Los habitantes de
las cercanías que veían el matuteo, cobraban “el derecho de vista” apropiándose
de una botella de whisky, unos pantalones, un corte de tela. Y eso fue lo que intentó el informante, pero
se topó con unas armas. En mi candidez,
pensé que hablaba de unos cuantos revólveres.
El informante me corrigió: eran cientos de armas largas; que él sabía de
lo que hablaba porque era reservista del Ejército.
Ordené una comisión al mando de un subteniente
y, al rato, con las infames comunicaciones de aquellos tiempos, este me
corroboró que eran varias centenas de fusiles FAL, subametralladoras UZI —la
primera vez que vi una de esas, porque en aquel entonces, nosotros estábamos
dotados con Madsen— ametralladoras Browning, lanza-cohetes y hasta un cañón sin
retroceso de 75 mm. Más las municiones
para estos. Total, más de tres toneladas
de armas. Desperté al comandante de la
unidad, le informé, y este me ordenó que adelantara la entrega del servicio, me
fuera al sitio a establecer una defensa perimétrica (no fuesen a aparecer los “dueños
de la mercancía”) y a organizar el transporte hasta el cuartel. Fueron cuatro camiones los necesarios.
Por las experticias que hicieron, entre
otros, los técnicos de la Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de
Bélgica, los fabricantes de los FAL, se logró probar con certeza que las armas
eran de las fuerzas armadas cubanas. El
gobierno de Venezuela llevó el caso a la OEA, y Cuba recibió una condena que terminó
de aislarla de América Latina.
Eran los tiempos en que los cubanos eran
malos. Porque ahora, si se les hace caso
a los figurones de la nomenklatura, ¡son buenísimos! Tanto, que se les recibe con alfombra roja
por un terminal aeroportuario especial, se les ha dado cargos de importancia en
las más altas estructuras del gobierno civil y del estamento militar; las bases
de datos estratégicas de la nación —sobre identificación, registro de
propiedades, recursos militares, tesoro nacional, petróleo y pare usted de
contar— son examinadas, censuradas, modificadas y devueltas para su
implantación corregidas desde La Habana.
Y del usurpador para abajo, empezando por los ministros y alto mando, no
se da un paso fuera de lo pautado por Cuba y sin consultarlo antes con los
comisarios políticos residentes que les han impuesto.
Antes de la llegada de los vándalos, el
país proseguía su avance. Según los
estudios de la época, el primer país de habla hispana que iba a saltar del
Tercer Mundo al Primero iba a ser Venezuela.
Pero, el gozo se fue al pozo cuando Boves II empezó a envenenarle la
mente a sus paisanos, a dividirnos de tal manera que, en el futuro cercano,
habremos de hacer ingentes esfuerzos —todos, pueblo y gobierno— para que
entendamos que somos prójimos, que nos debemos los unos a los otros, que
tenemos un destino como nación, que no hay sustituto para la paz.
Sin embargo, eso no se logrará mientras
sigan el ilegítimo y sus cómplices en Miraflores. Especial responsabilidad en esta desgracia la
tiene el MinPoPoDefensa, el general Padrino.
Por su encallecimiento en politizar lo que, según el mandato
constitucional, “está al servicio exclusivo de la Nación y en ningún caso al de
persona o parcialidad política alguna”.
En ese sentido, hago mías las palabras con las que el general Ochoa
Antich —alguien que sabe mucho de asuntos militares y de relaciones exteriores—
cierra su artículo del domingo pasado: “A ustedes, miembros de la Fuerza Armada
les pregunto: ¿puede justificarse que la ambición de un solo hombre y la
absurda aplicación de un retrógrado proyecto político permitan que una nación y
todo un pueblo, incluidos a nosotros mismos,
continúen siendo sometidos a la miseria, al hambre, a la crisis
hospitalaria, a la inseguridad, a la violación de sus derechos políticos, al
riesgo de comprometer nuestra soberanía
y pare usted de contar? La Fuerza Armada Nacional debería reflexionar
sobre tan delicada realidad. Está en juego el destino de Venezuela”...