Por Inés
Quintero / Tomado de PRODAVINCI
Desde que
comenzó a transmitirse la serie Bolívar en Netflix, numerosas personas me han
llamado o me han consultado acerca de la veracidad histórica de muchas de los
sucesos que allí se narran. La repuesta ha sido un contundente NO. La serie
Bolívar NO está ceñida al rigor histórico. Es cuento, no es historia.
Debo confesar
que no soy amante de las series de televisión y también que tengo especiales
reservas y sospechas frente a las series de “contenido histórico”,
especialmente cuando son muy largas y con muchas temporadas. Si bien pueden
estar muy bien producidas —que no es el caso de la serie Bolívar— la razón
fundamental de mi desconfianza tiene que ver con la orientación y propósitos
que guían este tipo de producciones; por lo general, el objetivo que las anima
es entretener y enganchar a las personas para que continúen viendo la serie
hasta el último capítulo, como si fuese una telenovela. Siendo así, no tienen
como finalidad y mucho menos contemplan entre sus prioridades, ajustarse de
manera rigurosa a la realidad histórica, ya que ésta constituye una camisa de
fuerza que estorba y entorpece el trabajo de los libretistas, tiene mucho más
sentido darle rienda suelta a la imaginación y a la ficción para de esta manera
cumplir con los fines recreativos que persiguen.
La
construcción de los personajes, sus características personales, los detalles de
sus vidas privadas, sus emociones, afectos o dilemas, así como las maneras de
desenvolverse son invenciones de quienes escriben y dirigen la serie, a fin de
darle sentido al relato, al hilo dramático que les sirve de guía. No tienen
nada que ver con la historia. Lo mismo ocurre con los hechos, éstos son
presentados de forma tal que sirvan de sustento a la narrativa dispuesta y
construida por quienes elaboran los contenidos, en función de los propósitos de
la serie, y no con la finalidad de ofrecer una lectura que permita reconstruir
el pasado, tal como ocurrió. Ambos propósitos son incompatibles.
Imaginación y
ficción imperan sobre la historia: ni Carlos Palacios era un patán poseído por
el demonio; ni Pablo Clemente un tonto incapaz e impertinente; ni doña
Concepción andaba por la hacienda disponiendo y tomándole la temperatura a los
esclavos; ni Josefa Tinoco, la mujer de Juan Vicente, fue la hija del capataz
de San Mateo; ni la familia vivía toda junta en la hacienda. Ninguna de esas
recreaciones tiene que ver con la historia.
Tampoco tiene
asidero alguno con la realidad la visión caricaturizada del representante del
rey de España como el villano que irrespeta a los criollos, y que le grita y
ningunea a doña Concepción. Prevalece aquí la visión maniquea de la historia
patria, según la cual los malos de la película fueron los peninsulares lo cual,
finalmente, explica la decisión independentista. Una visión simplista y
ampliamente superada hace ya bastantes años por las investigaciones que se han
hecho sobre el tema.
Igual sucede
con la idealización del noviazgo feliz y romántico entre María Teresa Rodríguez
del Toro y Simón Bolívar, un idilio de telenovela que deja por fuera el arreglo
económico que estuvo de por medio para la realización de la boda: una gran dote
en metálico y numerosas joyas, a lo que se sumó una cantidad adicional para
indemnizar a la joven prometida por tener que venir a vivir a América ya que,
de lo contrario, Bolívar no podría echarle mano a su fortuna. El arreglo no le
sirvió de mucho a la pobre María Teresa: muy rápidamente el trópico impidió que
pudiese disfrutar de su enorme dote. El viudo corrió con mejor suerte. Pudo
disfrutar su mayorazgo y sanar las heridas de la viudez, en un largo y
dispendioso viaje por Europa.
El personaje
central: Simón Bolívar, no ofrece sorpresas. Desde la primera escena es el
héroe, el Libertador, el hombre providencial que no se equivoca, que tiene
claros sus designios y que triunfa frente a la adversidad. Habla como héroe —en
modo proclama—, piensa como héroe, gesticula, camina, ordena, actúa como héroe
y sus recuerdos también tienen el mismo empaque. Desde su infancia y en su
juventud se sembró en él, de manera inevitable, su vocación libertaria.
Esta visión
heroica de Bolívar no admite la presencia de otras figuras que puedan competir
con su protagonismo. Miranda, por ejemplo, es presentado como un traidor que,
por una bolsa de monedas, fue capaz de entregar la República, al firmar la
capitulación de 1812. Varias personas me llamaron precisamente para comentar
esta desfiguración tendenciosa de Miranda. No me sorprende en lo absoluto.
Encaja perfectamente con la retórica idealizadora de la entrega de Miranda a
las autoridades realistas, en la cual Bolívar tuvo participación destacada. La
justificación perfecta de este hecho tiene su fundamento en una acción que se
presenta como irrebatible: Miranda traicionó a la República, por tanto, merecía
ser entregado. No hay reproches que hacerle al protagonista de la serie, todo
lo contrario, su acción se corresponde con su determinación de no transigir,
cuando se trata de alcanzar la libertad.
Si esto
ocurre con Miranda, no quiero ni pensar cómo quedarán Santiago Mariño o Manuel
Piar, o Francisco de Paula Santander o cualquier otro que haya disentido,
adversado o polemizado con Bolívar: entrarán con toda seguridad en la nómina de
los villanos, como corresponde a la simplicidad que acompaña todo relato
maniqueo y telenovelesco en el cual sólo hay dos bandos: el de los buenos en
donde están el protagonista y quienes lo acompañan y celebran sus éxitos, y el
de los malos, que incluye a quienes lo adversan, todos aquellos villanos que a
lo largo de la historia se empeñan en obstaculizar e impedir sus triunfos, pero
sobre los cuales, finalmente, se impondrá el protagonista para alcanzar su
destino. No se necesita más.
No aguanté
mucho, la verdad es; tampoco Ariana, mi sobrina querida. Estuvimos viéndola
juntas y quedamos verdaderamente impactadas por la superficialidad, la
inconsistencia, la debilidad y la inconducencia de la historia. Podemos
confesar que no nos atrapó, en lo más mínimo.
Habrá mucha
gente que aguantará y seguramente disfrutará los 60 capítulos. Hay para todos
los gustos, sin duda y eso es absolutamente sano y conveniente. Pero lo que sí
puedo garantizarles es que, cuando terminen de ver esta serie-telenovela, no
será mucha historia la que habrán aprendido, sino todo lo contrario. Yo, por mi
parte, no pienso dedicarle ni un minuto más de mi tiempo libre.