Por Juan Forn – Opinion
Hace más de
cien años, a un famoso luthier en Westfalia le pidieron una guitarra en madera
de cerezo, para que sonara más dulce que ninguna. El encargo era de una
cantante de ópera alemana; quería regalársela al hijo, que cantaba como los
ángeles y se acompañaba angelicalmente con aquel instrumento. Vino la Primera
Guerra y el joven fue convocado a filas y no volvió, pero antes de marchar al
frente había dejado un hijo, que recibió la guitarra y la pesada carga de
cantar y tocar como su joven padre muerto. El hijo descubrió al crecer que lo
suyo era la medicina, pero igual se llevó la guitarra a Berlín cuando partió a
la universidad, porque le gustaba tocar y cantar. Vino la Segunda Guerra, lo
llamaron a filas, lo mandaron al frente ruso y nunca volvió. Su novia se quedó
con la guitarra, juró que no habría ningún otro hombre en su vida pero, con los
años, en la Alemania reconstruida de Adenauer, encontró un hombre bueno que la
convenció de casarse con ella y que le dio un hijo, y así es como llegó al
mundo nuestro personaje y como llegó a sus manos la guitarra de madera de
cerezo.
Carl Fischer
no sabía qué hacer con ella, a duras penas era capaz de rasguear alguna canción
de Cat Stevens o Pink Floyd, lo suyo era la máquina de escribir. Carl Fischer
era un joven periodista que quería ser escritor y que consiguió que una revista
alemana lo mandara a Tokio, donde trabajó con un joven japonés que le pareció
tan centrado y sereno que un día se animó a preguntarle cuál era su secreto. El
japonés lo invitó a su departamento, que era una caja de zapatos de un ambiente
con un equipo de música de última generación y apenas una docena de vinilos en
una repisa que parecía un pequeño altar. El japonés bajó las luces, sacó un
vinilo de su funda blanca y puso una canción de menos de dos minutos: era João
Gilberto cantando “Desafinado”, él solito con su guitarra. Doce horas después,
cuando Carl Fischer salió de aquella caja de zapatos con la cabeza llena de
música, tenía bien claro qué hacer con su guitarra de madera de cerezo:
entregársela en mano a João Gilberto, el único hombre en el mundo que la
merecía. Así que volvió a Berlín, buscó la guitarra en su departamento y se
tomó otro avión, esta vez a Brasil, a cumplir su destino como desafinado.
Los
desafinados de este mundo son aquellos que, después de escuchar por primera vez
João Gilberto, no pueden escuchar otra cosa. El problema es que a João no le
gustan ni los discos ni los conciertos, ni los micrófonos ni los focos de las
cámaras. El mito dice que João entró mal en Rio la primera vez que bajó desde
Bahia: la experiencia fue tan desgraciada que intentaron internarlo en un
psiquiátrico (según la leyenda, João pedía guitarras prestadas para tocar y
nunca las devolvía, porque ya no servían más para hacer lo que hacían antes de
que él las tocara). João terminó refugiado en las montañas de Diamantina, en
casa de su hermana mayor, instalada allá para recuperarse de la tuberculosis.
João se pasaba el día en pijama, practicando con su guitarra horas y horas
encerrado en el baño, porque era el lugar de la casa que mejor acústica tenía.
A la semana, la hermana creyó enloquecer y le consiguió otro alojamiento, en el
casco histórico pero a prudencial distancia de su casa (él sólo aceptó después
de probar la acústica del baño). Seis meses después, João se sacó el pijama y
volvió a Rio a cambiar la música brasilera para siempre, pero los desafinados
dicen que no ha salido ni saldrá nunca de ese baño, porque ese baño es como el
tamarisco bajo el cual se sentó un día Siddartha Gautama y devino Buda.
El problema
de João con los micrófonos es que generaron un gigantesco malentendido: la idea
principal al inventarlos, según él, no era amplificar el sonido sino hacer
sentir a cada persona de la platea que le estaban cantando al oído. Eso era lo
que más le gustaba en el mundo a João: tocar bajito, toda la noche, sentado en
un bar o en un living, rodeado de un puñado de fieles, y al amanecer, café con
leche y pan con miel para todos, pagado de su bolsillo, en algún barcito que
mirara al mar en Ipanema.
Dice la
leyenda que después de aquellas noches ofrecía llevar a cada uno a casa en su
auto y que manejaba ignorando todos los semáforos rojos en el camino, tal como
ignoraba todas las reglas que regían la música brasileña hasta que él agarró
una guitarra por primera vez. Todos querían pasarse la noche entera escuchando
a João pero nadie quería irse en auto con él después, porque no frenaba en
ningún semáforo. En esas vertiginosas travesías de madrugada por las avenidas
de Rio, João repetía a quien se atreviera a ir a su lado que todo iba demasiado
rápido, que había que serenar. “¿Por qué no manejas como tocas?”, le imploraban
sus amigos. Sus enemigos, en cambio, los que odiaban su intimismo tan poco
brasilero, decían: “¿Por qué mierda no tocará como maneja?”.
Como a João
no le gustaba discutir, se fue a vivir a Nueva York después de inventar la
bossa nova. Lo curioso es que no le gustaba nada el jazz (“Eso que tocas no
samba”, le dijo una vez a Miles Davis, que lo persiguió durante años para tocar
juntos). Glauber Rocha, que adoraba a João (y soñó toda su vida filmar una
versión de Las palmeras salvajes de Faulkner ambientada en Bahia, con su amigo
haciendo de cantor y guitarrista ciego), decía que João Gilberto introdujo el
budismo en la música brasilera: el movimiento perpetuo siempre en el mismo
lugar hasta alcanzar, a través de la repetición siempre diferente, la forma
perfecta.
Cuando se
inauguró el Canecão en Rio, en 1967, y convencieron a João para que fuese a
tocar, él viajó solo con su guitarrita y fue directo del aeropuerto a la prueba
de sonido, pero cuando vio que el Canecão era un galpón de techo de chapa con
acústica imposible decidió, sin decirle nada a nadie, volverse al aeropuerto y
subirse al primer avión que partiera a Nueva York. Como la casa de sus amigos
Os Novos Bahianos estaba cerca del Canecão, en Botafogo, fue caminando hasta
allá para pedir un taxi. Le abrió la puerta Tim Maia, que estaba de visita en
casa de Os Novos Bahianos y que, de todos los hijos musicales de João, era el
más deforme (su famosa exigencia a los técnicos de sonido era: “Mais graves!
Mais agudos! Mais eco! Mais retorno! MAIS TUDO!!!”) y el que más lo quería
también, porque nunca lo había visto en persona.
Tim Maia
estaba ahí tratando de convencer a Os Novos Bahianos de las virtudes de la
electrificación. Tim Maia era el James Brown brasileño, O Rei do Fanki: sus
bandas tenían poderosas secciones de vientos, de percusión y muchas coristas.
Tim no aceptaba limusinas; pedía un bondi para llegar a sus conciertos, un
bondi lleno de chicas, maconha y cerveza (y el cachet debía pagársele en
estricto efectivo, en bolsas de papel, que acumulaba debajo de su cama).
Regalaba dosis de LSD en sus conciertos. También decía: “No fumo, no bebo, no
cojo, no me drogo. Sólo miento un poquito”. Cuando Tim abrió la puerta y se
topó con su ídolo, de traje y corbata y perfectamente engominado, gritó para
adentro, a Os Novos Bahianos: “¿Llamaron a la policía musical porque tenían
miedo de que los convenciera?”. Dice la leyenda que Tim Maia se quedó todo un
día y una noche escuchando a João cantar y tocar su guitarra, y después de
desayunar juntos café con leche y pan con miel en un barcito de Botafogo, lo
vio partir hacia el aeropuerto en el auto de Os Novos Bahianos, con lágrimas en
los ojos, porque no había lugar en el auto para él.
Unos años
después, cuando João grabó su mítico álbum blanco en Nueva York, en 1973, puso
como única condición que se reprodujera en estudio la acústica “de un baño de
antes” (en realidad puso otra condición más: el productor que quería para hacer
el disco era un compatriota, o mejor dicho una compatriota suya, Wendy Carlos,
que venía de hacerse la operación de cambio de sexo que le permitió dejar de
ser Walter Carlos, y que quedó tan desquiciada por trabajar con João en aquel
disco, que hizo sacar su nombre de los créditos y niega hasta el día de hoy
haber participado en él). Ese era el disco que escuchó Carl Fischer en Japón,
muchos años después, y que lo lanzó a su cruzada desafinada.
Para entonces
João ya vivía de vuelta en Brasil y hacia allá se dirigió Carl Fischer con su
guitarra de cerezo. Estuvo casi un año en Rio intentando llegar hasta él. Habló
con todos los que lo conocían, recogió un millón de anécdotas jugosas pero no
logró que João lo atendiese por teléfono siquiera (y es leyenda que João puede
llamarte en medio de la noche y pasarse horas enteras tocando y cantándote
canciones por teléfono, desde su baño). Al final se volvió a Alemania, escribió
un libro sobre su peregrinaje titulado O-ba-la-lá, como la primera canción que
compuso João, y le puso una frase de Wagner como epígrafe: “La grandeza de un
poeta se mide sobre todo por aquello que silencia, y la forma inaudible de ese
silencio es la melodía infinita”. Cuatro días antes de que el libro llegara a
las librerías (y cuando ya se estaba traduciendo al portugués para publicarse
en Brasil), Carl Fischer se tiró por la ventana de su séptimo piso en Berlín.
No dejó nota suicida, ninguno de sus amigos lo había visto deprimido en los
días previos. Sólo encontraron las ventanas abiertas de su departamento, la
guitarra de madera de cerezo en un rincón y la nieve berlinesa posándose de a
poco sobre los muebles.
Tomado de Página
12 / Argentina.