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22 julio, 2019

Sobre la serie “Bolívar” de Netflix: es cuento, no es historia


Por Inés Quintero / Tomado de PRODAVINCI

Desde que comenzó a transmitirse la serie Bolívar en Netflix, numerosas personas me han llamado o me han consultado acerca de la veracidad histórica de muchas de los sucesos que allí se narran. La repuesta ha sido un contundente NO. La serie Bolívar NO está ceñida al rigor histórico. Es cuento, no es historia.
Debo confesar que no soy amante de las series de televisión y también que tengo especiales reservas y sospechas frente a las series de “contenido histórico”, especialmente cuando son muy largas y con muchas temporadas. Si bien pueden estar muy bien producidas —que no es el caso de la serie Bolívar— la razón fundamental de mi desconfianza tiene que ver con la orientación y propósitos que guían este tipo de producciones; por lo general, el objetivo que las anima es entretener y enganchar a las personas para que continúen viendo la serie hasta el último capítulo, como si fuese una telenovela. Siendo así, no tienen como finalidad y mucho menos contemplan entre sus prioridades, ajustarse de manera rigurosa a la realidad histórica, ya que ésta constituye una camisa de fuerza que estorba y entorpece el trabajo de los libretistas, tiene mucho más sentido darle rienda suelta a la imaginación y a la ficción para de esta manera cumplir con los fines recreativos que persiguen.
La construcción de los personajes, sus características personales, los detalles de sus vidas privadas, sus emociones, afectos o dilemas, así como las maneras de desenvolverse son invenciones de quienes escriben y dirigen la serie, a fin de darle sentido al relato, al hilo dramático que les sirve de guía. No tienen nada que ver con la historia. Lo mismo ocurre con los hechos, éstos son presentados de forma tal que sirvan de sustento a la narrativa dispuesta y construida por quienes elaboran los contenidos, en función de los propósitos de la serie, y no con la finalidad de ofrecer una lectura que permita reconstruir el pasado, tal como ocurrió. Ambos propósitos son incompatibles.

Imaginación y ficción imperan sobre la historia: ni Carlos Palacios era un patán poseído por el demonio; ni Pablo Clemente un tonto incapaz e impertinente; ni doña Concepción andaba por la hacienda disponiendo y tomándole la temperatura a los esclavos; ni Josefa Tinoco, la mujer de Juan Vicente, fue la hija del capataz de San Mateo; ni la familia vivía toda junta en la hacienda. Ninguna de esas recreaciones tiene que ver con la historia.
Tampoco tiene asidero alguno con la realidad la visión caricaturizada del representante del rey de España como el villano que irrespeta a los criollos, y que le grita y ningunea a doña Concepción. Prevalece aquí la visión maniquea de la historia patria, según la cual los malos de la película fueron los peninsulares lo cual, finalmente, explica la decisión independentista. Una visión simplista y ampliamente superada hace ya bastantes años por las investigaciones que se han hecho sobre el tema.
Igual sucede con la idealización del noviazgo feliz y romántico entre María Teresa Rodríguez del Toro y Simón Bolívar, un idilio de telenovela que deja por fuera el arreglo económico que estuvo de por medio para la realización de la boda: una gran dote en metálico y numerosas joyas, a lo que se sumó una cantidad adicional para indemnizar a la joven prometida por tener que venir a vivir a América ya que, de lo contrario, Bolívar no podría echarle mano a su fortuna. El arreglo no le sirvió de mucho a la pobre María Teresa: muy rápidamente el trópico impidió que pudiese disfrutar de su enorme dote. El viudo corrió con mejor suerte. Pudo disfrutar su mayorazgo y sanar las heridas de la viudez, en un largo y dispendioso viaje por Europa.
El personaje central: Simón Bolívar, no ofrece sorpresas. Desde la primera escena es el héroe, el Libertador, el hombre providencial que no se equivoca, que tiene claros sus designios y que triunfa frente a la adversidad. Habla como héroe —en modo proclama—, piensa como héroe, gesticula, camina, ordena, actúa como héroe y sus recuerdos también tienen el mismo empaque. Desde su infancia y en su juventud se sembró en él, de manera inevitable, su vocación libertaria.
Esta visión heroica de Bolívar no admite la presencia de otras figuras que puedan competir con su protagonismo. Miranda, por ejemplo, es presentado como un traidor que, por una bolsa de monedas, fue capaz de entregar la República, al firmar la capitulación de 1812. Varias personas me llamaron precisamente para comentar esta desfiguración tendenciosa de Miranda. No me sorprende en lo absoluto. Encaja perfectamente con la retórica idealizadora de la entrega de Miranda a las autoridades realistas, en la cual Bolívar tuvo participación destacada. La justificación perfecta de este hecho tiene su fundamento en una acción que se presenta como irrebatible: Miranda traicionó a la República, por tanto, merecía ser entregado. No hay reproches que hacerle al protagonista de la serie, todo lo contrario, su acción se corresponde con su determinación de no transigir, cuando se trata de alcanzar la libertad.
Si esto ocurre con Miranda, no quiero ni pensar cómo quedarán Santiago Mariño o Manuel Piar, o Francisco de Paula Santander o cualquier otro que haya disentido, adversado o polemizado con Bolívar: entrarán con toda seguridad en la nómina de los villanos, como corresponde a la simplicidad que acompaña todo relato maniqueo y telenovelesco en el cual sólo hay dos bandos: el de los buenos en donde están el protagonista y quienes lo acompañan y celebran sus éxitos, y el de los malos, que incluye a quienes lo adversan, todos aquellos villanos que a lo largo de la historia se empeñan en obstaculizar e impedir sus triunfos, pero sobre los cuales, finalmente, se impondrá el protagonista para alcanzar su destino. No se necesita más.
No aguanté mucho, la verdad es; tampoco Ariana, mi sobrina querida. Estuvimos viéndola juntas y quedamos verdaderamente impactadas por la superficialidad, la inconsistencia, la debilidad y la inconducencia de la historia. Podemos confesar que no nos atrapó, en lo más mínimo.
Habrá mucha gente que aguantará y seguramente disfrutará los 60 capítulos. Hay para todos los gustos, sin duda y eso es absolutamente sano y conveniente. Pero lo que sí puedo garantizarles es que, cuando terminen de ver esta serie-telenovela, no será mucha historia la que habrán aprendido, sino todo lo contrario. Yo, por mi parte, no pienso dedicarle ni un minuto más de mi tiempo libre.