Por Antoni Gutierrez-Rubí
_«Calumniad con osadía, siempre quedará alguna cosa»
Sir Francis Bacon (1561-1626), filósofo y estadista.
La doble sesión del debate de investidura ha dejado un
resultado y un temor. El resultado, el esperado. Y el temor —no por posible,
menos sorprendente— es que la legislatura se enlode en un clima agrio de
reproches permanentes.
Los insultos y descalificaciones personales, ad hominem y que
buscan el desprecio y el daño moral al adversario han tenido un protagonismo
excesivo: en el atril, en el hemiciclo y en las redes. Después de más de 300
días, el clima se ha envenenado.
Peligrosamente, la crispación desplaza a los argumentos.
Hemos empezado mal.
La campaña de Donald Trump, quizá, nos está contaminando.
Trump no ha llegado hasta aquí sin un uso torticero del lenguaje, en las
antípodas de lo que se ha definido como políticamente correcto.
Los insultos —y motes— han sido una de sus bazas. The New
York Times publicó esta semana una doble página en papel con todos los insultos
de Trump —282, exactamente— desde que anunció su candidatura. Es tan soez que
repugna. Pero Trump sabe que sus provocaciones son un tridente: alimentan las
pasiones y los instintos de sus seguidores, movilizándolos; ocupan protagonismo
en las redes y los medios, marcando la agenda de sus oponentes; y son la
coartada perfecta contra el discurso político. Para Trump, una elaborada
técnica de pendenciero provocador. Mejor insultar (etiquetar, reducir a un
cliché) que argumentar.
Además, los insultos permiten a muchas personas «hablar» de
política, gritando exabruptos o tecleando con saña digital. El insulto en
política es cobarde, y es despreciable. Se ampara en la libertad de expresión o
en el privilegio de la representación para actuar sin pudor. Esta legislatura
corre el riesgo de quebrar nuestra debilitada confianza en lo público. Una
hipótesis con responsables múltiples.
El insulto es una derrota pública de la política. Se insulta
en ausencia de argumentos. Es el recurso agresivo de quien es incapaz de ver en
el adversario un representante de la voluntad popular. Cuando nuestros
representantes se faltan al respeto con escarnio, zahiriendo emociones y
símbolos, están escupiendo en la cara de los votantes. Y se reducen a turba.
Criticar no es herir. Denunciar no es humillar. Alertar no es
insultar. Defender no es agredir. Atacar no es dañar. La palabra política ha
retrocedido en estas jornadas. Está en minoría, como Mariano Rajoy. Mal
presagio.
Tomado de El País / España