Humberto Seijas Pittaluga
En el mismo comienzo de la Aída de Verdi, cuando
Ranfis le dice a Radamés que ya se ha escogido il condottier supremo que ha de combatir a los etíopes, este
exclama: “Oh, lui felice!” y más
adelante canta “Si quel guerrier io
fossi”. Porque el anhelo de todo
militar es llegar a los estratos más altos de la profesión. Pero, también, y, por tanto, no todos pueden
acceder a ellos. Desde los remotos
tiempos de los faraones, y a lo largo de toda la historia, en todas las
latitudes y épocas, siempre se ha entendido que los ascensos son un premio a
los méritos y a la virtud. Menos en la
Venezuela de estos tiempos. Resulta que,
aquí, por la dizque infinita sabiduría de Boves II, los ascensos son un
derecho. Y así mandó a estatuirlo en el
más reciente de los decretos-leyes que rigen de forma orgánica a las Fuerzas
Armadas. Infame y triste decisión.
Ahora, los oficiales pueden reclamar sus
ascensos. Porque si estos son un
derecho… Lo cual ha resultado en un
poliedro que está muy lejos de ser la pirámide organizacional que existe en todas
las organizaciones del mundo entero, civiles y militares. La nuestra es un mamotreto macrocefálico
donde hay más generales y almirantes que tenientes y alféreces. Tanto, que tenemos más oficiales con soles
que la suma de los de todos los ejércitos y armadas de los países que conforman
la Unión Europea. Países serios que han
tenido protagonismo en guerras de gran magnitud y que, muchos de ellos, mantienen
fuerzas armadas en misiones en territorios hostiles de Asia y África.
Como resultado, puede que un oficial que no pasa de
mediocre, que no ha hecho nada meritorio en su carrera —y no se le ha
descubierto alguna sinvergüencería—, a los cuatro años de muelle existencia
aparezca en la orden general de ascensos.
De hecho, es lo que abunda en los altos mandos: personas que no son
capaces de decidir la enterrada de un perro muerto así se les provea del hueco. Y del perro…
La cosa es tan grave, desde los puntos de vista organizacional e
institucional, que todos nos acabamos de enterar, por medio de una resolución
ministerial que circuló por los medios sociales, que se pasaba al retiro por
tiempo de servicio cumplido a 39 oficiales de una promoción. De ellos, 36 eran generales; dos, coroneles
y, uno, teniente coronel. ¡Cómo serían
de “lacras” y “cácoras” (para usar la jerga cuartelera) que no agarraron soles
en esa rebatiña!
Hasta hace pocos años —antes de que el Héroe del Museo
Militar decidiera corromper al estamento militar— lo que se acostumbraba en
Venezuela, porque era lo que se necesitaba para comandar las Fuerzas Armadas,
era tener entre 110 y 120 oficiales que portasen soles. De ellos, 12-15 portaban dos sobre cada
hombro, eran los de los altos mandos; los demás, llevábamos uno solo. Ahora, no.
De hecho, si alguien entra hoy en uno de los comandos generales de
componente, y abre una puerta —inclusive de los espacios donde las señoras del
aseo guardaban las mopas y las escobas—, se encuentra con un general o almirante
detrás de un escritorio. Lo más
probable, ocupando un cargo que hasta hace poco era la responsabilidad de un
oficial dos grados menor que el del actual okupa.
El pitecántropo barinés buscaba, de cualquier manera,
que nadie le hiciese sombra. Por eso, a
todos los que tenían ascendiente, conocimientos, méritos, los pasó al retiro,
los dejó sin cargo, los forzó a huir a otros países, o los puso en
prisión. Inclusive, a su compadre, a
quien en mala hora lo trajo al poder de nuevo en el 2002. La excusa era que Baduel había cometido
hechos de corrupción —que los había cometido, cierto, pero la verdadera razón
era que tenía prestigio ante sus subalternos y había dado demostraciones de
independencia de criterio. A los que
dejó dentro de la organización, los corrompió vía Plan Bolívar 2000 y otras
“facilidades” para el enriquecimiento fácil.
Pero con un anzuelo camuflado dentro de la canonjía: al tiempo, en una
mano, le mostraba una foto comprometedora, una grabación ilegal, una factura
chimba firmada por el oficial; en la otra, un fajo de billetes, y le decía:
“¿de cuál de los dos quieres”? Eso fue
el comienzo de la perdición organizacional.
Llegó a decir que “institucionalismo” era mala palabra. Más adelante, hizo lo mismo con el término
“meritocracia”. La aplicó al mismo
tiempo que despedía, pito de por medio, a más de veinte mil empleados y obreros
muy experimentados de la industria petrolera.
De allí, el declive de nuestra principal industria. Y, así estos se mudaron a otras latitudes,
donde les reconocen sus grandes aptitudes y donde están obteniendo riquezas
para otros países mediante su aporte en la extracción, refinación, transporte y
comercialización de hidrocarburos
No será tarea fácil la que le toca al gobierno de
transición (y a los que le sigan): regresar a sus cuarteles y bases, redimensionar,
reinstitucionar y redisciplinar a unas fuerzas armadas (minúsculas a propósito)
que no funcionan ni en las más elementales tareas de su profesión, que están
ahítas de poderes indebidos y de actuar como organismos de policía represiva en
contra de lo que la Constitución establece de manera específica. Tal esfuerzo requiere de mucha colaboración
por parte de diversidad de expertos. En
todo caso, a mí no me busquen, que ya tengo bastante con mantenerme vivo a esta
provecta edad…
hacheseijaspe@gmail.com